La novela Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, narra, entre otras cosas, la
historia de dos hermanitos: una niña, Jean Lousie, de 7-8 años de edad, por
todos conocida como Scout, y su hermano mayor, Jem, de 11-12, hijos, ambos, del
abogado viudo Atticus Finch. Es curioso que los niños llamen a su padre por su
nombre, Atticus, en vez de padre, papá,
papito o simplemente pa. La novela es narrada en primera persona por la pequeña
Scout.
En un momento dado, Scout se inquieta
sobre lo que hace realmente su padre, pues ella únicamente lo ve por las tardes-noches
leyendo sus periódicos, y durante el día, en su despacho fuera de casa, sabe
que hace básicamente lo mismo: leer. Empieza a preguntarle a las vecinas qué
hace su padre, a lo que una finalmente le responde, pues mira, no sé, redacta
poderes notariales para fulanito, y… y… ¿por qué no le preguntas directamente a
él? Ocultamente Scout como que comienza a avergonzarse de que su padre no haga
nada.
Por el mismo tiempo, Atticus les regaló
un rifle de aire a los niños, recomendándoles que utilizaran éste contra los
pajarracos nocivos, no contra los ruiseñores, que a nadie hacen mal y que
dignifican a la naturaleza. La intrusión de un perro rabioso en Maycomb, el
pueblo de la historia, provoca que el sheriff
del condado llegue acompañado de Atticus en una patrulla, y ante la sorpresa de
los hijos, todos ven cómo el policía le pide al padre, entregándole una
escopeta, que sea él, Atticus, el que tome la iniciativa disparándole al can.
Atticus en un principio se resiste diciendo que hace ya tantos años, pero el
oficial no lo deja terminar y le dice que sólo él puede hacerlo, ante los ojos
desorbitados de los críos, que no dan crédito a lo que miran. Acto seguido, el
padre apunta con el rifle y de un certero disparo termina con la amenaza.
La emoción de los chavales es
indescriptible y Scout menciona que ahora sí tendrá de que hablar en la
escuela, ante la admonición de Jem, que le recomienda no hacerlo. La vecina,
que antes instruía a la niña sobre lo que su padre hacía, le dice ahora: ves
cómo tu padre no es ningún inútil, muy orgullosa has de estar de él.
La novela tristemente termina con la
muerte de un “ruiseñor”.
Todo esto viene a colación cuando se cae
en la cuenta de que tal vez uno esté proyectando al mundo y a sí mismo la imagen
idéntica que Atticus a su hija, sin ningún certero escopetazo que de vez en
cuando eleve el orgullo colectivo. Y aquí viene mi propuesta: por qué esperar
hasta la decrepitud absoluta para dejarlo a uno “partir”, cuando se podría
hacerlo muy dignamente mucho antes. Yo, por ejemplo, tengo 66 años de edad,
estoy sano, lúcido, me muevo independientemente y estoy razonablemente
deprimido. Cómo no aprovechar esta situación ideal para poner un hasta aquí y
terminar de pie para que no nos llegue el tiempo de “vivir” de rodillas. Mi
padre, a quien un maldito baldó en el quirófano y lo obligó a pasar el resto de
sus días, ¡nueve años!, paralítico en su cama, me rogaba que lo ayudara a bien
morir, pero siempre que abordaba yo el tema y que él veía que iba en serio,
reculaba y se ponía mejor a hablar ¡del Cruz Azul!
Yo, en cambio, llevo algún tiempo
imaginando la prueba de una inyección letal en el laboratorio de alguna
prestigiada universidad estadounidense, justo como lo hacía la mejor
universidad del mundo en el área médica, Duke, en Carolina del Norte, cuando
trabajé en IBM de “allá”, invitando en el aviso de ocasión del periódico local
News & Observer a “conejillos de indias” que quisieran participar en la
prueba de un nuevo fármaco, generalmente ¡antidepresivos! Con eso de que muchos
reos en la línea de la muerte han estado apelando su sentencia debido a la
ineficacia de los venenos empleados, yo estaría dispuesto a prestarme (¿o debería
decir regalarme?) para la prueba de una nueva inyección letal, previa
aprobación de la familia y generosa compensación para la misma, claro. No
imagino mejor muerte, me cae.
Hace unos meses cumplí la ansiada meta
de dar mil vueltas a la presa de El Palote. Ésta y la 999 tuvieron que ser
caminadas, pues tengo una lesión severa de toda la vida en la columna que me
impide ya correr, aunque no caminar, como tampoco me impidió en el pasado
lejano correr varios maratones. Pero ya no. Mis hijos no tienen las edades de
Scout y Jem, sino 23 y 25, y quizás hasta ni avergonzados están de mí, habría
que preguntarles. Tampoco soy viudo, sino casado, no con una de las personas
más buenas de este mundo, sino con la única. Le llevo 16 años, así que sería
bueno irle pensando en dejarla en paz. No me la imagino con los 66 que tengo
ahora y yo ya de 82. Tal vez hasta se pudiera volver a casar, aunque ella jure
que ni loca.
Finalmente, como dice mi ídolo Schopenhauer, si a la gente le preguntaran si volvería a vivir su vida tal como la vivió, respondería de inmediato con un rotundo no. En ésas estoy.
No hay comentarios:
Publicar un comentario