sábado, 8 de octubre de 2016

Voluntad súper anticipada

La novela Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, narra, entre otras cosas, la historia de dos hermanitos: una niña, Jean Lousie, de 7-8 años de edad, por todos conocida como Scout, y su hermano mayor, Jem, de 11-12, hijos, ambos, del abogado viudo Atticus Finch. Es curioso que los niños llamen a su padre por su nombre, Atticus, en vez de padre,  papá, papito o simplemente pa. La novela es narrada en primera persona por la pequeña Scout.

En un momento dado, Scout se inquieta sobre lo que hace realmente su padre, pues ella únicamente lo ve por las tardes-noches leyendo sus periódicos, y durante el día, en su despacho fuera de casa, sabe que hace básicamente lo mismo: leer. Empieza a preguntarle a las vecinas qué hace su padre, a lo que una finalmente le responde, pues mira, no sé, redacta poderes notariales para fulanito, y… y… ¿por qué no le preguntas directamente a él? Ocultamente Scout como que comienza a avergonzarse de que su padre no haga nada.

Por el mismo tiempo, Atticus les regaló un rifle de aire a los niños, recomendándoles que utilizaran éste contra los pajarracos nocivos, no contra los ruiseñores, que a nadie hacen mal y que dignifican a la naturaleza. La intrusión de un perro rabioso en Maycomb, el pueblo de la historia, provoca que el sheriff del condado llegue acompañado de Atticus en una patrulla, y ante la sorpresa de los hijos, todos ven cómo el policía le pide al padre, entregándole una escopeta, que sea él, Atticus, el que tome la iniciativa disparándole al can. Atticus en un principio se resiste diciendo que hace ya tantos años, pero el oficial no lo deja terminar y le dice que sólo él puede hacerlo, ante los ojos desorbitados de los críos, que no dan crédito a lo que miran. Acto seguido, el padre apunta con el rifle y de un certero disparo termina con la amenaza.

La emoción de los chavales es indescriptible y Scout menciona que ahora sí tendrá de que hablar en la escuela, ante la admonición de Jem, que le recomienda no hacerlo. La vecina, que antes instruía a la niña sobre lo que su padre hacía, le dice ahora: ves cómo tu padre no es ningún inútil, muy orgullosa has de estar de él.

La novela tristemente termina con la muerte de un “ruiseñor”.

Todo esto viene a colación cuando se cae en la cuenta de que tal vez uno esté proyectando al mundo y a sí mismo la imagen idéntica que Atticus a su hija, sin ningún certero escopetazo que de vez en cuando eleve el orgullo colectivo. Y aquí viene mi propuesta: por qué esperar hasta la decrepitud absoluta para dejarlo a uno “partir”, cuando se podría hacerlo muy dignamente mucho antes. Yo, por ejemplo, tengo 66 años de edad, estoy sano, lúcido, me muevo independientemente y estoy razonablemente deprimido. Cómo no aprovechar esta situación ideal para poner un hasta aquí y terminar de pie para que no nos llegue el tiempo de “vivir” de rodillas. Mi padre, a quien un maldito baldó en el quirófano y lo obligó a pasar el resto de sus días, ¡nueve años!, paralítico en su cama, me rogaba que lo ayudara a bien morir, pero siempre que abordaba yo el tema y que él veía que iba en serio, reculaba y se ponía mejor a hablar ¡del Cruz Azul!

Yo, en cambio, llevo algún tiempo imaginando la prueba de una inyección letal en el laboratorio de alguna prestigiada universidad estadounidense, justo como lo hacía la mejor universidad del mundo en el área médica, Duke, en Carolina del Norte, cuando trabajé en IBM de “allá”, invitando en el aviso de ocasión del periódico local News & Observer a “conejillos de indias” que quisieran participar en la prueba de un nuevo fármaco, generalmente ¡antidepresivos! Con eso de que muchos reos en la línea de la muerte han estado apelando su sentencia debido a la ineficacia de los venenos empleados, yo estaría dispuesto a prestarme (¿o debería decir regalarme?) para la prueba de una nueva inyección letal, previa aprobación de la familia y generosa compensación para la misma, claro. No imagino mejor muerte, me cae.

Hace unos meses cumplí la ansiada meta de dar mil vueltas a la presa de El Palote. Ésta y la 999 tuvieron que ser caminadas, pues tengo una lesión severa de toda la vida en la columna que me impide ya correr, aunque no caminar, como tampoco me impidió en el pasado lejano correr varios maratones. Pero ya no. Mis hijos no tienen las edades de Scout y Jem, sino 23 y 25, y quizás hasta ni avergonzados están de mí, habría que preguntarles. Tampoco soy viudo, sino casado, no con una de las personas más buenas de este mundo, sino con la única. Le llevo 16 años, así que sería bueno irle pensando en dejarla en paz. No me la imagino con los 66 que tengo ahora y yo ya de 82. Tal vez hasta se pudiera volver a casar, aunque ella jure que ni loca.

Finalmente, como dice mi ídolo Schopenhauer, si a la gente le preguntaran si volvería a vivir su vida tal como la vivió, respondería de inmediato con un rotundo no. En ésas estoy.

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