Abril de 1973. Efectuaba yo los últimos trámites para mi examen
profesional de actuario en la UNAM. Acudía para ello a la torre de rectoría de
la máxima casa de estudios y abordaba un vetusto y ya desde entonces anacrónico
elevador, de esos que necesitan un operario. En su interior, sólo dos personas:
el mencionado operador y una criaturita de no más de seis años de edad, pero
que a mí me pareció de sólo tres y, a su lado, un enorme cajón para el aseo del
calzado, que juro que a mí se me figuró de mayor tamaño que el infante.
El individuo mayor, me imagino que su padre, un tipo fornido y de espeso
bigote, de no más de 35 años de edad, le daba instrucciones al niño para lo que
parecía ser su primer día de trabajo: “Usted échele ganas, m’hijo, que lo vean
seguro de lo que hace”. El crío, con unos ojos desorbitados y su carita llena
de angustia, no se atrevía a responder, pues parecía no dar crédito a lo que
estaba viviendo. A mí se me formó un nudo en la garganta y hasta llorar quería
en lugar de él.
A pesar de su simpleza, son de esas escenas que lo marcan a uno de por
vida y lo llenan de remordimiento por no haber intentado hacer algo más por
evitar tan horrendo crimen de lesa infancia. No era excusa el que en aquel
entonces yo tuviera “apenas” 23 años de edad. A la fecha me pregunto qué habrá
sido de la vida de esa personita que hoy rondará
aproximadamente el medio siglo de vida.
Varios años después, 40 para ser exactos (2013), mientras esperaba
audiencia en un juicio laboral que llevaba en contra del IMSS en la delegación
Guanajuato de la Procuraduría Federal de la Defensa del Trabajo (Profedet) y de
la Junta Especial 28 de la Federal de Conciliación y Arbitraje (JFCA), y en
tanto los burócratas que tenían que atenderme chacoteaban alegremente sobre los
últimos acontecimientos de la vida, hizo su aparición una nenita humilde, de
aproximadamente siete años de edad, con un enorme canasto en el que ofrecía su
suculenta mercancía: cacahuates enchilados con limón. La secretaria le solicita
una porción de cinco pesos para compartir con sus “amigos” y le pregunta a la
criatura si trae “cambio de a cien”. La niñita, espantada, ni responde, por lo
que la secre le pide que otro día
pase a cobrarle. Ante la cara de terror de aquélla, ésta sólo le espeta: “Ay,
mi vida, ¿cuándo te he dejado de pagar?”, y la pobre niña no tiene más remedio
que retirarse, muerta de miedo por el seguro regaño de sus explotadores.
Que esto pase con tantísimos años de diferencia nos indica que la
explotación laboral de los menores ha existido desde siempre, aunque no por
ello debería dejar de llenarnos igualmente de vergüenza. Y que haya ocurrido al
interior de la Profedet, que antes que a nadie debería proteger primordialmente
a los infantes, ¡más indignante todavía!
Pero la explotación no se refiere únicamente a ellos, los niños, pues
existen casos igualmente dramáticos entre los jóvenes y me imagino que también
entre los no tan jóvenes. Por ejemplo, mi hija Carolina, graduada con todos los
honores por el Tec de Monterrey campus León apenas en diciembre, pues fue
distinguida con mención honorífica de excelencia y como el promedio más alto de
toda la institución, tuvo la mala fortuna de caer en las garras de un vivales
en una “empresa” de publicidad, desarrollando para él y su cliente trabajo
innovador y creativo, como buena licenciada en animación y arte digital que es.
Pues bien, este sujeto, después de varias semanas de intenso trabajo,
simplemente no se lo retribuyó, y la trajo a las vueltas que si con la revisión
del “contrato”, con su registro ante el SAT y demás pretextos inverosímiles.
Por supuesto, el individuo se adornó ya con un trabajo que no es suyo.
Estuve investigando por mi parte y este tipo lleva con este modus
operandi por lo menos cuatro años, pues, desagraciadamente, mi hija no ha sido
su única víctima. A otros los ha explotado por incluso un tiempo mayor y,
también, sin paga alguna. Caro, afortunadamente, se dio cuenta “a tiempo”, pero
sinceramente no entiendo cómo este patán ha logrado sobrevivir tanto.
En fin, como verán, la explotación
laboral es una más de las lacras que laceran a nuestro pobre México desde
tiempos inmemoriales.
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