sábado, 8 de octubre de 2016

El niño y su cajón

Abril de 1973. Efectuaba yo los últimos trámites para mi examen profesional de actuario en la UNAM. Acudía para ello a la torre de rectoría de la máxima casa de estudios y abordaba un vetusto y ya desde entonces anacrónico elevador, de esos que necesitan un operario. En su interior, sólo dos personas: el mencionado operador y una criaturita de no más de seis años de edad, pero que a mí me pareció de sólo tres y, a su lado, un enorme cajón para el aseo del calzado, que juro que a mí se me figuró de mayor tamaño que el infante.

El individuo mayor, me imagino que su padre, un tipo fornido y de espeso bigote, de no más de 35 años de edad, le daba instrucciones al niño para lo que parecía ser su primer día de trabajo: “Usted échele ganas, m’hijo, que lo vean seguro de lo que hace”. El crío, con unos ojos desorbitados y su carita llena de angustia, no se atrevía a responder, pues parecía no dar crédito a lo que estaba viviendo. A mí se me formó un nudo en la garganta y hasta llorar quería en lugar de él.

A pesar de su simpleza, son de esas escenas que lo marcan a uno de por vida y lo llenan de remordimiento por no haber intentado hacer algo más por evitar tan horrendo crimen de lesa infancia. No era excusa el que en aquel entonces yo tuviera “apenas” 23 años de edad. A la fecha me pregunto qué habrá sido de la vida de esa personita que hoyAñadir un evento para hoy rondará aproximadamente el medio siglo de vida.

Varios años después, 40 para ser exactos (2013), mientras esperaba audiencia en un juicio laboral que llevaba en contra del IMSS en la delegación Guanajuato de la Procuraduría Federal de la Defensa del Trabajo (Profedet) y de la Junta Especial 28 de la Federal de Conciliación y Arbitraje (JFCA), y en tanto los burócratas que tenían que atenderme chacoteaban alegremente sobre los últimos acontecimientos de la vida, hizo su aparición una nenita humilde, de aproximadamente siete años de edad, con un enorme canasto en el que ofrecía su suculenta mercancía: cacahuates enchilados con limón. La secretaria le solicita una porción de cinco pesos para compartir con sus “amigos” y le pregunta a la criatura si trae “cambio de a cien”. La niñita, espantada, ni responde, por lo que la secre le pide que otro día pase a cobrarle. Ante la cara de terror de aquélla, ésta sólo le espeta: “Ay, mi vida, ¿cuándo te he dejado de pagar?”, y la pobre niña no tiene más remedio que retirarse, muerta de miedo por el seguro regaño de sus explotadores.

Que esto pase con tantísimos años de diferencia nos indica que la explotación laboral de los menores ha existido desde siempre, aunque no por ello debería dejar de llenarnos igualmente de vergüenza. Y que haya ocurrido al interior de la Profedet, que antes que a nadie debería proteger primordialmente a los infantes, ¡más indignante todavía!

Pero la explotación no se refiere únicamente a ellos, los niños, pues existen casos igualmente dramáticos entre los jóvenes y me imagino que también entre los no tan jóvenes. Por ejemplo, mi hija Carolina, graduada con todos los honores por el Tec de Monterrey campus León apenas en diciembre, pues fue distinguida con mención honorífica de excelencia y como el promedio más alto de toda la institución, tuvo la mala fortuna de caer en las garras de un vivales en una “empresa” de publicidad, desarrollando para él y su cliente trabajo innovador y creativo, como buena licenciada en animación y arte digital que es. Pues bien, este sujeto, después de varias semanas de intenso trabajo, simplemente no se lo retribuyó, y la trajo a las vueltas que si con la revisión del “contrato”, con su registro ante el SAT y demás pretextos inverosímiles. Por supuesto, el individuo se adornó ya con un trabajo que no es suyo.

Estuve investigando por mi parte y este tipo lleva con este modus operandi por lo menos cuatro años, pues, desagraciadamente, mi hija no ha sido su única víctima. A otros los ha explotado por incluso un tiempo mayor y, también, sin paga alguna. Caro, afortunadamente, se dio cuenta “a tiempo”, pero sinceramente no entiendo cómo este patán ha logrado sobrevivir tanto.

En fin, como verán, la explotación laboral es una más de las lacras que laceran a nuestro pobre México desde tiempos inmemoriales.

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