Matemáticamente, la tortuga se encontraría a una distancia “total” de la línea de donde salió Aquiles, en metros, dada por la siguiente expresión:
10
+ 1 + 1/10 + 1/100 + 1/1000 + … = 10 S(1/10)**n,
donde S representa la suma infinita de las enésimas potencias de 1/10 a partir de n=0.
La convergencia (suma finita) de esta serie infinita de elementos decrecientes (progresión geométrica de razón r = 1/10 < 1) se determina de una manera muy sencilla mediante manipulaciones algebraicas muy simples, que es ocioso detallar ahora, y nos viene dada por:
10(1/(1-r))
= 10/(1-1/10) = 10/(9/10) = 100/9 = 11.111…,
lo cual no debería representar ninguna sorpresa habida cuenta de lo señalado en el primer párrafo. Pero lo que en verdad sorprende y maravilla de todo esto es descubrir que ¡la tortuga no podría ir más allá de algo tan finito y limitado como 100/9 metros de donde partió Aquiles sin que éste le hubiese dado alcance!, con lo que la paradoja de Zenón queda hecha añicos. Por eso escribimos arriba distancia “total”, pues quisimos significar tanto la infinitud de elementos involucrados en la suma como la finitud de la distancia recorrida por la tortuga antes de ser rebasada por Aquiles.
Todo lo anterior se obtiene gracias a las modernas técnicas del cálculo infinitesimal (de lo infinitamente pequeño), obviamente desconocidas en la época de Zenón (c. 490-430 a. C.), pero tan “antiguas” como el matemático escocés James Gregory (1638-1675), en cuyos trabajos se basan estos cálculos. Zenón incurrió en el error de no considerar la continuidad del tiempo.
¿Y qué papel juega aquí Tolstoi? Pues que es precisamente él, en su magistral novela La Guerra y la paz, quien saca a colación el tema al advertirnos que, al igual que en la paradoja de Aquiles y la tortuga, no debemos olvidar la continuidad de la historia y el papel que juegan los acontecimientos infinitesimales en el devenir del tiempo. A propósito de los sueños imperiales de Napoleón durante los primeros quince años del siglo XIX, nos dice: “La suma de las voluntades humanas ha producido la Revolución (así dice Tolstoi que le llaman los historiadores a lo acontecido en esa época) y un Napoleón, y es ella sola la que los ha sostenido y los ha hecho caer.”. Y remata: “hemos de cambiar completamente el objeto de la observación, dejar tranquilos a los reyes, a los ministros y a los generales, y estudiar los elementos comunes, infinitamente pequeños, que guían a las masas.”.
Al leer lo anterior, pensé en Adolfo Hitler; en “la suma de las voluntades humanas” que lo prohijaron, lo sostuvieron y lo hicieron caer, porque es obvio que la irrupción de éste en escena no hubiera sido posible sin la participación de todos sus cómplices, activos y pasivos; y en la gran responsabilidad que Alemania y un mundo acobardado tuvieron en todo ello. ¿Qué nos hubiera dicho Tolstoi si este demonio hubiera sido contemporáneo suyo? Yo creo que jamás imaginó la eventual existencia de un ser tan despreciable.
Dice Tolstoi que La guerra y la paz “no es una novela, menos aún es un poema, y menos todavía una obra de historia.”. Yo creo que a pesar de la falta de objetividad con que juzga a Napoleón, al que hace ver como un incompetente total, su obra es todo lo que dice que no es y mucho más. Es filosofía, es historia (cita al francés Thiers en varias ocasiones, y su descripción de la guerra contra el invasor es impresionantemente prolija, dramática e informada), es ciencia (menciona someramente lo aquí descrito) y es “hasta” literatura.
Este libro demuestra fehacientemente que la lectura no es sólo divertimento, sino algo mucho más intenso que nos permite profundizar en todas estas ramas del saber científico y humanista, incluso más allá de lo que los libros mismos sugieren, como fue el caso.
Ojalá que éste sea uno de los cinco libros y medio que el mexicano haya leído durante el año. Digo, porque si no lo ha comenzado será muy difícil que lo agote de aquí al 31 de diciembre, aunque incluso llegando a la mitad pudiera haber cumplido su meta.
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