Iba a escribir cultura entre comillas, pero si nos atenemos a una de las acepciones del diccionario de la RAE (que no rae, diría nuestro colega Domingo Argüelles): “conjunto de modos de vida y costumbres… en un grupo social”, la burocracia mexicana es toda una cultura por derecho propio.
Nos encontramos en la oficina local de la representación estatal de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje (JFCA). Listos para la audiencia se encuentran el demandante, que pelea que su pensión se incremente de tres a cinco salarios mínimos después de más de treinta años de trabajo profesional en empresas de “clase mundial” y de que lo hubieran incluso despojado de la de tres aduciendo argumentos necios, la abogada de la Procuraduría de la Defensa del Trabajo (Profedet) que lo representa, el abogado que representa al demandado (IMSS), y la escribana, secretaria de la JFCA.
Mientras al trabajador se le ignora en una silla arrinconada llena de legajos, los otros tres departen alegremente, y así se escucha cómo la secretaria le pregunta al abogado del IMSS qué tal sigue su mamá, en tanto la abogada defensora recuerda el chiste colorado que apenas le contaron ayer y se apresta a reseñar una vez que su colega húbole respondido a la secretaria “ya mejor, muchas gracias”. Terminado el cuento, todos estallan en una risotada estentórea y ofensiva. En eso, hace su aparición una chiquilla humilde de no más de ocho años de edad con un enorme canasto en el que ofrece su suculenta mercancía a los referidos: cacahuates enchilados con limón.
La secretaria solicita una porción de cinco pesos para compartir con sus “amigos” y le pregunta a la criatura si trae “cambio de a cien”. La niñita, espantada, ni responde, por lo que la secre le pide que otro día pase a cobrarle. Ante la cara de terror de aquélla, ésta sólo le espeta: “¡ay, mi vida, ¿cuándo te he dejado de pagar?”, y a la pobre niña no le queda más que retirarse, muerta de miedo por el seguro regaño de sus explotadores.
En el ínter, como ya la hora de la audiencia cumple casi treinta minutos de retraso, no queda más que suspender la deglución de tan rica vianda, debidamente eructada mediante la ingestión de la consabida coca familiar, y pasar al aseo de bocas y dedos con hojas de papel bond tomadas de la impresora láser más a la mano, que quién sabe para qué diablos querrán porque la secretaria de la junta comienza a aporrear su desvencijada Olivetti para levantar el acta con sus correspondientes copias, obtenidas éstas por medio del infaltable papel carbón.
Sólo entonces tienen a bien los tres de percatarse de la presencia del demandante y comienzan a tomarle declaración. Éste se encuentra ya en un estado de crispación nerviosa tan extremo que le resulta difícil conservar la compostura, pero lo consigue, no así ocultar los gestos de verdadero enojo que el vulgar comportamiento de los tres patanes ha logrado dibujar en su rostro.
Cuando finalmente el trabajador abandona la oficina, únicamente alcanza a escuchar un lejano “¡qué pinche genio!”, vomitado por su finísima abogada.
No le falta razón a Jesús Silva-Herzog Márquez cuando en su columna (Sociedad de la humillación) del lunes 16 de enero en Reforma asevera: “Nos humillan los burócratas que nos ven como números (…). La utopía de la decencia es ganar, para todos, trato de humanidad.”
lunes, 6 de febrero de 2012
La UNAM y la excelencia
Ingresé a la Universidad cuando se encontraba en plena “decadencia”, pues hacía apenas unos meses que había concluido el movimiento del ’68. A pesar de ello, no le escatimo el reconocimiento de haberme formado profesionalmente y como hombre. La primaria y el bachillerato, en contraposición, los cursé en escuelas privadas confesionales y caras que me arrojaron a esa “cuna de grillos y malvivientes” lleno de complejos y escrúpulos.
Cursé mi carrera en la Facultad de Ciencias, donde nadie, como me imagino que en el resto de la Universidad, se preocupaba por uno. Sin embargo, no regateo reconocimiento a mis maestros, muchos de ellos posgraduados en universidades de prestigio internacional. Recuerdo, en especial, al ya desaparecido doctor por la Universidad de Princeton Guillermo Torres Díaz. Cada una de sus clases de variable compleja (cálculo, pero de números complejos) era un verdadero deleite. Lo que no podía expresar gráficamente en el pizarrón lo hacía por medio de un movimiento suave de sus manos en el vacío, para enseguida preguntar a alguien en la audiencia: ¿no le emociona a usted?
Una vez que demostró un teorema fundamental, que sólo ocurre en variable compleja y no en cálculo diferencial: si una función es diferenciable una vez lo es infinitas veces (algo verdaderamente sorprendente), añadió: “a estas funciones suele llamárseles derivables, diferenciables, analíticas, regulares, enteras u holomorfas, ¿cómo prefieren ustedes que las nombremos?”. A la avalancha de opiniones que, obviamente, elegían uno cualquiera de los cinco primeros nombres, él respondió democráticamente: “muy bien, las llamaremos entonces holomorfas”.
Ante eminencias así era difícil permanecer impasible, y menos aún ser refractario a la calidad de su enseñanza, por más que la absoluta libertad de la Universidad propiciara muchas veces situaciones que desbalagaban a espíritus débiles. Por ello les reitero a los míos hasta el cansancio: la mejor universidad del mundo la hace uno, especialmente con guías como el doctor Torres.
Fue por ello que me dio tantísimo gusto que la UNAM abriera un nuevo campus en la ciudad de León, donde radico, después de treinta años de no hacerlo en “provincia”, y me aboqué a la tarea de convencer a mi hijo para que cursara sus ya próximos estudios profesionales ahí en vez de los carísimos e indeseables tecnológicos que todos conocemos. No tuve que batallar mucho, pues desde niño ha querido ser puma.
Por cierto, la vez que visitamos el campus, entre la plática que tuvimos con el director del plantel y la siguiente entrevista con el director de carrera, medió un tiempo razonable como para ir a comer al restaurante del Centro Fox, a pocos kilómetros apenas de la Universidad. Muy agradable el jardín en el que se ubica el comedero, y como era jueves prácticamente al mediodía, éramos los únicos comensales. En broma le comenté al júnior: ahorita que venga Fox, te lo presento.
Y dicho y hecho, a la media hora hizo su aparición el inefable Vicente, extrañadísimo de encontrar a alguien ahí, en jueves y a esa hora. Nos presentamos y le pregunté por la señora Marta y me dijo “no tarda, ¿y ustedes qué hacen por aquí?”. Le expliqué y parece que entendió, y se marchó a un privado con su equipo. Al poco rato hizo su entrada triunfal la señora Marta, saludo de besito, y vuelta a explicar lo mismo. Tiempo después, cuando Fox me vio salir de los “servicios”, me interceptó y me dijo: “oye, ya llegó la señora Marta, ¿ya la saludaste?”. Sí, sí, por supuesto, don Vicente –le respondí en corto.
Mi hijo estaba fascinado, no tanto por este hecho como por comprobar una vez más que los extremos se tocan: por un lado la sabia y docta UNAM y, por el otro, a unas centenas de metros, el Centro Fox, sin más.
Cursé mi carrera en la Facultad de Ciencias, donde nadie, como me imagino que en el resto de la Universidad, se preocupaba por uno. Sin embargo, no regateo reconocimiento a mis maestros, muchos de ellos posgraduados en universidades de prestigio internacional. Recuerdo, en especial, al ya desaparecido doctor por la Universidad de Princeton Guillermo Torres Díaz. Cada una de sus clases de variable compleja (cálculo, pero de números complejos) era un verdadero deleite. Lo que no podía expresar gráficamente en el pizarrón lo hacía por medio de un movimiento suave de sus manos en el vacío, para enseguida preguntar a alguien en la audiencia: ¿no le emociona a usted?
Una vez que demostró un teorema fundamental, que sólo ocurre en variable compleja y no en cálculo diferencial: si una función es diferenciable una vez lo es infinitas veces (algo verdaderamente sorprendente), añadió: “a estas funciones suele llamárseles derivables, diferenciables, analíticas, regulares, enteras u holomorfas, ¿cómo prefieren ustedes que las nombremos?”. A la avalancha de opiniones que, obviamente, elegían uno cualquiera de los cinco primeros nombres, él respondió democráticamente: “muy bien, las llamaremos entonces holomorfas”.
Ante eminencias así era difícil permanecer impasible, y menos aún ser refractario a la calidad de su enseñanza, por más que la absoluta libertad de la Universidad propiciara muchas veces situaciones que desbalagaban a espíritus débiles. Por ello les reitero a los míos hasta el cansancio: la mejor universidad del mundo la hace uno, especialmente con guías como el doctor Torres.
Fue por ello que me dio tantísimo gusto que la UNAM abriera un nuevo campus en la ciudad de León, donde radico, después de treinta años de no hacerlo en “provincia”, y me aboqué a la tarea de convencer a mi hijo para que cursara sus ya próximos estudios profesionales ahí en vez de los carísimos e indeseables tecnológicos que todos conocemos. No tuve que batallar mucho, pues desde niño ha querido ser puma.
Por cierto, la vez que visitamos el campus, entre la plática que tuvimos con el director del plantel y la siguiente entrevista con el director de carrera, medió un tiempo razonable como para ir a comer al restaurante del Centro Fox, a pocos kilómetros apenas de la Universidad. Muy agradable el jardín en el que se ubica el comedero, y como era jueves prácticamente al mediodía, éramos los únicos comensales. En broma le comenté al júnior: ahorita que venga Fox, te lo presento.
Y dicho y hecho, a la media hora hizo su aparición el inefable Vicente, extrañadísimo de encontrar a alguien ahí, en jueves y a esa hora. Nos presentamos y le pregunté por la señora Marta y me dijo “no tarda, ¿y ustedes qué hacen por aquí?”. Le expliqué y parece que entendió, y se marchó a un privado con su equipo. Al poco rato hizo su entrada triunfal la señora Marta, saludo de besito, y vuelta a explicar lo mismo. Tiempo después, cuando Fox me vio salir de los “servicios”, me interceptó y me dijo: “oye, ya llegó la señora Marta, ¿ya la saludaste?”. Sí, sí, por supuesto, don Vicente –le respondí en corto.
Mi hijo estaba fascinado, no tanto por este hecho como por comprobar una vez más que los extremos se tocan: por un lado la sabia y docta UNAM y, por el otro, a unas centenas de metros, el Centro Fox, sin más.
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