miércoles, 20 de diciembre de 2017

¡Qué huevos!

El crudelísimo invierno de 1983-84 fui asignado por IBM de México, donde trabajaba, al centro de soporte que la corporación tenía en Boëblingen, Alemania, cerca de Stuttgart, durante tres meses (diciembre a febrero). Las fiestas navideñas casi coincidían con las de este 2017, ya que iniciaron el viernes 23, después del horario de oficina, y terminaron el lunes 26, pues la empresa en aquel país acostumbraba dar el día siguiente a la Navidad.

Los momios no me favorecían, ya que al no ser yo europeo, como la mayoría de los compañeros que ahí tenía y que podían regresar a sus países de origen cada dos semanas, no debía ausentarme del lugar sino hasta el fin de mi asignación, o bien los fines de semana o días feriados con el compromiso de regresar a la oficina al día hábil siguiente, de tal suerte que aquel viernes 23 en la tarde-noche fue de condolencias para mí por parte de todos mis colegas porque iba a permanecer solo, si así lo decidía, tres largos días en el pueblecito de Schönaich, donde residíamos. Yo no me sentía triste, pues pensaba tomar el coche que nos asignaban para nuestro desplazamiento e ir a Berna, Suiza, muy de mañana el sábado 24, sin embargo, un oriundo se me acercó y me dijo que tuviera valor y que tratara de pasármela lo mejor posible.

Para cuando regresé al acogedor hotel administrado por una simpática familia ese mismo viernes en la noche, ya todos mis compañeros habían literalmente emprendido el vuelo y el administrador me entregó las llaves del acceso principal del recinto diciéndome que también ellos abandonaban el pueblo y que me quedaría solo en el lugar, rogándome que me asegurara, únicamente por precaución, de cerrar bien la puerta. Tragué con dificultad y tomé las llaves deseándoles felices fiestas.

Según lo planeado, emprendí la marcha al día siguiente y me encaminé a mi destino a través de Zúrich y Lucerna, pero para cuando llegué a Berna la noche ya era cerrada, a pesar de ser solamente las 6 y media de la tarde, y con un hambre voraz, pues no me había detenido para nada en el camino, excepto para poner gasolina. Obviamente, la mayoría de los negocios ya había cerrado, no así una pequeña fonda que apenas había iniciado el proceso, pero cuando quise ingresar, me topé con la puerta de cristal en las narices y una empleada enternecida que sólo me miraba cómo rasguñaba yo con una mano el vidrio como un perrillo que pide clemencia. La dama me abrió y me puso en la mano una carta enmicada de la que seleccioné con el dedo lo primero que se me ocurrió.

Unos minutos después me fueron presentados un par de huevos fritos sobre sendas rebanadas de pan bimbo. ¡Qué huevos! Juro por mi madre que ha sido el más suculento manjar que haya probado nunca, de veras.

Terminada mi opípara cena, a buscar hotel. Conseguí uno buscando en el tablero que para tal propósito suelen tener en las estaciones de tren, no lejos de ahí. ¡Y a disfrutar la maravillosa ciudad! Pero cómo, con una noche tan oscura y con un frío que literalmente cortaba el rostro. Apenas recorridas unas cuantas calles, decidí, mejor, regresar al hotel, donde la familia que ahí celebraba la Nochebuena se me quedó mirando de lo más extrañada y hasta temerosa mientras me dirigía a mi habitación ascendiendo las escaleras. Me deseé una Feliz Navidad y me acurruqué en la cama justo a las ¡nueve y media de la noche!

Pero al día siguiente, domingo 25, después del magnífico desayuno que suelen disponer en esos hoteles, a base de quesos, embutidos, pan fresquecito y crujiente, jugos, mermeladas, mantequilla y el mejor expreso del mundo, entré en euforia y, ahora sí, aunque el frío era igualmente intenso que la noche anterior, me puse a recorrer Berna, pero especialmente su calle principal, la del tranvía y el reloj, y el “pozo” de los osos, símbolo de la ciudad, al final de la avenida, esos que uno alimenta con lo que le venden y que con sus manazas piden más señalando hacia sus pechos cuando uno cesa de aventarles. Muy simpáticos, ciertamente.

Y el camino de regreso a “casa”, con una pernocta la noche del 25 en Lucerna, ¡maravillosa!, y la mañana del 26 de nuevo a Boëblingen, vía Zúrich, previo abastecimiento de gasolina en una vereda vecinal, donde la esposa del despachador, una encantadora joven con bebé en brazos, que dice hablar inglés, me sugiere una ruta alternativa y, dice, muy hermosa, ante la mirada recelosa del marido, que no nos despega la vista mientras despacha. Sigo sus consejos. ¡Craso error! Se suelta una nevada como nunca y la hermosa ruta alternativa resulta de lo más peligrosa, y yo con las cadenas de las llantas para manejar en esas condiciones bien guardadas en la cajuela del carro y sin saber cómo colocarlas. Muchos accidentes en el camino, pero afortunadamente ninguno que me involucre, a pesar de haber prescindido todo el trayecto de las mentadas cadenas. Y una nueva noche solo en el hotel todo mío, ya que mis amigos llegarán hasta mañana temprano.

Treinta y cuatro años había vivido hasta aquella época, otros 34 han transcurrido desde entonces e, insisto, ¡qué huevos aquéllos! Es que yo creo que eran de granja y los de hoy son ya muy artificiales… o así los siento.

sábado, 9 de diciembre de 2017

Me declaro Amlo-ísta de clóset (o por qué votaré secretamente por Amlo)

Jamás me atrevería a confesar en público que el próximo domingo 1 de julio de 2018 votaré por Andrés Manuel López Obrador, pues me provocaría una profunda vergüenza, máxime con declaraciones tan imbéciles como la de la amnistía para narcos. Pero como yo, hay millones de mexicanos hartos, y todas las encuestas nos subestiman o de plano nos ignoran, ¡cuidado! Por lo pronto, en la familia ya somos cuatro. Sin embargo, me llevó a tomar esta decisión y convencer a los míos de que se unieran experimentos “exitosos” de tanta resonancia como el Brexit y Trump, aunque basando mi hartazgo en factores por entero diferentes y de mucho arraigo entre nosotros. Me explico.

Cómo no empezar por las casas de Peña y Videgaray, la Blanca y la de Malinalco, adquiridas contra todas la de la ley (moral y ética, al menos) y bendecidas con la exoneración de toda culpa por ese ser que, de no existir, lo hubiera inventado Walt Disney: Virgilio Andrade. Y ni qué decir de la promoción de Tomás Zerón a consejero áulico de la Oficina de la Presidencia después de su exitosa siembra de pruebas en la investigación criminal por la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa.

Por esa misma época estaban en todo su apogeo las inyecciones de capital que la empresa brasileña Odebrecht estaba haciendo a los bolsillos de Emilio Lozoya y que ya desde mucho antes había hecho para la arrolladora campaña presidencial de Peña Nieto. En este sentido, el fiscal electoral Santiago Nieto estaba hace poco muy cerca (o había arribado ya) a conclusiones incontrovertibles de la injerencia de este dinero sucio en la campaña priista de 2012, al igual que el ex procurador Raúl Cervantes, quien se atrevió a afirmar que la investigación del caso Odebrecht estaba prácticamente concluida. Ambos fueron defenestrados, Santiago incluso con saña y amenazas de que se procedería penalmente contra él de no desistirse en su insistencia de ser reinstalado en el puesto, y públicamente reculó. Es increíble que a la fecha no haya nadie tras las rejas por el caso de la compañía brasileña cuando el mundo entero ha dado ejemplo de cómo debe procederse en el caso de estos bribones, en países incluso muy parecidos al nuestro en cuanto a desarrollo económico y social, como el propio Brasil y Perú. Suma y sigue.

¿Y qué me dicen de la “justicia” y gracia para el amigo Ruiz Esparza? Incólume en su puesto a pesar del socavón con dos muertos en el recién inaugurado Paso Exprés de Cuernavaca, con sus presupuestos inflados y a todas luces producto de la corrupción. ¿Y el compadre presidencial Luis Miranda y su hermana y cuñado huachicoleros?

Siguiendo con el tema electoral, las elecciones de Estado en el Edomex y Coahuila fueron un descaro, llegando, en el primer caso, a sobornar incluso a una de las contendientes de la oposición, Josefina Vázquez Mota, con 900 millones de pesos para sus proyectos personales con migrantes y neutralizarla así frente al candidato oficialista. La participación del Gobierno federal en dicha elección con recursos y presencia de funcionarios fue obscena, por decir lo menos. En Coahuila se llegó incluso al extremo de que el fallo del INE para que se repusiera la elección por rebase de topes de campaña fuera anulado por el TEPJF, de filiación priista, fijando a posteriori nuevos límites máximos para decretar el triunfo del candidato tricolor Miguel Riquelme, amén de la serie de cochinadas que se dieron previamente en el cómputo de votos. Pero no se piense bien del INE, ya que este organismo se encuentra igualmente cooptado. De la Fepade, ya ni hablamos, se encuentra descabezada y tal parece que así le conviene a Peña Nieto mantenerla hasta después de las elecciones. Ítem más.

La llamada Estafa Maestra resultó todo un épico poema a la corrupción. ¿Cómo es posible que la secretaría de Hacienda, al mando del incorruptible candidato priista de facto Meade Kuribreña , no se haya dado cuenta de que su millonaria inyección de recursos a la Universidad Autónoma del Estado de México estaba siendo utilizada por empresas fantasma contratadas por ella para simple y sencillamente defraudar de manera descarada a todo México? ¿Y el SAT, dónde estaba?

Por otra parte, Peña Nieto ha llevado irresponsablemente la deuda pública a casi un 50% del PIB, pero cómo no con gastos de publicidad de su Oficina de 37 mil millones de pesos, y todo ello para comprar voluntades, como la del dueño del medio de difusión donde transmitían Leonardo Curzio, María Amparo Casar y Ricardo Raphael, que fueron echados por “atreverse” a cuestionar la demagogia del presidente del PRI, Enrique Ochoa, y su propuesta de desaparecer a los plurinominales y el financiamiento público, medidas, ambas, que terminarían beneficiando exclusivamente a su partido, pues los unos son la única posibilidad de representación de las minorías y el otro lo consigue el PRI con recursos mal habidos fuera del presupuesto.

Finalmente, de la serie de ex gobernadores rateros (Javier Duarte, Roberto Borge, César Duarte, Eugenio Hernández, Guillermo Padrés) sólo uno, Padrés, es de un partido diferente (PAN) al del que malamente nos ha gobernado, pero que, en dos sexenios, demostró ser igual de corrupto. 

Digo, ¡ya basta!

Tanta corrupción (cultura, diría el bruto de Peña) no la habíamos experimentado en más de un siglo. Por México al Frente y los independientes no son suficientes para arrojar a esta basura del Poder. Sólo un ¡ex priista de hueso tricolor!, ex perredista y loco como Amlo puede lograrlo.

Y, por qué no, como en el chiste del condenado a muerte por el rey a menos de que en el término de un año haga hablar a su corcel, en una de ésas hasta el caballo habla (en el caso de Amlo, burro), e incluso de mayor tiempo disponemos para obrar tal prodigio: seis años.

¡Yo votaré por él, en serio, y me daría mucho gusto que ganara!

domingo, 5 de noviembre de 2017

¿Decepción cuántica?

Acabo de leer el libro de Stephen W. Hawking Historia del tiempo / Del big bang a los agujeros negros (editorial Crítica, 2017 / Editorial Planeta, 2013) en su edición de aniversario, a 25 años de su publicación original en inglés, A Brief History of Time From the Big Bang to Black Holes (1988). En el libro, Stephen Hawking se manifiesta optimista de encontrar una teoría unificada para la mecánica clásica o celeste (relatividad general) y la mecánica cuántica o subatómica (de partículas), algo así como una teoría cuántica de la gravedad.

Esto, a pesar del determinismo y principio de causalidad de la física clásica, por un lado, y, por el otro, el principio de incertidumbre de la mecánica cuántica, que llevó a Einstein afirmar que “Dios no juega a los dados”, pues dicho principio de incertidumbre establece que no se puede estar totalmente seguro acerca de la posición y la velocidad de una partícula: cuanto con mayor exactitud se conozca una de ellas, con menor precisión puede conocerse la otra. Einstein hizo tal afirmación no obstante ser él mismo uno de los pioneros de la física cuántica, que lo llevó a obtener el Premio Nobel de Física en 1905 por su explicación del efecto fotoeléctrico al interpretar realistamente la hipótesis cuántica de Planck.

Esta “teoría del todo” (TOE, por sus siglas en inglés) no sólo combinaría los diferentes modelos de la física subatómica, sino que asociaría las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza (la fuerte, la débil, el electromagnetismo y la gravedad) a una fuerza única o fenómeno. A la fecha, esto se lograría ya con las tres primeras fuerzas, en lo que se ha dado en llamar la “teoría de la gran unificación” (TGU), pero no con la gravedad. Desafortunadamente, para probar experimentalmente la TGU se requeriría un colisionador de partículas del tamaño del sistema solar, que pudiera resultar un tanto incosteable y ante el que el actual colisionador orgullo del CERN (Centro Europeo de Investigación Nuclear, por sus siglas en francés) resultaría no un juego de niños, sino el auténtico equivalente a una partícula subatómica. Pero la teoría, la TGU, ahí está, y la posibilidad de poder adicionar a ésta la fuerza de gravedad, también. Con ello, el viejo sueño de Steve Hawking pudiera empezar a hacerse realidad, y con él, la interpretación última del universo y de Dios mismo.

Desgraciadamente a últimas fechas, Hawking se ha manifestado muy escéptico en cuanto a poder arribar a esa TOE (ver su conferencia Gödel and the end of physics, 2015) y culpa de ello al insigne matemático Kurt Gödel y su célebre primer teorema de “incompletez”, que reza que un sistema finito de axiomas no es suficiente para probar todo problema matemático, pues, razona Hawking, quizás no es posible formular la teoría del universo en un número finito de postulados.

Pero concluye, optimista, que “algunos estarán bastante decepcionados de que no exista una teoría última que pueda ser formulada con un número finito de principios. Yo solía pertenecer a ese grupo, pero he cambiado de forma de pensar. Ahora estoy feliz de que nuestra búsqueda del saber nunca termine y que siempre tendremos el reto de un nuevo descubrimiento. Sin ello, nos estancaríamos. El teorema de Gödel nos garantiza que siempre habrá trabajo para los matemáticos. Creo que la teoría M (supergravedad y teoría de cuerdas) hará lo mismo por los físicos. Estoy seguro que Dirac estaría de acuerdo.”

Definitivamente me hubiera fascinado ser un físico teórico-experimental, pero ya ven, parafraseando a Borges con los versos finales de su célebre soneto El remordimiento,

No me abandona. Siempre está a mi lado
la sombra de haber sido un desdichado.

sábado, 28 de octubre de 2017

Paliativo contra el hartazgo

El único paliativo contra el hartazgo de la existencia que yo conozco es la lectura. No siempre fue así. Recuerdo que en mis años mozos, preparatorianos, cursaba yo la materia de literatura universal en la Universidad la Salle del Distrito Federal, hace exactamente medio siglo. Como todo en aquella época, tomaba esto como una más de mis ineludibles obligaciones que había que cumplir a la perfección. Así, memorizaba la lección al pie de la letra sobre lo que el maestro nos había dejado leer de la antología que nos servía de apoyo como libro de texto para el referido curso. Y cuando digo memorizaba, me refiero a ello literalmente, como si fuera yo una moderna computadora: tanto el material crítico del antólogo sobre las creaciones de los más grandes autores de la historia hasta nuestros días, como los extractos de sus obras incluidos en el libro, de tal suerte que cuando el profesor me solicitaba que expusiera el tema, ahí estaba yo recitando como tarabilla todo lo que había grabado en mi mente. Era impresionante, pues parecía como si estuviera yo leyendo directamente del texto, a tal grado que no faltaba el compañero ladilloso dos pupitres atrás del mío que, al alimón conmigo, recitaba: “coma, punto y seguido, dos puntos, punto y coma, punto y aparte…”, provocando las risotadas de toda la clase y el consecuente enojo del maestro.

Muchos años después, cuando ya había arraigado en mí el vicio por la lectura, recordaba con nostalgia aquella antología, lamentando haberme deshecho de ella no sé cómo. La necesitaba entonces para que me sirviera de guía y consejera para el angustiante y aterrador momento de decidir el siguiente libro a leer. Fue así como un día me aventuré a recorrer las librerías de viejo del centro histórico de la Ciudad de México para tratar de encontrar, si no mi antología, algo que hiciera las veces de aquel magnífico libro. Fracasé. Cansado, terminé en la matriz de la librería Porrúa implorando por una buena antología de literatura universal. El dependiente únicamente acertó a poner en mis manos la Historia social de la literatura y del arte, de Arnold Hauser, en tres tomos (el título en inglés resulta más propio: The social history of art, pues ciertamente el autor habla del arte en general, desde el Paleolítico hasta el cine del siglo XX, pasando por el Neolítico, Egipto, Mesopotamia, Creta, la Antigüedad Clásica greco-romana, la Edad Media, El Renacimiento, el Manierismo, el Barroco, el Rococó, el Clasicismo, el Romanticismo, el Naturalismo y el Impresionismo). No lo dudé mucho y la compré. Y como ya he hecho en algunas otras ocasiones, la dejé añejar algunos años y la vine a consumir aquí en León en 2009. Qué lectura tan espléndida.

Hace poco, de nuevo, ante “el aterrador momento del siguiente libro a leer”, desempolvé estos libros para matar dos (o más) pájaros de un tiro: tener algo que leer y obtener sugerencias para siguientes lecturas. La relectura fue tan espléndida como la primera vez.

Algo que resultó literalmente música para mis oídos es la forma en que Arnold Hauser concluye su estudio sobre el Romanticismo al final del volumen dos de su obra: “Para el clasicismo la poesía era el arte principal; el Romanticismo temprano estaba en parte basado en la pintura; el Romanticismo posterior, sin embargo, depende enteramente de la música. Para Gautier la pintura era todavía el arte perfecto; para Delacroix es ya la música la fuente de las más profundas vivencias artísticas. Esta evolución alcanza su punto culminante en la filosofía de Schopenhauer y en el mensaje de Wagner. El Romanticismo alcanza en la música sus triunfos más grandes. La gloria de Weber, Meyerbeer, Chopin, Liszt, y Wagner llena toda Europa y supera el éxito de los poetas más populares… La confesión de Thomas Mann de que el significado del arte le llegó por vez primera con la música de Wagner es altamente sintomática”. (El subrayado es mío.)

Quizás lo anterior me obligue nuevamente a leer a mis admiradísimos Schopenhauer y Mann. Por lo pronto, llamó mi atención lo que al autor señala en otra parte de su estudio referente a que el público en tiempos del romántico Walter Scott buscaba no ya tan sólo entretenimiento, sino aprender. Ello me llevó a interesarme por tal vez la obra cumbre de este autor: Ivanhoe, y me aboqué a conseguir el libro electrónicamente a través de mi tableta: conseguí una impecable edición de Penguin Random House ¡por tan sólo 29 pesos!, misma que devoré en dos semanas. Esta novela histórica de la época de Ricardo Corazón de León versa sobre un drama caballeresco medieval inglés del siglo XII, en el que, por supuesto, el amor juga un papel preponderante, pero no un amor carnal, sino otro más bien platónico, entre la judía Rebecca e Ivanhoe, que termina casándose con su amor de toda la vida: Rowena, de creencias idénticas a las suyas. La novela no se apega estrictamente a los acontecimientos históricos, pero contiene simbologías entre aquella época y la que al autor le tocó vivir, así como una serie de valores de consumo universal. De aquí el regusto por el libro. La edición incluye, además, un magnífico estudio de Graham Tulloch sobre la obra.


Actualmente sufro con Historia del tiempo / Del big bang a los agujeros negros, del insigne Stephen W. Hawking, porque hay que leer de todos los géneros (novela, cuento, ensayo, poesía) y sobre todos los temas (filosofía, ciencia, historia, sociología, economía, finanzas), “no para saber más, sino para ignorar menos”, como dijera la célebre Sor Juana Inés de la Cruz.

lunes, 9 de octubre de 2017

Muerte buena

Tengo un amigo, médico, defensor a ultranza de la eutanasia para enfermos terminales y practicante él mismo de este bálsamo en personas que en tales circunstancias acuden en su auxilio. Fue así como ayudó a bien morir al más reputado periodista y politólogo del país, aquejado por un cáncer terminal muy penoso y agresivo, y quien, en su última columna, publicada de manera póstuma, hasta oportunidad tuvo de despedirse de todos sus lectores. Hace unas semanas, el galeno escribió un artículo provocador en el periódico donde colabora todos los domingos y va un paso más allá: se pregunta si es lícito ayudar a morir por enfermedades no terminales, y mencionaba el dramático caso del holandés Mark Langedijk, de 41 años, divorciado, con dos hijos, 21 intentos fallidos por redimirse del alcohol, depresión profunda y quien luchó y obtuvo de parte de las autoridades sanitarias de su país el permiso para poner fin a su vida mediante la administración profesional de una inyección letal, cosa que ocurrió en julio de 2016, rodeado por sus padres, hermanos y su mejor amigo, un párroco, después de una reunión de despedida donde se comió y se bebió. Mis respetos y admiración para todos ellos.

En un caso mucho más cercano, una ex compañera de trabajo, muy querida, padece esclerosis múltiple. En una ocasión, hace pocos años, me llamó por teléfono aquí a León y desesperada me pidió que con toda honestidad le dijera qué haría yo en su lugar. Honestamente le respondí que, en su caso, ya no querría más seguir adelante. Me preguntó que si le podía sugerir algo, y saqué a colación a mi amigo. Me pidió de favor que lo contactara e hiciera una cita para ella. Platiqué con el doctor y el encuentro quedó pactado. Ambos sabían bien a lo que iban, no era necesario decir más nada.

Después del encuentro, mi admirado amigo me llamó por teléfono:

- Oye, Raúl, tu amiga no desea morir.

- Será que ya la quiero yo matar- afirmé inquisitivamente.

-No –repuso-, pero estos no son casos de ‘enchílame otra’ y a lo que sigue. Una de las particularidades de un buen médico es el establecimiento de empatía con sus pacientes y poder derivar de aquí los impulsos sicológicos que realmente los mueven. Y lo que menos quiere tu amiga es morir.

Poco después llamó mi amiga para agradecerme lo que por ella había hecho, hablando maravillas del médico, su consulta, y de que ni siquiera había querido cobrarle, muy a pesar de despachar éste en el hospital ABC del, todavía, Distrito Federal.

Por último, en una situación infinitamente más personal, mi padre, de quien tanto hablo en mis escritos, quedó baldado de por vida por un maldito que lo intervino quirúrgicamente de una compresión cervical en febrero de 1999, que le ocasionó una parálisis del cuello para abajo que lo mantuvo prácticamente nueve años en cama sin poder valerse por sí mismo ni para sus necesidades más elementales. Las depresiones que en ocasiones le venían eran de pronóstico reservado, y a veces me pedía, cuando éstas pasaban, que lo ayudara a poner fin a “todo esto”. Mismas veces en que yo le llegaba a comentar que lo podría hacer si él realmente estaba convencido, pero en seguida desviaba la conversación y se ponía a hablar de cualquier otra cosa, de futbol, por ejemplo, y del equipo de sus amores, ¡el Cruz Azul! De broma lo puyaba diciéndole que si lo único que esperaba para morir era que éste fuera campeón, bien se veía que él, mi padre, quería ser inmortal. Sin embargo, un buen día, en octubre de 2007, se puso mal, muy mal, y lo llevaron de emergencia al nosocomio, de donde, al darse cuenta de su situación, exigió que lo devolvieran inmediatamente a su casa y, una vez en ella, se dejó morir en pocas horas, después de varios años finales de su vida muy miserables.

Eutanasia. Buena muerte o, mejor aún, muerte buena, que yo recomendaría hasta para quienes simplemente estamos hartos de la existencia.

miércoles, 4 de octubre de 2017

Deprimente vivencia democrática

Ninguna experiencia tan democrática (nos aterroriza a todos por igual) como un sismo. En 1957 era yo un chiquillo de siete años de edad. Tenía una hermana menor, de cinco, y un hermano mayor, de nueve, y vivíamos todos,  junto con nuestros padres, en pleno Distrito Federal. La madrugada del domingo 28 de julio de ese año, mi padre entró en pánico y, arrodillado en el piso, no dejaba de dar tumbos de un lado a otro implorando a María Santísima y a Dios Nuestro Señor que cesara el fuerte movimiento de tierra que en aquellos momentos se estaba dejando sentir en toda su intensidad. Intentaba, además, ponernos a salvo despertándonos para emprender la huída desde el segundo piso de nuestra vivienda hacia la calle, pero mi madre se lo impidió diciéndole que nos dejara dormir, que sólo nos asustaría. Ninguno de nosotros tres nos enteramos de nada sino hasta que amaneció, cuando mi madre hizo amorosa burla de las solicitudes celestiales de mi padre apenas hacía unas horas.

Durante la semana, fuimos a conocer los estragos que el terremoto había ocasionado en la gran ciudad. Lo que más llamó mi atención fue un enorme edificio en construcción, apenas en sus sólidas estructuras de hierro, pero ahora dobladas y retorcidas como charamuscas. ¿Qué fuerza tan extraordinaria pudo obrar tal prodigio?, me inquiría yo a esa tierna edad y con los ojos despavoridos. Luego fuimos a ver cómo el Ángel de la Independencia había emprendido su vuelo y cómo la Torre Latinoamericana había permanecido incólume, aun más impasible que los tres hermanitos el domingo anterior en la madrugada.

El jueves 19 de septiembre de 1985 fue harto distinto. Yo era ya un lagartón de 35 años de edad que regresaba de correr a su casa escuchando en el radio del coche el popularísimo programa Batas, pijamas y pantuflas, con Sergio Rod y Gustavo Armando Calderón, quienes, ignorantes de que en pocos minutos dejarían de existir, chacoteaban de lo lindo como todos los días. Al llegar a la casa, bajé del coche y, cuando subía las escaleras rumbo al baño en el segundo piso, empezó un zangoloteo como jamás había sentido yo en toda mi vida. Al carecer de las herramientas de mi padre, no me quedó más remedio que guarecerme en el umbral de la puerta de mi estudio mirando hacia un rincón del techo, que se movía de manera impresionante y crujía cual si estuviera hecho de madera, pero era de concreto macizo y sólido ladrillo, esperando que se derrumbara en cualquier momento. Al poco rato todo cesó y pareció que no había sido más que otro movimiento telúrico a los que tan acostumbrados estábamos los chilangos.

Qué va. Mi esposa, a quien todavía no conocía en aquel entonces y de apenas 20 primaveras, vivía en el edifico Ignacio Ramírez en pleno Tlatelolco, y de inmediato se dirigió a la ventana, pues siempre tuvo curiosidad por ver cómo se movía la Torre Latinoamericana, bajo los efectos de un fenómeno geológico de tal magnitud, sobre sus pilotes hidráulicos, pero no se lo permitió el estruendo del edifico Nuevo León al derrumbarse dentro de la misma unidad habitacional. Junto con sus padres y su hermana, volaron por las escaleras para salvar los varios pisos que los separaban de la calle. Su edificio quedó inservible y les impidieron vivir más en él, a partir de la noche de ese fatídico día. Varias semanas después les permitieron ir a rescatar lo que de más valor pudieran tener en su departamento, pero dispondrían tan sólo de unas horas. La indemnización que les dieron les alcanzó apenas para adquirir un modesto piso en el sur de la ciudad, después de un largo tiempo de vivir en la casa de la madrina de Elena, mi mujer.

Ese mismo 19 de septiembre, al momento preciso del terremoto, un amigo mío corría cerca de su casa por los rumbos de la Prado Churubusco. Mientras lo hacía, entró en terror, pues al sentirse mareado y dar tumbos de un lado a otro, pensó lo peor tratándose de un deportista ocasional: un ataque al corazón. Lívido, con las manos sobre el pecho, se derrumbó boca arriba en el pasto del camellón por el que trotaba, y cuál no va siendo su enorme dicha al ver que los cables y postes de luz se movían como si estuvieran sobre la cubierta de una embarcación a la deriva en un mar tempestuoso. Se incorporó y se puso a correr lo mejor que pudo para ir en auxilio de los suyos a la casa donde vivía.

¡Bonito León, Guanajuato, donde la vida no vale… poco!

lunes, 24 de julio de 2017

De la ligereza

Siempre se me ha hecho más difícil abordar un libro de las llamadas ciencias “blandas”, como la sociología, que de  las denominadas “duras” (física, matemáticas) y las “semiduras”, como la economía. No ha mucho abordé uno de dichos textos blandos: La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas S. Kuhn, que tal vez por el tema y por ser su autor un sociólogo doctorado en física no resultó tan “blando” y me pareció fascinante.

No estaba ocurriendo así con De la ligereza, del sociólogo y filósofo francés Gilles Lipovetsky. Un buen amigo mío confiesa que él lee poco, y si lo que lee no le gusta, no le da más de uno o dos capítulos antes de claudicar. También afirma que no hay libro de administración de negocios (él es el director del Campus Tecnológico de la filial en Guadalajara de una de las corporaciones más grandes e importantes del mundo) que no le haya dado a uno más del 90% de su contenido neto al llegar al capítulo tres, que el resto sólo sirve para dar volumen y justificar el precio. Germán Dehesa le da la razón a mi amigo, pues afirmaba que si un libro no le gustaba habiendo leído veinte páginas, lo dejaba a un lado.

Algo extrañamente similar me estaba ocurriendo con Lipovetsky, ya que durante esas fatídicas primeras veinte páginas no abandonaba la idea circular de que lo ligero había llegado para quedarse entre nosotros, y no mucho más. Para bien o para mal, mi obcecación y terquedad me llevan más bien a buscar en todo libro esas veinte páginas que lo rediman, y afortunadamente en este caso no hubo que esperar mucho.

Dice el autor que su texto aborda la ligereza “que se materializa en observables figuras concretas, en la historia de las sociedades y sobre todo en el mundo actual” y que en las páginas de su libro “no se encontrará ni una apología ni una condena moral o política de la ligereza”. Sin embargo, no deja de preguntarse “¿Cómo glorificar la ligereza consumista cuando ha hecho mermar el valor y la deseabilidad de la alta cultura, cuando genera la obsesión por el consumo y contribuye a degradar la ecosfera?”.

En este tenor, son impresionantes las cifras que aporta Lipovetsky: “En 2012 se produjeron en el mundo 288 millones de toneladas de materias plásticas, la mayor parte de las cuales acabará antes o después en el ambiente, sobre todo en los océanos”. Además: “Las bolsas de plástico, esas maravillas de la ligereza tecnológica capaces de sostener una carga dos mil veces superior a su peso, plantean cada vez más problemas ecológicos: a principios del siglo XXI se fabricó un billón de unidades que necesitarán cuatro siglos para empezar a degradarse”, pero en el ínter, “el plástico superligero pone en peligro el ganado, las especies marinas y el litoral”.

En el mismo sentido: “La civilización de lo ligero tiene una necesidad creciente de energía y materiales sólidos… Para obtener 30 gramos de platino hay que tratar 10 toneladas de mineral; una tonelada de cobre exige entre 100 y 350 toneladas de roca… En la vida, lo ligero se experimenta como lo contrario de lo pesado; pero en la esfera de producción de cosas no puede prescindir de lo pesado.”

En cuanto a las energías: “las centrales térmicas de carbón producen más del 40% de la electricidad mundial… las energías eólicas aportan el 1.5%… y la solar veinte veces menos. En estas condiciones sólo el gas y el carbón podrían reemplazar a la energía nuclear, pero al precio de aumentar las emisiones de CO2”. Es decir, “la energía nuclear aparece como la industria que permitirá salir de una transformación climática catastrófica en la segunda mitad de este siglo”, pero mientras tanto, para gloria de Trump, continuará la primacía del carbón durante los próximos 30 años.

Por otro lado, Monsieur Lipovetsky se lamenta amargamente de que la llegada de Internet y Google ha degradado lastimosamente el rigor y la calidad del quehacer académico y de investigación, y casi afirma que estas dos actividades tendrían que ser el producto de la sangre, el sudor y las lágrimas que Churchill derramara en otra época y por otras razones, y para ello “vuelve” a otorgar al maestro el papel seminal que debe jugar en la consecución de tan noble fin.

Y así por el estilo, Gilles Lipovetsky aborda el tema de la ligereza/pesantez en múltiples otras áreas, tan diversas como la vida, el cuerpo, la moda, el arte, el diseño y la arquitectura, y a tal nivel de erudición en estos últimos campos en cuanto a estilos, autores y obras que no puede uno menos que dudar que el señor lo haya visto todo y tenga conocimiento tan amplio de todo. De verdad, es impresionante. Yo intenté seguirle el paso en cuanto a las obras de arte y arquitectónicas que citaba, así como en cuanto ¡a la moda!, consultando las imágenes respectivas en Internet, y desistí, pues resultó una labor ingente e imposible de cumplir. Imagínense ahora haberlo vivido y experimentado todo personalmente. Muy seguramente dispondrá de un equipo de trabajo muy amplio, eficiente y capaz.

Como quiera que sea, este libro resultó a final de cuentas fascinante también, sobre todo cuando el autor, como buen filósofo, incluye casi al terminar un pensamiento de Nietzsche que me parece impecable: “Lo que hace falta: es preciso ser un hombre ligero o un hombre aligerado por el arte y el saber.”

lunes, 3 de julio de 2017

Tristram Shandy

En un escrito anterior prometí comentar acerca del libro que entonces estaba leyendo, La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy o, simplemente, Tristram Shandy, del irlandés Laurence Sterne. A decir verdad, el libro me pareció una bobera, a pesar de “la vida y las opiniones del caballero” Javier Marías, el célebre escritor ibérico y traductor al español de la obra, que, como en aquel entonces, aquí reproduzco: “Tristram Shandy es mi libro favorito: es, a un mismo tiempo, la novela clásica más cercana al Quijote y a la del siglo en que escribo; tanto su recuerdo como su frecuentación esporádica me producen un indefectible placer; puede abrirse por cualquier página, con asombro y sonrisa siempre. No creo haber aprendido más sobre el arte de la novela que durante su traducción. Sin duda, mi mejor obra.” ¡Qué despropósito!

Más que de la vida, versa únicamente sobre las “opiniones” de Tristram Shandy, narrador en primera persona de la novela, que sólo en el volumen VII del libro, donde la voz de Tristram se confunde con la del propio autor al tratarse de una reseña autobiográfica de éste, hace honor al largo título de la obra. El resto no es más que una anodina e inane descripción de la vida igualmente simple de otros (Mr. Shandy, el tío Toby y su fiel escudero Trim, Mr. Yorick, criados, sirvientes y parejas de los protagonistas), con múltiples digresiones de las que el mismo autor, en boca del narrador, hace mofa y que lo llevan a uno a creer que se pierde el hilo de la narración, que es lo que Sterne persigue con toda intención.

Tristram narra esa vida de los otros desde antes incluso de que él viniera al mundo, el chusco modo en que fue concebido, el accidente que ocurrió con su nariz al nacer, la no menos equívoca manera en que fue bautizado con el nombre de Tristram, cuando su padre quería que fuera Trismegisto y consideraba que estos tres accidentes del destino (concepción, forma de la nariz y nombre) marcan indefectiblemente la vida de cualquiera. Pero, además de esto, son poquísimos los episodios en que estemos siendo testigos en realidad de la vida y las opiniones de Tristram Shandy, salvo el referido volumen autobiográfico de Sterne, que curiosamente lo produjo para esta novela por entregas (enero de 1760 a enero de 1767) en un momento en que el tema parecía totalmente agotado.

Fuera de tres o cuatro pasajes del libro que verdaderamente me envolvieron, la mayor parte de él me pareció falto del encanto en que Marías seguramente querría que cayéramos. La lectura, además, se hace pesadísima con las mil 107 notas  que se incluyen al final del libro, muy a pesar de la advertencia de don Javier de acudir a ellas sólo cuando no se entienda algo y dejar el resto a los eruditos para no perder el ritmo de la novela, ¿pero quién le garantiza al lector que no está omitiendo algo de “vital” importancia, sobre todo cuando se es tan obsesivo como el que esto escribe? Y sí, muchísimas de las notas de Marías son de una supina petulancia y extremadamente prolijas. Además, en ellas insiste de continuo en alertarnos sobre las connotaciones sexuales de la obra, como una fijación, vamos. Y es que el autor tuvo en su época, ¡hace exactamente un cuarto de milenio!, fama de lascivo, aunque, comparado con lo que se escribe en la actualidad, su literatura estaría hoy en día primordialmente dirigida a un público infantil. Por otro lado, no hay peor cuento verde, como le llaman los paisanos del traductor, que el que se tiene que explicar, pues termina por perder toda su gracia y hasta por volverse odioso, algo que en el caso de Marías se cumple a cabalidad con la mejor de las intenciones.

Lo que me parece también un despropósito es tratar de establecer un paralelismo entre Sterne y Cervantes y, peor aún, entre el Tristram y el Quijote. No se puede atribuir más que a mi incultura e ignorancia el que yo no haya oído hablar de Sterne sino hasta el seminario de Alejandro Toledo sobre Del Paso en la librería Efraín Huerta del Fondo de Cultura Económica en 2016, en cambio a Cervantes y el Quijote llevo yo oyéndolos mentar no menos de 60 años, no importa que no haya emprendido su cabal lectura sino hasta 2005 con motivo del cuarto centenario de la aparición de la primera parte de la obra, aunque ya con anterioridad me obligaran a leer y comentar pasajes selectos de la novela durante mis años mozos de secundaria, hace más de 50. Por la misma época, sin embargo, tuve oportunidad de leer algunas de las Novelas Ejemplares del mismo autor, que me embelesaron.

Con Sterne, no obstante, la frustración de buscar sin encontrar su novela, como ya relaté en el mismo escrito a que hago referencia al principio, me llevaron a “conformarme” con la lectura de la que sí encontré: su “obra maestra”, como la llama Marías, Viaje sentimental por Francia e Italia, y de la que no recuerdo absolutamente nada, excepto el desencanto que me produjo. Esta obrita (por sus dimensiones) es “una originalísima sátira de los libros de viajes que no fue bien entendida por el público”, de nuevo según Marías.

Se puede establecer un paralelismo entre la traducción del Tristram y la edición conmemorativa del Quijote, de la Asociación de Academias de la Lengua Española y Alfaguara, que yo leí: la ingente cantidad de notas explicativas, al final del libro en aquél y a pie de página en éste, con una notable diferencia: mientras que las mil 107 de Marías se tornan insoportables en un momento dado, los millares del Quijote resultan frescas, pertinentes y ágiles.

Tristram ha sido controversial desde el momento de su aparición hasta la fecha, y Javier Marías y un servidor somos un vivo ejemplo de ello, pero ha habido otros a lo largo de la historia que dan testimonio de lo mismo. Como se vio, Marías decidió hacer de esta obra de Sterne un proyecto de vida, el vastísimo trabajo documental al final del libro y la traducción misma de esta novela de alrededor de 600 páginas así lo atestiguan. Todo esto más digno de un trabajo doctoral universitario que de otra cosa.

Me desconcierta lo que dice Andrew Wright en la introducción al libro de Sterne: “no es exagerado decir que, de todos los novelistas ingleses de primera fila del siglo XVIII, ha sido Sterne el que ha ejercido un influjo más penetrante en la literatura del siglo XX: James Joyce, Virginia Woolf, Samuel Beckett y Michel Butor son tan sólo los ejemplos más ilustres de esta influencia.” No soy especialista, pero me niego a notar atisbos de dicha influencia en Los dublineses, Retrato del artista adolescente y hasta en Ulises, de Joyce, por no hablar de La señora Dalloway y Al faro, de Woolf, no así en Esperando a Godot, de Beckett, cuyo absurdo se podría avenir un poco más con el estilo de Sterne en Tristram, algo de lo que tal vez ni el propio Beckett era consciente.

En fin, yo más bien me pondría del lado de sus detractores, los novelistas Samuel Richardson, Oliver Goldsmith, Tobias Smollett y Horace Walpole, y el Dr. Samuel Johnson, el mejor crítico literario en idioma inglés. Curiosamente, entre sus defensores se encuentra el biógrafo de este último, James Boswell.

Finalmente, me sorprende que Javier Marías no tenga como su libro favorito al Quijote de su paisano Cervantes en vez del Tristram de Sterne y sobre quien se supondría que aquél ejerció una influencia definitiva. Para mí, además de la diferencia abismal que considero existe entre ambas novelas, sí tengo al Quijote como uno de mis libros favoritos, no sé si como el que más, pero peleando férreamente el puesto. No quisiera decir que contra Los Buddenbrook, de Thomas Mann, pero ya lo dije, aunque la opinión resulte sumamente injusta para con tantos otros libros que se han leído y que, como Vargas Llosa atinadamente señala, nos han permitido vivir realidades tan ajenas a las de nuestro pobre y diario existir.

lunes, 29 de mayo de 2017

La Princesa Caramelo

Como ya he dicho en ocasiones anteriores, mi padre vivió su infancia como “mojado” en California en el primer tercio del siglo pasado, donde aprendió a hablar el inglés sin acento, lo que le fue de enorme utilidad a su regreso a México para ejercer de guía de turistas en su primera juventud y hasta bien entrada su madurez, hacia los 46 años de su vida adulta, cuando se unió a la embajada americana en nuestro país. Como también he señalado, la compañía privada de turismo para la que trabajaba conduciendo su propio auto, frecuentemente recibía solicitudes para prestar sus servicios a personalidades del mundo de la diplomacia tanto nacional como internacional.

Fue así como en una ocasión fue asignado para el traslado de una Princesa de la monarquía británica de Cuernavaca, Morelos, a la Ciudad de México. Viajaba ésta acompañada por una asistente y mi padre tenía que recogerlas en una mansión privada de la capital del estado y dejarlas en un hotel de lujo del entonces Distrito Federal. La princesa y su acompañante se imaginaron que les habían contratado un taxi de lujo y en consecuencia abordaron el suntuoso Buick negro último modelo sin apenas prestarle atención a mi progenitor, y la misma actitud tomaron durante todo el viaje. Y ahí empezó el problema, pues la desbozalada Princesa comenzó a dar puntual cuenta a su empleada de confianza de todo lo vivido desde la noche anterior y hasta poco antes de subir a este ancestro de Uber.

La Princesa inició dando cuenta a su asistente-amiga de la fenomenal borrachera que había agarrado la noche anterior, pero sobre todo, del bellísimo ejemplar de macho mexicano que conoció durante la velada y lo mucho que éste la hizo gozar con posterioridad ya en un ambiente más íntimo, fuera del alcance de toda esa “gente estúpida” con que trató durante la velada. “Te lo juro –concluía la Princesa esta parte de su relato-, durante todos estos años con el Príncipe, nunca me ha hecho sentir como este ejemplar ¡en una sola noche!”.

“Los problemas empezaron esta madrugada –continuó la Princesa-, una vez que ‘mi’ hombre me hubo abandonado y yo comencé a sentir los malestares producto de eso que esta gente incivilizada llama comida típica y que no es más que porquería que te descompone el estómago más que el alcohol, por lo que no me quedó más remedio que vomitar todo lo que había tragado. Para empeorarla, producto de esa misma basura que comí, ya son varias las veces que he tenido que aliviarme en el retrete. A ver si la píldora que me acabo de echar antes de salir sirve de algo, si no, ya me estarás cambiando de pañal, querida amiga”.

Ante los gestos de complicidad de la amiga, la princesita concluyó: “Pero más vale tener cuidado, no vaya a ser que las piedras oigan”. Las estentóreas risotadas de las amigas hicieron que mi padre dibujara apenas un remedo de sonrisa de compromiso en sus labios, tan natural, que la Princesa se le quedó viendo como quien piensa “este idiota no entiende ni jota de lo que oye y no tiene más remedio que esbozar una estúpida mueca de diplomacia, es su trabajo”. Pero las damas no se recataron, ¡qué va!, siguieron hablando durante todo el trayecto con un lenguaje más propio de un pub de los arrabales de Londres que de la realeza británica.

Una vez que el traslado hubo concluido, mi padre se apeó del auto y entró al magnificente hotel. Cuando estuvo de regreso, se dispuso a abrirles la puerta del coche a la Princesa y su acompañante, pero aquélla se encontraba todavía tan embebida en la plática que, una vez que hubo salido del vehículo, intentó distraídamente dirigirse en automático a mi progenitor, para de inmediato disculparse: “Oh, no, no, I’m sorry, forget it”, a lo que mi padre respondió a su vez, simulando el acento británico que tan bien le sentaba:

No problem, Your Majesty. I already asked the bellboy to please take your luggage to your rooms. He is now waiting in the lobby to show you the way. Your Royal Highness –continuó él imperturbable-, it’s been a real pleasure to have served you during this short trip and I would certainly have liked it to be a little longer to plainly enjoy your company.Y, tras una leve y discreta reverencia, se las quedó mirando a las dos.

La dulce princesita no acertaba a adivinar lo que estaba ocurriendo, se asemejaba a uno de aquellos enormes caramelos de las barberías de antaño que pasaban alternativamente de un color rojo grana, al blanco cadavérico y a un azul intenso producto de un sofocamiento, y vuelta a empezar. Y frente a ellas, mi padre, la piedra, sobre quien Dios edificó mi familia, y que no sólo oía, sino que escuchaba, veía y, sobre todo, hablaba fluidamente su idioma. La Princesa Caramelo, después de buscar desesperadamente en su delicado bolso, puso un billete de cien libras en manos de mi padre, dio media vuelta y huyó despavorida, olvidándose hasta de su amiga, quien, corriendo, salió tras de ella.

Don Nicolás, mi padre, subió de nuevo a su auto y no pudo evitar dibujar en el vacío una señal que décadas más tarde inmortalizaría un diputado y el vulgo bautizaría como la roqueseñal, en “honor” de aquel deleznable político (¿hay de otros?) todavía en funciones a la fecha. Señal más conocida hoy en día por el anglicismo yes!, y por lo tanto más apropiada en el caso del querido don Nico, que San Roque, ¡patrono de los peregrinos!, proteja en el más allá.

Mi padre nunca supo si las cien libras que le dio la Princesa Caramelo fueron en agradecimiento por sus buenos afanes o para comprar su silencio. Él supuso que lo primero, y quedó entonces en absoluta libertad de conciencia de relatarme lo sucedido con todo lujo de detalles muchísimos años después.

La verdadera identidad de la Princesa Caramelo la guardo para mí al todavía formar parte ésta de la vetusta y nonagenaria corte inglesa.

miércoles, 19 de abril de 2017

De Cervantes a Fuentes, pasando por Sterne y Joyce: Terra Nostra

“… tierra de las vísperas, Hispania, Terra Nostra.”
Carlos Fuentes, Terra Nostra

Durante el seminario sobre Fernando del Paso al que asistí en julio de 2016 en la librería del Fondo de Cultura Económica Efraín Huerta, conducido por el escritor y crítico literario Alejandro Toledo, éste establecía una línea directa de Cervantes y su Quijote hacia Del Paso y su José Trigo, pasando por Laurence Sterne con su Tristram Shandy y James Joyce y su celebérrimo Ulises, en ese orden cronológico. En el ínter mencionó también a Robert Burton y Antología de la melancolía y al equivalente hispano de Sterne, Julián Ríos, y, como no queriendo la cosa, a la víctima favorita del ninguneo por ciertos arrogantes círculos de la intelectualidad mexicana, Carlos Fuentes, como la revista cultural Letras Libres y el propio Toledo, quien en aquella ocasión me dijera que Terra Nostra era algo de lo que todavía se podía rescatar del desaparecido autor mexicano. En cualquier caso, todos los mencionados como forjadores de la novela moderna.

Como ya en un anterior artículo mencioné la dificultad que para mí representó el hincarle el diente a José Trigo, al grado de abandonar su lectura, y con la que igualmente me topé al completar Palinuro de México, también de Del Paso, que no me pareció divertida, como en realidad debieran de serlo, digo yo, todas las obras de ficción, opté por el libro de Fuentes, salomónico intermedio cronológico (1975) entre José Trigo (1966) y Palinuro (1977). Como no quiero pecar de soberbia como los antedichos, he de reconocer que Noticias del Imperio, de Del Paso (1987), me fascinó.

Busqué también Tristram Shandy, habida cuenta de las similitudes de esta obra con el Quijote, de Cervantes, en cuanto al tono festivo, anti solemne e igualmente profundo que comparten, a pesar de o precisamente por haberla escrito Sterne aproximadamente siglo y medio después (1760) de que el Manco de Lepanto lo hiciera con la suya, y “a quien Sterne hace referencia repetida y admirativamente en Tristram Shandy.” (Andrew Wright). Me empeñé en conseguirla en papel y lo logré cuando ya iba de salida de El péndulo de la Zona Rosa de la Ciudad de México, después de un primer intento fallido de búsqueda en sus anaqueles. Feliz, la empleada que me alcanzó, ignoro si por su hallazgo o por el precio, me dijo “son 650 pesos”. Demudado regresé al mostrador y desembolsé, pues no soy muy afecto a los libros electrónicos a pesar de la abismal diferencia en precios, y es que un libro impreso es un ser amoroso. Es el que leo ahora y ya lo estaré comentando en alguna ocasión futura, lo prometo. No resulta ocioso mencionar que esta obra sirvió de inspiración a Fuentes para su Cristóbal Nonato y que el traductor de la edición que leo, Javier Marías, afirma que “Tristram Shandy es mi libro favorito: es, a un mismo tiempo, la novela clásica más cercana al Quijote y a la del siglo en que escribo; tanto su recuerdo como su frecuentación esporádica me producen un indefectible placer; puede abrirse por cualquier página, con asombro y sonrisa siempre. No creo haber aprendido más sobre el arte de la novela que durante su traducción. Sin duda, mi mejor obra.”

Por lo que se refiere al libro objeto de este escrito, Terra Nostra, sus casi ochocientas páginas en dos tomos resultaron mucho más digeribles que las primeras dos obras de Del Paso que mencioné previamente, y si bien Fuentes es ininteligible, críptico e insondable en muchas secciones y pasajes de su escrito, para nada es el libro “inabordable” que muchos críticos señalan. Por otro lado, recurre también a los monólogos, siendo quizás estas dos características las que lo equiparan, toda proporción guardada, con James Joyce. Además, incluye bellas historias paralelas que a pesar de su aparente independencia no dejan de relacionarse con la trama principal, como en el Quijote, aunque algunas más sí de plano parecen tomadas de otro lado. El mismo Fuentes pone en boca de Ludovico en su conversación con Felipe II, El Señor, en la tercera parte del libro, la enumeración de cincuenta historias contenidas en otros tantos pasajes de la obra de Cervantes.   

Terra Nostra se divide en tres partes: El viejo mundo, El mundo nuevo y El otro mundo. El primero es el que tiene lugar durante el reinado de Felipe II, o simplemente Felipe, El Señor, y las atrocidades que tuvo antes que cometer para ganarse la confianza de su padre, Felipe El Hermoso, para después consolidar su poder. Narra también las tropelías que cometió el padre al engendrar tres enigmáticos hijos que aparecen a todo lo largo de la novela, que fueron concebidos por otras tantas parejas del concupiscente y garañón viejo: desde la recién desposada Celestina, siguiendo con su mismísima nuera, Isabel Tudor, esposa de Felipe, y hasta con una loba, que en la parte final de la novela se aclara que no era más que la encarnación de alguna otrora pérfida reina. Asimismo, se narra la obsesión de El Señor por construir un monumental complejo para albergar los despojos de todos sus ancestros, y aunque el término Escorial no aparece más que una vez en toda la novela, es de suponerse que el autor se refiera al palacio del mismo nombre.

La segunda parte no es más que una soberbia recreación poética del descubrimiento de El mundo nuevo en labios de El Peregrino, hijo ilegítimo de Celestina y el padre de Felipe, y quien se supone que se lo está relatando a él, El Señor, al regreso de su aventura con Pedro, el marino que se empeñaba en creer que había algo más allá del inmenso océano, contra la opinión de El Peregrino quien, por el contrario, afirmaba que el mundo era plano y que necesariamente se precipitarían al término de éste. Curiosamente, quien triunfó por su aseveración perdió inmediatamente por el infortunio, pues Pedro fue inmolado por los naturales de aquellas tierras casi a su arribo, y quien perdió por su creencia ganó en los hechos, ya que El Peregrino fue tratado con deferencia por los lugareños. Conoció de sus rituales y sus sacrificios humanos. Y es esto lo que le relata a El Señor. Obviamente, estamos frente a un fabuloso anacronismo, al no haber ocurrido todos estos acontecimientos en la época de Felipe II, sino bastante antes. Además de que Felipe El Hermoso fue en realidad abuelo de Felipe El Señor, que el autor nunca identifica como II, pero que se colige por lo del monasterio que construía. En fin, todas éstas, licencias literarias muy legítimas.

La tercera parte, El otro mundo, no es sino la vuelta al viejo mundo, el de la decrepitud y fantasías y delirios y pesadillas y traiciones y, en fin, muerte de Felipe, El Señor. Incluye la fascinante narración contenida en una de tres botellas lacradas, tan enigmáticas como los hijos de Felipe El Hermoso, y que describe los degradantes excesos del emperador romano Tiberio, mismos que son expuestos con pena ajena en toda su vileza por su amedrentado cronista Teodoro. Se sugiere cómo el criado Clemente intenta envenenarlo y un tal Agrippa Póstumo insinúa materializársele para reclamar su derecho legítimo sobre el Imperio. No se puede dejar de establecer un paralelo entre esta historia y la propia de Felipe, con su cronista el fraile Julián -que en ciertos momentos llega incluso a confundirse con el mismísimo Miguel de Cervantes, sin mencionarlo por su nombre-, con su traidor sirviente Guzmán, y hasta con su Juan Agrippa, Don Juan, hijo ilegítimo de Felipe El Hermoso y su nuera, Isabel Tudor, esposa de El Señor, y quien estaría así reclamando sus legítimos derechos sobre el trono de España al carecer Felipe de descendencia. ¡Qué desfachatez!

En fin, una agradable “sorpresa” la novela de Fuentes, y de quien ya antes había leído con igual gusto La muerte de Artemio Cruz (1962).

sábado, 18 de marzo de 2017

De memoria, sólo las tablas de multiplicar

En la primaria yo “aprendí” que la luna siempre le mostraba la misma cara a la Tierra y que esto era –bien lo memoricé- porque el movimiento de rotación de nuestro satélite sobre su propio eje y el de traslación alrededor de nuestro planeta son de la misma duración: 27 días y un tercio. Con esto me bastó para obtener un 10 redondo en mi clase de geografía y consolidó más mi fama de alumno ejemplar en el colegio privado donde estudiaba. ¿Que por qué Selene mostraba siempre el mismo hemisferio a los terrícolas? Obvio, porque la duración del movimiento de rotación y traslación de la luna duran lo mismo, no hay más, memorízatelo bien.

Así lo “aprendí” y mejor lo memoricé y no me hizo falta más… hasta que un día mi hija Caro me hizo rebuznar 41 años después, cuando ésta cursaba el tercer año de primaria en el año 2000.

- Papi –me preguntó-, ¿me podrías explicar por qué sólo le podemos ver una cara a la luna?

- Obvio, Caro –le respondí, inflamando el pecho con orgullo y autosuficiencia-, porque los movimientos de rotación de la luna sobre su propio eje y el de traslación alrededor de nuestro planeta tienen la misma duración: ¡27 días y un tercio!

Mas la condenada escuincla no se detuvo ahí, sino que, no conforme, me inquirió:

- Pero si la luna gira sobre su propio eje, se tiene que mostrar toda ella a nosotros, ¿no es cierto?

- Bueno, ¿qué no entiendes? –respondí yo más aterrorizado que convencido-, la duración de los movimientos de rotación y traslación de la luna son los mismos, y ¡ya estuvo!, no hay de otra, la luna termina mostrándonos sólo una de sus caras, es elemental –concluí yo con voz trémula y deseando que me tragara la tierra.

¡Pero, ah, no!, como Carolina ha sido siempre muy obstinada e inteligente, y sobre todo  muy dramática, empezó a gimotear y patalear, a la vez que con un nudo en la garganta y ahogada en llanto, me recriminaba:

- ¿Cómo una niña tan chiquita puede tener un papá tan tonto? Si la luna da vueltas, la tenemos que ver toda…

- ¡Bueno, ya, ya, basta, cálmate! –le respondió su abnegado padre, que tuvo que lidiar buena parte de la infancia de los hijos con estas labores propias de su sexo-, te propongo que tratemos de explicárnoslo, pero deja ya de llorar y patalear, ¿ok?

- Está bien –respondió la niña aún sollozando y respirando espasmódicamente-, ¿qué?

- A ver, yo voy a ser la luna girando a tu alrededor y tú, ahí en el centro, la Tierra, pero sin dejar de verme, aunque teóricamente debieras estar girando 27.3 veces más rápido que yo. Hagámoslo lentamente y yo mostrándote siempre la cara.

- Ok –respondió Caro ya un poco más tranquila y sus ojillos ávidos por aprender, repito, a-pren-der, sin las comillas aplicables sólo a su estúpido padre-.

Juro por mi madre que era toda mi intención, después de más de cuatro décadas, aprender, finalmente, junto con mi hija.

Una vez que hube terminado de darle totalmente la vuelta a Carolina, no sé de quién era el gozo mayor, si de la niña o del ex atribulado padre.

- ¡¿Te fijaste, Carito?! –exclamé henchido de emoción-. No sólo me he desplazado alrededor tuyo, sino que al hacerlo sin dejar de verte, he girado completamente sobre mi propio eje, ¿viste?

- ¡Sí, papito, eres un mago! –me dijo la mocosa, llorando ahora de felicidad y colmándome de besos-. Mañana mismo se lo explico a la miss, que hoy no me lo quiso decir. (Pobre maestra, yo creo que estaba tan confundida como el progenitor.)

Vuelvo a jurar por mi madre que hasta entonces me quedó claro lo que antes sólo repetía como tarabilla: la luna siempre le muestra la misma cara a la Tierra porque su tiempo de traslación alrededor de ésta es el mismo que el de rotación sobre su propio eje. Ahí estaban, un lamentable adulto de más de 50 años y su encantadora hija de apenas 8, descubriendo el universo.
 
Por todo lo anterior, nunca más de acuerdo con aquello de aprender a aprender… y memorizar sólo las tablas de multiplicar.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Golpe de Estado en los EU

Washington, D.C., 21 de marzo de 2018. Nada, ni la guerra de independencia en 1776, ni la de Secesión en 1861, ni el asesinato de Lincoln en 1865, ni la Primera Guerra Mundial en 1914, ni el crack bursátil en 1929, ni la Segunda Guerra Mundial en 1939, ni la de Corea en 1950, ni la de Vietnam en 1955, ni los misiles rusos en Cuba en 1962, ni el asesinato de Kennedy en 1963, ni el de Martin Luther King en 1968, ni el de Bob Kennedy ese mismo año, ni Watergate en 1972, ni la humillante crisis de rehenes en Irán en 1979, ni la primera guerra en Irak en 1991, ni las Torres Gemelas el 9-11 de 2001, ni la segunda guerra en Irak en 2003, ni la crisis financiera mundial en 2008, ni la muerte de Osama bin Laden en 2011, nada, repito, impactó más al pueblo de los Estados Unidos que el golpe de Estado orquestado contra su presidente constitucional, Donald J. Trump, hace dos días, el lunes 19 de marzo de 2018, por el general disidente Timothy S. McCloskey, hasta ese día cabeza del Ejército y hoy jefe de la junta militar que comanda, dice, un gobierno interino, y promete en tres meses restablecer el orden constitucional.

El general McCloskey pasó sobre sus iguales en la Marina y la Fuerza Aérea y aun sobre el supremo comandante de todos ellos, el secretario de defensa, general Florence K. Donovan, en un golpe que ha dejado atónita a la comunidad internacional por ocurrir en una de las democracias más consolidadas -si no es que la más- de todo el orbe. Se ignora en poder de quién vayan a parar los códigos nucleares, o si el depuesto presidente Trump los hará llegar a alguno de sus tres leales, Donovan, la Marina o la Fuerza Aérea, como arma de presión contra el sublevado general del Ejército.

 La Unión Europea, encabezada por Alemania y Francia, se anticipa a reconocer al nuevo gobierno provisional, a condición de que convoque a nuevas elecciones pasado el periodo de gracia solicitado por la junta militar y de que se modifique el sistema electoral estadounidense, abandonando el obsoleto del colegio electoral y sustituyéndolo por el del voto popular, libre y directo, de tal manera que una mayoría democrática determine al nuevo gobernante.

Gran Bretaña se mantiene al margen alegando no querer inmiscuirse en asuntos ajenos a su soberanía nacional y después de haber escuchado la voz del reino manifestarse en octubre pasado mediante el referendo popularmente conocido como Trumpin, a propósito de la relación más conveniente para la Gran Bretaña con respecto a la Unión Americana.

El ex presidente Obama ha dicho que la arraigada cultura democrática de los Estados Unidos no aguantó un minuto más la terrible sensación de opresión representada por el déspota Trump y se ha expresado a través de la digna actitud del general McCloskey para liberar al país de quien lo tuvo secuestrado los últimos 14 interminables meses.

Los gobiernos de Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela, encabezados por Evo Morales, Rafael Correa, Daniel Ortega y Nicolás Maduro, respectivamente, desconocen a la junta golpista, pues temen, dicen, una oleada militarista en toda América con el propósito de derrocar a sus gobiernos democráticamente constituidos.

México, fiel a su política de no intervención y autodeterminación de los pueblos, prefiere esperar a la decisión de la ONU para ver qué posición tomar. No obstante, fiel también a su indeclinable defensa de los derechos humanos, ha ofrecido asilo político al presidente depuesto Donald J. Trump, y el primer mandatario, Enrique Peña Nieto, ha instruido a su canciller, Luis Videgaray Caso, para que ponga a disposición de aquél el imponente avión presidencial José María Morelos y Pavón y se desplace personalmente al aeropuerto Dulles de la capital norteamericana para salvaguardar la integridad de Mr. Trump, pues teme que si intentaran rescatarlo por la vía terrestre se topasen con un muro que les impidiese el paso y tuviesen que derruir una obra que tanto dinero y esfuerzo le ha costado al abnegado pueblo de México.

jueves, 19 de enero de 2017

Víspera de horror

En un artículo anterior relaté cómo mi hijo Raúl obtuvo una especie de internship en Miami por parte de un próspero manejador de futuros financieros, compañero mío en la universidad, después de que aquél se hubiera graduado con todos los honores a mediados del año pasado como administrador de negocios en la Universidad De La Salle Bajío (http://blograulgutierrezym.blogspot.mx/2016/10/cuando-los-hijos-se-van_2.html).

Pues bien, se fue a finales de agosto y a principios de diciembre del mismo año regresó a León para pasar aquí las la Navidad y el Año Nuevo, con la petición expresa de mi amigo para que se reintegrara a su oficina de Miami a mediados de enero. Así, el martes 17 se levantó a las 4 de la mañana para prepararse y trasladarse poco después de las 5 al Aeropuerto Internacional del Bajío y abordar el vuelo de Interjet de las 7:45 con destino a su primera y única escala en la Ciudad de México, de donde a su vez partiría a su destino final en el vuelo de la misma aerolínea a las 15:05 horas. A las 18:25 (19:25 de Miami) me envió un escueto “Ya llegué” desde el avión, y 45 minutos después lo último que supe de él: “Me pasaron a otro cuarto, esto va a tomar años”.

En la aduana les resultó “sospechoso” que regresara tan pronto después de su último viaje, por lo que el cubano que revisó su documentación lo envió con un paisano de éste, el oficial Rivera, que se quedó chico con cualquier agente de película de terror de  país bananero que se pueda describir. Con el rostro plagado de huellas, producto seguramente de la viruela, trató a Raúl de la manera más despótica que pueda imaginarse, aventando de mala manera enfrente de él la documentación de mi hijo. Acto seguido, le solicitó celular, cartera y le ordenó despojarse de cinturón y agujetas de los zapatos (para que no se le ocurriera suicidarse antes de deportarlo, según supo después por otros detenidos en el cuarto donde finalmente lo recluyeron). Lo cachearon irrespetuosamente de manera abusiva, violenta e intimidatoria. Mientras tanto, la familia toda ayuna de información desde las 7 de la noche con 15 minutos (8:15 de él).

Y empezó el interrogatorio a la vez que revisaba en detalle su cartera. Le inquirió con despotismo que cómo pensaba sobrevivir los tres meses de su visita con los 400 dólares que llevaba y sin tarjeta de crédito, mientras le solicitaba la password de su celular. Cuando Raúl le pidió el celular para “abrírselo”, Rivera le espetó a gritos que simplemente le dijera la clave de acceso, a lo que mi hijo le respondió que el dispositivo necesitaba de su huella dactilar. El salvaje finalmente accedió y recuperó de inmediato el teléfono, que se quedó revisando por espacio de media hora, hurgando en todas sus conversaciones “privadas” de WhatsApp. Por este medio averiguó que yo le enviaba dinero y que mi amigo le proporcionaba una ayuda periódica por su internship. El agente Rivera explotó y le advirtió que quedaría marcado de por vida por los antecedentes penales que le iba a levantar y que en su mano estaba el enviarlo a prisión 5 años, pero que, mínimo, de la deportación no se salvaba.

Vino a mi mente cómo Tim Cook, de Apple, se negó a proporcionar la llave de acceso del celular de un terrorista en San Bernardino, California, al FBI para no sentar un grave precedente que después le diera a los agentes de éste o cualquier otro organismo del Estado la excusa para violar la seguridad y privacía de las personas. Está visto que a estos trogloditas no los detiene nada y que cuando alguien quiere sentar un sano precedente, como Mr. Cook, de poco sirve.

Acto seguido, remitieron a mi hijo a la inmunda pocilga (“celda”) arriba mencionada, de paredes muy descuidadas, colchonetas mugrosas en el piso y con un baño nauseabundo. A poco ya se encontraban ahí Raúl, otro mexicano, dos cubanos con pasaporte español y un venezolano, todos extrañadísimos de que a él también lo hubieran enviado al lugar y esperando, decían, a que los deportaran en las siguientes horas. Mi hijo esperaba, y deseaba fervientemente ya, que a él también le hicieran lo mismo. Nunca perdió la calma y a partir de ese momento le importó un bledo todo. Lo único que le preocupaba es que le negaran su derecho a hacer una llamada telefónica a sus atribulados padres y hermana en México. Como ya llevaba casi 24 horas sin dormir y sin poder satisfacer sus necesidades fisiológicas más elementales en aquel deprimente sitio, intentó conciliar un poco el sueño acomodándose como pudo sobre una colchoneta, pero se lo impidió el ronquido de absolutamente todos sus compañeros, que habiendo fallado en su intento por ingresar al país y esperando tan sólo que los deportaran, dormían plácidamente. Poco antes les habían dado de comer una pasta intragable.

Transcurridas algunas horas, cerca de las dos de la mañana para él, y después de que hubiera blasfemado contra el cielo, se apersonó en el local un agente distinto, cubano-colombiano, de apellido Marrero, y… vuelta a empezar. Le dijo que era ilegal que le estuvieran “pagando” por su estadía en el país, que más bien él tendría que estar pagando a quien tan generosamente lo acogía, pero que iba a ver qué podía hacer por su persona, aunque lo veía muy difícil, y se marchó. Le devolvió su celular y pudo, por fin, enviarnos un mensaje: “Parece que me van a ayudar”. No pude menos que pensar en las historias policiacas del interrogador maldito que trata de intimidar y el bondadoso que viene a completar la obra.

Poco antes, cerca de la una de la mañana en León, llamé al teléfono de emergencia del consulado de México en Miami. Me contestó una tal Lorena Lara, quien, después de explicarle la situación y decirle que habían gravemente violentado los derechos humanos de un mexicano en el extranjero, me dio por todo consuelo el esperar hasta que amaneciera y sentenció que muy seguramente deportaran a mi hijo en un término de 24 horas. Su tono fue burocrático y descortés: mi despedida con un desesperanzado gracias fue respondido con un click de su auricular, sin decir más nada. Si así defienden a todo connacional, peores tiempos se nos avecinan.

Para entonces, ya había regresado el agente Marrero con Raúl. Le dijo que ya había convencido a sus compañeros, que en realidad deberían estar ellos abocados a la detención y expulsión de verdaderos criminales, y que él no se veía como tal. Añadió que desecharía el expediente que le habían comenzado a formar para que no quedara dentro de sus antecedentes y que ni se le ocurriera andar diciendo por ahí que le estaban “pagando” su estancia en el país. Lo acompañó hasta la entrada del aeropuerto, le señaló dónde podría tomar un transporte público aunque, por la hora, quizás ya no le quedara más que pedir un taxi, le lanzó un “Dios te ama”, se despidió y, dando media vuelta, se fue. Mi hijo sólo acertó a responderle  “Dios te ama a ti también”.

Lo único cierto es que, por ejemplo, a una turista venezolana con pasaporte español, de buena presencia, rubia y de ojos claros, que iba sólo de vacaciones por una semana a Miami, se la hicieron más cansada que a Raúl, pues estaba desde antes que él y muy seguramente la dejaron ir después, lo mismo que a una residente dominicana, casada con un americano, y que corrió la misma suerte que aquélla.

En palabras de mi hijo: “La peor noche de mi existencia: 19:25 del 17 de enero en  que llegué a Miami a 4 de la mañana del 18 en que me acosté, más de ocho horas de humillaciones”.

Se imaginan, todo esto en la antivíspera de la llegada de un  racista, misógino, homófobo,  “ninfómano”, sexista, misántropo, populista, xenófobo, autoritario, autócrata, supremacista,   narcisista, discriminador y sicópata a la presidencia del país más poderoso del mundo. ¿Qué nos espera? ¡Horror de horrores!