Siempre me he compadecido un tanto de
los críticos literarios y cinematográficos, preocupados más en la forma que en
el fondo de las materias sobre las que juzgan. Es como si el sujeto amoroso
estuviese más dedicado a corroborar que la amada tiene el mismo número de pestañas
en cada uno de los párpados de sus ojos que al disfrute pleno de su cuerpo.
No obstante, hay veces que hasta un lego
como yo no puede dejar de ver con la mirada del crítico, especialmente en
cuanto se refiere a la verosimilitud de una historia. Tal es el caso de la
monumental obra del desaparecido Juan García Ponce Crónica de la intervención. Monumental en un sentido doble, el de
su calidad y el de su extensión: 1562 páginas en dos tomos (Letras mexicanas,
FCE, 2001). Este autor es ampliamente conocido por el contenido erótico y
explícitamente sexual de muchas de sus obras, y ésta no es la excepción.
Pero de aquí a creer a pie juntillas que
un relato como el de García Ponce pueda ser factible en una sociedad, por más
permisiva que ésta sea, media una gran dosis de incredulidad. Me siento tentado
a afirmar que la única conducta creíble es la del sacerdote fray Alberto
Gurría, con relaciones homosexuales tempranas, sodomita y practicante
entusiasta del sexo masivo, aun con sus parientes, y que no tiene el menor escrúpulo
en celebrar los servicios religiosos incluso después de haber ejercido sus
excesos sexuales. Todo ello, aparentemente, por la pérdida de la fe y una sobrada
inteligencia. Un buen día, sin ningún aspaviento, fray Alberto decide colgarse
de un árbol.
Sin embargo, la conducta de los demás,
intercambiando pareja y hasta compartiéndola generosamente con desconocidos y a
ojos del “afectado” o participando en reuniones multitudinarias donde ocurre de
todo, resulta francamente inverosímil, y su descripción producto de una mente
–de no ser la de García Ponce- francamente calenturienta, perversa y enferma.
Y, por favor, que no se piense que
después de leerla acudí de inmediato ante el confesor a expiar mis culpas y
propinarme fuertes golpes de pecho. No, más bien quiero enfatizar que a veces
uno no puede dejar de interpretar el rol de crítico. En este sentido, la
descripción que se hace en la obra de la vida de una escritora frustrada,
Francisca Pimentel, que sucumbe finalmente a su alcoholismo, al grado de tener
que ser internada en un manicomio, o de las hermosas cavilaciones de fray
Alberto antes de cometer suicidio, o de la honda pena que aflige a la acomodada
familia Gonzaga por el asesinato del padre, José Ignacio, activo participante
en las sesiones sexuales que organiza con su esposa, o del movimiento
estudiantil del 68 en la capital mexicana, resultan pasajes realmente bellos y
conmovedores. Y también lo son, por qué no, muchas de las escenas más cachondas
del descomunal relato.
Por lo demás, en una novela tan extensa,
es imposible que el autor deje de ser reiterativo y obsesivo en muchas de sus
fantasías y regodeos con el lenguaje, que con frecuencia lo llevan a ser
tedioso, cansino y de difícil comprensión. El recurso de enfatizar una idea con
la expresión simultánea de su contraria se repite ad nauseam.
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