Lo único capaz de disuadirme de mis obsesiones suicidas es la lectura sobre las grandes hazañas de la humanidad. Tal fue el caso de la lectura del libro que comenté la vez pasada, El código de la vida, de Walter Isaacson (http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2022/02/fascinante-historia.html), sobre la vida y milagros de los científicos detrás de la edición genética. El libro me llevó a interesarme por los detalles técnicos del hallazgo en la página de la Organización Nobel, donde se incluyen auténticos artículos científicos sobre los descubrimientos premiados, que le permiten a uno gozar de ellos al entenderlos cabalmente.
Fue así como me enteré de que el mecanismo creado por las bacterias para defenderse de los virus les llevó a aquellas centenas de millones de años desarrollar, pero al hombre mucho menos tiempo descubrirlo y extenderlo para la edición de genes, útil para la cura de enfermedades, el mejoramiento de cultivos y, ¡horror de horrores!, la “mejora” de la raza humana. Cómo no maravillarse con la chingonería del Humanismo y la Ilustración y, al mismo tiempo, llenarse de terror ante sus muy posibles repercusiones éticas. Baste recordar el caso del científico chino que modificó el genoma de un par de gemelas, antes de su nacimiento, para liberarlas del VIH de los padres, y que en un principio le supuso el reconocimiento de héroe nacional en todo el país en su carrera contra los EU, pero que ya después le costó varios años en prisión y una multa de cientos de miles de dólares por parte del mismo gobierno “comunista” por violar todas esas normas éticas.
Todo lo cual me llevó a leer también el libro La doble hélice, del norteamericano James Watson, descubridor de la estructura del ADN -de ahí el título- en 1953, junto con el inglés Francis Crick, y cuya lectura convenció a la también norteamericana Jennifer Doudna -siendo aún una niña-, “heroína”, junto con la francesa Emmanuelle Charpentier, del libro de Isaacson, de dedicarse a la bioquímica. Ganadoras, ambas, del Nobel de Química 2020. El de Watson, escrito hasta 1967, es un libro mucho más personal, narrado en primera persona y nada pretencioso, donde nos relata amenamente la forma en que Crick y él arribaron al descubrimiento de la estructura del ADN y que les valió el Nobel en 1962. Muy recomendable también. Es un libro de recuerdos, escrito a toro pasado 14 años después, y en el que le ayudaron con precisiones varios de los colegas de aquellos tiempos.
James Watson aún vive -tiene 93 años- y Crick murió en 2004. El primero ha tenido a lo largo de su existencia detalles odiosos de racismo, que le valieron incluso la condena de instituciones que siempre lo respetaron. Aspectos abominables del genio que incluso cínicamente llegó a afirmar alguna vez que todo era parte de la diversidad humana, que sería muy aburrido que todos pensáramos igual.
En fin, yo sólo quería recalcar el hecho de lo fregona que ha sido la raza humana, en cuanto a su intelecto, desde su aparición en escena en el universo -bastantes meses después de las bacterias y los virus- y lo mucho que me emociona leer sobre sus hallazgos, no así sobre sus miserias sociales. Cómo me hubiera gustado a mí ser un científico y/o escritor de renombre y poder así gozar de primera mano de las lindezas de estas dos nobles profesiones, lo cual hubiese contribuido seguramente también a alejar de mi mente los fantasmas de la auto extinción, igualmente fascinante. Desgraciadamente no pude ser el primero en probar el teorema de Fermat, ni la conjetura de Poincaré (ya también teorema), pero aún me aguarda, desde hace casi 163 años, la demostración de la hipótesis de Riemann, cuyo solo enunciado rivaliza con los mejores versos en la poética de Octavio Paz: todas las raíces no triviales de la función zeta se encuentran sobre la línea ½ real del plano complejo. ¡Qué hermosura!
Y en esas estamos, mientras otros impulsos no nos ganen la partida… y la partida.