En 1972, traté de disuadir a mi hermano
mayor para que no invitara a nadie a su examen profesional de ingeniero químico
en la UNAM. En contra de tan juiciosa recomendación, prefirió atiborrar el
salón donde se llevó a cabo la ceremonia de familiares, amigos, académicos,
conocidos y hasta desconocidos. Los resultados no se hicieron esperar y hacia
el final del evento uno de sus sinodales, que no faltan, se lució a sus
expensas ante un titubeo de mi hermano y su confesión de que desconocía lo que
le estaba preguntando. Si se está usted incorporando al mercado laboral, le
dijo aquel, no se vale que diga que desconoce lo que se daría por supuesto que sabe
manejar con soltura. Se hizo un silencio sepulcral, la pena ajena invadió a la
audiencia y el ambiente, de tan denso, se podía cortar con cuchillo. Lo
revolcó, pues.
Ignoro el destino de aquel farsante,
pero sinceramente dudo que haya llegado a la dirección general de la filial en
México de una empresa de adhesivos de renombre internacional y que, como tal,
haya presidido un par de años la ANIQ, la Asociación Nacional de la Industria
Química, la cámara mexicana de los profesionales del ramo, como lo hizo mi
hermano. Quizá haya terminado, más bien, dando clases en alguna escuela secundaria
de su rumbo.
Comprenderán que cuando a mí me tocó el
turno al año siguiente, 1973, estaba yo triplemente convencido de no hacer
partícipe a nadie del examen profesional que, para obtener el título de
actuario, sustentaría en la Facultad de Ciencias de la UNAM. Además, se dio el
hecho providencial y fortuito de que la fecha que me asignaron originalmente
para el referido examen, martes 10 de abril, cayera dentro de las vacaciones de
primavera de la Universidad y no quedaba más remedio que posponerlo. Propuse la
siguiente semana, pero me dijeron que ellos reanudaban labores administrativas
desde el sábado 14 de abril, por si quería elegir ese día y no alargar más mis
sufrimientos. Cuando caí en la cuenta de que yo había iniciado mis estudios en
la facultad precisamente un lunes 14 de abril, pero de 1969 (hoy hace
exactamente ¡50 años!), no dudé en aceptar de inmediato. No se trataba de una
inaudita casualidad, los hados estaban de mi parte.
Mi madre andaba intrigadísima, pues, por
un lado, producto de sus ilegítimas indagatorias personales, tenía información
fidedigna de que yo presentaría mi examen profesional el martes 10 a las 12
horas (había hurgado en mis pertenencias personales y accedido a la circular
donde la Secretaría General de la UNAM me informaba tal), y, por el otro, no me
vio abandonar el nido paterno durante todo ese día. ¿Se le habrá olvidado?, le
confió con preocupación a mi hermana. Como entonces era yo un ente más extraño
y hermético que ahora, que no se comunicaba para nada con la familia, ésta no
se atrevió a importunarme y me dejó ser, como siempre.
Se llegó el sábado y ahí me tienen, en
el auditorio que la Facultad tenía para tales propósitos completamente vacío, a
mí solo, frente a mis tres sinodales, a punto de ser examinado sobre una tesis esencialmente
matemática: Algunos algoritmos para
calcular las raíces de un polinomio complejo. El jurado no podía ser más ad
hoc: como presidente, el eminente matemático mexicano Dr. Santiago López de
Medrano, Premio de Investigación de la Academia de la Investigación Científica,
1974; como vocal, el prestigiado estadístico Dr. Tomás Garza Hernández,
director del CIMASS, Centro de Investigación en Matemáticas Aplicadas Sistemas
y Servicios, de la Universidad, donde yo era becario; y como secretario, mi
director de tesis, el reconocido Dr. Pablo Barrera Sánchez en las áreas de
análisis numérico, ecuaciones diferenciales e inteligencia artificial.
El doctor Garza tomó la palabra y
solemnemente se dirigió hacia mí: Así, ni ganas dan de revolcarte, mano. Esa es
la idea, doctor, esa es precisamente la idea, le respondí. Y añadió: mejor
platícanos de tu proyecto y dinos qué lo motivó. Y así comenzó lo que más bien
fue una charla entre colegas que un examen profesional en forma, sobre un tema
en el que tanto Pablo como yo teníamos un conocimiento que superaba ampliamente
al de nuestros “oponentes”. Acto seguido, el jurado me invitó a abandonar el
salón para que ellos pudieran deliberar, y yo salí a deambular por los pasillos
y aposentarme en los peldaños de una escalinata. Unos momentos después, me
llamaron para comunicarme su decisión unánime: estaba yo aprobado y era oficialmente
Actuario, así, con mayúscula.
Después de los abrazos y felicitaciones
de rigor de los tres sabios, abandoné el salón y me encaminé al estacionamiento
de la Facultad de Ciencias, casi tan desierto como el local que recién había
dejado y, antes de abrir la portezuela de mi proletario vocho, lancé al vacío
un estentóreo grito de liberación que aún debe estar resonando en la Torre de
la Rectoría. Los pocos que deambulaban por ahí se asustaron y me miraron con
extrañeza. De camino al hogar, me detuve en una esquina para avisarle a mi
querida madre, desde un teléfono tragamonedas, que tenía un nuevo profesionista
en casa, y que lo había conseguido sin tener que soportar las humillaciones de
gente acomplejada.
Meses después, en noviembre de 1973, fui
distinguido como El Mejor Estudiante de
México por el Conacyt, el Diario de México y el Instituto Mexicano de
Cultura, y el premio nos fue otorgado, a los que lo ganamos, en la ex
residencia oficial de Los Pinos, por un Presidente de cuyo nombre no quiero
acordarme.
Repito, todo esto viene a colación en el
50 aniversario de que inicié mis estudios en la querida UNAM (lunes 14 de abril
de 1969) y el 46 de que me recibí de actuario (sábado 14 de abril de 1973).