sábado, 8 de octubre de 2016

¿Es nuestro universo finito y esférico?

Acabo de terminar la segunda lectura del hermoso libro La conjetura de Poincaré. En busca de la forma del universo (Tusquets, 2008), del matemático canadiense Donal (así, sin d final) O’Shea, con una diferencia de varios años entre la primera y la de ahora, pues aun cuando intenta ser una obra de divulgación para el “gran público”, contiene conceptos e ideas de difícil asimilación que sólo el tiempo puede aliviar, es decir, hacer más ligera. Nuestra Tierra es pensada, así, como una biesfera, esto es, como aquella que puede ser representada en un plano (vamos, como un mapamundi) y “explicada” en una dimensión superior, como si cubriéramos una pelota con dicho mapa, resultando de esta forma una “variedad” bidimensional, finita, acotada, sin fronteras y simplemente conectada.

Muchos de estos términos se acuñan de la topología, rama de la matemática descubierta por el célebre matemático francés Henri Poincaré (1854-1912) a finales del siglo XIX y principios del XX, y aún antes que él por su homólogo alemán Bernhard Riemann (1826-1866) en su “lección inaugural” el 10 de junio de 1854 (precisamente el año en que Poincaré nacía) en la Universidad de Gotinga, con lo que quedaba habilitado para dar clases ahí. Una “variedad”, entonces, es una forma matemática, un espacio geométrico, y simplemente conectada querría decir que todo lazo, rizo o bucle que trazáramos sobre ella podría irse estrechando hasta quedar reducido a un punto, algo así como si tendiéramos un hilo a lo largo del ecuador y fuéramos contrayendo el lazo resultante conforme lo acercáramos a uno de los polos, donde quedaría convertido en un punto. Pero esto querría decir, también, que nuestra variedad es homeomórfica (otro terminajo topológico) con la esfera, es decir, que se correspondería uno a uno con ella. Cosa que no pasaría con un “toro” (una dona, pues), donde un bucle que circundara su superficie a través del agujero no podría comprimirse jamás a un punto, por más que lo estrecháramos.

Que la Tierra, variedad bidimensional, finita, acotada, sin fronteras y simplemente conectada, se corresponde uno a uno (es homeomórfica) con la biesfera del espacio de dimensión 3 (nuestra familiar esfera) quedó probado desde el siglo XIX, pero lo que Poincaré especuló es que existe un resultado análogo para la triesfera del espacio de dimensión 4 y pasó a llamarse desde entonces la conjetura de Poincaré. Queda la dificultad de imaginar cómo sería un mapamundi de dimensión tres (¿cubos en vez de planos?) que fuera “fácilmente explicado” en una dimensión superior, cuarta en este caso. Pero las cosas no pararon ahí, pues los matemáticos, seres curiosos e inquietos por naturaleza, aun sin haber probado la conjetura, se lanzaron a dimensiones superiores y probaron, en distintas épocas, que variedades n-dimensionales finitas, acotadas, sin fronteras y en las que todo rizo podía contraerse en un punto ¡son igualmente homeomórficas con la enesfera del espacio de dimensión n+1!, para n>3, pero el caso n=3, la conjetura de Poincaré, permanecía incólume, y así estuvo hasta que el excéntrico matemático ruso Grigory Perelman la probó apenas a principios de este milenio, casi un siglo después de que Poincaré la planteara.

La conjetura de Poincaré obsesionó de tal forma a los matemáticos que el Instituto Clay de Matemáticas (CMI, por sus siglas en inglés), una institución de fomento de la disciplina, la incluyó dentro de su ya clásica lista de Problemas del Milenio y ofreció un millón de dólares a quien lograra resolver cada uno de ellos. No muy sorprendentemente, Perelman rechazó el suyo. Por cierto, otro de los problemas incluidos en la lista es la hipótesis de mi admiradísimo Bernhard Riemann, sí, el mismo que le allanó el camino a Poincaré para sus grandes logros. Es difícil decantarse por quién fue el más sabio y genial de los dos. Yo quiero muchísimo a Riemann, no obstante, cuando estuve en París en 2003 y visitaba el cementerio de Montparnasse, supe, por el directorio de la entrada, que ahí yacía toda la aristocrática familia Poincaré (uno de sus tíos llegó incluso a ser presidente de la república francesa) y me di a la tarea de recorrer todas las veredas del camposanto hasta dar con el mausoleo de Henri y depositar un beso sobre él, tal y como lo hubiera hecho en la tumba de mi propio padre. Ni las lápidas de Baudelaire, Beckett,  Proudhon, Ionesco, Cortázar, Sartre, Beauvoir o Porfirio Díaz llamaron tanto mi atención como la de Poincaré.

Riemann estableció su hipótesis en 1859 durante su discurso de aceptación como miembro de la Academia de Ciencias de Berlín proporcionando una fórmula para el cálculo de la cantidad de números primos menores a x, fórmula que involucra la función de variable compleja denominada zeta, sobre la que especuló, de paso, que es muy factible que todas sus raíces se encuentren en la línea ½ del plano complejo, lo que constituye desde entonces la hipótesis de Riemann. La hipótesis está viva aún y fue objeto de otro bello libro, tan interesante como el de O’Shea, aunque más entretenido: Prime Obsession, del también matemático canadiense John Derbyshire (Joseph Henry Press, 2003), igualmente digno de leerse más de una vez. Uno de mis reverenciales sueños es algún día ir a la Universidad de Gotinga, tener en mis manos el famoso discurso de aceptación de Bernhard y experimentar una emoción similar a la del beso sobre la tumba de Poincaré.

El teorema de Poincaré -pues gracias a Perelman dejó de ser conjetura- ha desatado controversias sobre la forma y límites del universo, pero bien pudiera ser que fuera finito, acotado, sin fronteras y simplemente conectado, es decir, que se correspondiera plenamente con la enesfera, que fuera homeomórfico de ella, justo como al principio dijimos de la Tierra con relación a la esfera. No en balde O’Shea apunta: “Si abandonáramos la Tierra en una nave espacial muy veloz, avanzando en una dirección fija (con cuidado de no chocar con ningún cuerpo celeste), la mayoría de cosmólogos y matemáticos cree que, al cabo de mucho tiempo, iríamos a parar cerca del punto de partida”, lo que “no tiene menos sentido ni es más paradójico que la afirmación de Eratóstenes, o John de Mandeville diecisiete siglos más tarde, de que si navegamos rumbo al oeste de España acabaremos volviendo al sitio del que partimos. Y, como en tiempos de Colón, hay varias estimaciones en competencia de la distancia que tendríamos que cubrir antes de retornar.” (p. 54).
  

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