Acabo de terminar la segunda lectura del
hermoso libro La conjetura de Poincaré.
En busca de la forma del universo (Tusquets, 2008), del matemático
canadiense Donal (así, sin d final) O’Shea, con una diferencia de varios años
entre la primera y la de ahora, pues aun cuando intenta ser una obra de
divulgación para el “gran público”, contiene conceptos e ideas de difícil
asimilación que sólo el tiempo puede aliviar, es decir, hacer más ligera.
Nuestra Tierra es pensada, así, como una biesfera, esto es, como aquella que
puede ser representada en un plano (vamos, como un mapamundi) y “explicada” en
una dimensión superior, como si cubriéramos una pelota con dicho mapa,
resultando de esta forma una “variedad” bidimensional, finita, acotada, sin
fronteras y simplemente conectada.
Muchos de estos términos se acuñan de la
topología, rama de la matemática descubierta por el célebre matemático francés
Henri Poincaré (1854-1912) a finales del siglo XIX y principios del XX, y aún
antes que él por su homólogo alemán Bernhard Riemann (1826-1866) en su “lección
inaugural” el 10 de junio de 1854 (precisamente el año en que Poincaré nacía)
en la Universidad de Gotinga, con lo que quedaba habilitado para dar clases
ahí. Una “variedad”, entonces, es una forma matemática, un espacio geométrico,
y simplemente conectada querría decir que todo lazo, rizo o bucle que
trazáramos sobre ella podría irse estrechando hasta quedar reducido a un punto,
algo así como si tendiéramos un hilo a lo largo del ecuador y fuéramos contrayendo
el lazo resultante conforme lo acercáramos a uno de los polos, donde quedaría convertido
en un punto. Pero esto querría decir, también, que nuestra variedad es
homeomórfica (otro terminajo topológico) con la esfera, es decir, que se
correspondería uno a uno con ella. Cosa que no pasaría con un “toro” (una dona,
pues), donde un bucle que circundara su superficie a través del agujero no
podría comprimirse jamás a un punto, por más que lo estrecháramos.
Que la Tierra, variedad bidimensional,
finita, acotada, sin fronteras y simplemente conectada, se corresponde uno a
uno (es homeomórfica) con la biesfera del espacio de dimensión 3 (nuestra
familiar esfera) quedó probado desde el siglo XIX, pero lo que Poincaré
especuló es que existe un resultado análogo para la triesfera del espacio de
dimensión 4 y pasó a llamarse desde entonces la conjetura de Poincaré. Queda la
dificultad de imaginar cómo sería un mapamundi de dimensión tres (¿cubos en vez
de planos?) que fuera “fácilmente explicado” en una dimensión superior, cuarta
en este caso. Pero las cosas no pararon ahí, pues los matemáticos, seres
curiosos e inquietos por naturaleza, aun sin haber probado la conjetura, se
lanzaron a dimensiones superiores y probaron, en distintas épocas, que
variedades n-dimensionales finitas, acotadas, sin fronteras y en las que todo
rizo podía contraerse en un punto ¡son igualmente homeomórficas con la enesfera
del espacio de dimensión n+1!, para n>3, pero el caso n=3, la conjetura de
Poincaré, permanecía incólume, y así estuvo hasta que el excéntrico matemático
ruso Grigory Perelman la probó apenas a principios de este milenio, casi un
siglo después de que Poincaré la planteara.
La conjetura de Poincaré obsesionó de
tal forma a los matemáticos que el Instituto Clay de Matemáticas (CMI, por sus
siglas en inglés), una institución de fomento de la disciplina, la incluyó
dentro de su ya clásica lista de Problemas del Milenio y ofreció un millón de
dólares a quien lograra resolver cada uno de ellos. No muy sorprendentemente,
Perelman rechazó el suyo. Por cierto, otro de los problemas incluidos en la
lista es la hipótesis de mi admiradísimo Bernhard Riemann, sí, el mismo que le
allanó el camino a Poincaré para sus grandes logros. Es difícil decantarse por
quién fue el más sabio y genial de los dos. Yo quiero muchísimo a Riemann, no
obstante, cuando estuve en París en 2003 y visitaba el cementerio de
Montparnasse, supe, por el directorio de la entrada, que ahí yacía toda la
aristocrática familia Poincaré (uno de sus tíos llegó incluso a ser presidente
de la república francesa) y me di a la tarea de recorrer todas las veredas del
camposanto hasta dar con el mausoleo de Henri y depositar un beso sobre él, tal
y como lo hubiera hecho en la tumba de mi propio padre. Ni las lápidas de
Baudelaire, Beckett, Proudhon, Ionesco,
Cortázar, Sartre, Beauvoir o Porfirio Díaz llamaron tanto mi atención como la
de Poincaré.
Riemann estableció su hipótesis en 1859 durante
su discurso de aceptación como miembro de la Academia de Ciencias de Berlín proporcionando
una fórmula para el cálculo de la cantidad de números primos menores a x,
fórmula que involucra la función de variable compleja denominada zeta, sobre la
que especuló, de paso, que es muy factible que todas sus raíces se encuentren
en la línea ½ del plano complejo, lo que constituye desde entonces la hipótesis
de Riemann. La hipótesis está viva aún y fue objeto de otro bello libro, tan
interesante como el de O’Shea, aunque más entretenido: Prime Obsession, del también matemático canadiense John Derbyshire
(Joseph Henry Press, 2003), igualmente digno de leerse más de una vez. Uno de
mis reverenciales sueños es algún día ir a la Universidad de Gotinga, tener en
mis manos el famoso discurso de aceptación de Bernhard y experimentar una
emoción similar a la del beso sobre la tumba de Poincaré.
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