domingo, 13 de julio de 2025

Mi gusto por El Palote

Este jueves 17 de julio de 2025 cumplimos 22 años de que nos mudamos a León, pues curiosamente también fue un jueves 17 de julio, pero de 2003, cuando desembarcamos en la ciudad. Los hijos todavía eran unos críos, ya que Caro tenía los doce recién cumplidos y Raúl apenas los nueve.

Desde entonces han pasado muchas cosas, pero lo que ha permanecido inalterable es mi amor por el Parque Metropolitano de la presa de El Palote, y al que yo y muchos más solemos referirnos simplemente con este nombre. Como siempre me he sentido un desarraigado aquí, desde un principio dije que lo único que compensaba tal desapego y con creces era mi pasión por el Parque, alrededor de cuya presa he corrido miles de kilómetros, y es lo que me mantiene vivo.

Comprenderán la tristeza que sentía yo hasta hace poco al contemplar el paisaje que se muestra en la primera foto que acompaña este escrito, con una presa totalmente seca donde se aprecia el templo que debería permanecer sepulto bajo el agua en un embalse rebosante de ella, como se aprecia en la segunda gráfica que les adjunto. Notarán la diferencia y comprenderán el gozo que literalmente inunda mi alma hoy en día al correr bajo estas condiciones.

Le digo a Elena que mi sueño es correr en este sitio al límite de mis capacidades, que ya no son muchas, y desfallecer 400 o 500 metros más allá, aunque me quebrara la crisma, y que después de que se corrieran los trámites de rigor, se vertieran mis cenizas en el centro de este hermoso estanque. ¡Ah, qué manera tan épica de desaparecer sería esa!

En el ínter, mañana me dispongo a ir a correr como cada tercer día a mi paraíso sin llevar a cabo todavía mi am-vicioso proyecto. 

lunes, 7 de julio de 2025

IMSS-Dinamarca

El viernes 4 de julio de 2025 acudí a mi clínica del IMSS para la revisión trimestral rutinaria de control tras el cáncer que se me diagnosticó hace dos años y del que salí bien librado hace poco más de uno. Como todas las veces, se me citó a las ocho de la mañana, pero como siempre, sin fallar ni una sola ocasión, se me recibió hasta ¡tres horas después! Pareciera consigna.

El titular de la consulta es el doctor que me detectó el cáncer en el Hospital Ángeles de León, pero sólo me ha atendido en un par de las ocho ocasiones en que he acudido, pues todas las demás han sido con subalternos o sustitutos, algunas veces inexpertos estudiantes en ciernes. Como recordarán, para mi curación también opté por la medicina privada, ya que las máquinas del Seguro estuvieron fuera de servicio por descompostura un buen rato y la atención en sus instalaciones era un auténtico maremágnum.

El viernes salí jurando de ahí que jamás acudiría otra vez a esas revisiones de rutina en el Seguro. ¿Cómo se puede tener tan poco respeto por el tiempo del derechohabiente y hacerlo perder tres horas de su vida para revisiones trimestrales que no resultan en nada, sino en la sola conservación del lugar para subsiguientes consultas y en la obtención de medicamentos “gratuitos” que de ellas pudieran resultar? Llegado el caso, prefiero erogar el costo de una consulta privada si los resultados de los análisis clínicos así lo ameritaran.

Los documentos que le expiden a uno en las citas incluyen el nombre del anteriormente citado  titular de la consulta, pero quienes firman son los sustitutos o subalternos que lo representan. Lo más curioso es que a la salida la experimentada secretaria encargada de programar las citas le advierte a uno que dentro de tres meses el doctor titular no va a poder atenderme (oiga, doña, pero si casi nunca lo hace, hoy, por ejemplo, pienso), sino que lo hará otro doctor a las dos de la tarde del viernes 3 de octubre, pero que me recomienda llegar una hora antes, ya que los pacientes de la tarde son atendidos conforme llegan. Ganas no me faltaron de decirle que si quería llegaba yo a las ocho de la mañana, total, tres horas adicionales de espera qué son, pero como había ya hecho mi juramento de no volver, opté por guardar silencio.

No está por demás señalar que el doctor titular de la consulta en mención aparece con un sueldo mensual de 43 mil pesos pagados por el Seguro de acuerdo a la Plataforma Nacional de Transparencia del Gobierno federal, además de un jugoso aguinaldo de 85 mil 265 pesos con 19 centavos, prima vacacional, fondo de ahorro y una ayuda para actividades recreativas y culturales por 95 mil 465 pesos con 31 centavos anuales. Esto, claro, aparte del ejercicio privado de su profesión. ¡Y dicen que el IMSS está a punto de reventar, financieramente hablando!, porque operativamente, ya no hay más que agregar.

Lo hasta aquí dicho es nada comparado con las penurias de la escasez de medicamentos y la deficientísima atención del IMSS a pacientes con problemas mucho más serios de salud: las criaturas con cáncer, para no ir más lejos.

Por todo lo anterior, ¡viva el IMSS-Dinamarca!

viernes, 4 de julio de 2025

Sabrosa charla

Ya van dos veces que por casualidad disfruto de la misma plática televisiva entre dos personajes distinguidos del medio artístico y cultural de México: el dramaturgo Luis de Tavira y su sobrina Marina de Tavira, nominada al Óscar como mejor actriz de reparto por la película Roma. La charla, dentro del programa acertadamente llamado Léemelo, versa sobre libros, pero no desde la perspectiva pedante de los críticos literarios, sino desde la más despreocupada del simple lector, y en ella se leen párrafos de las obras comentadas, que dan pie a los sabrosos y sesudos comentarios que sobre ellas y sus autores se vierten.

En el presente caso se refirieron al Quijote, de Cervantes, El idiota, de Dostoievski, Rojo y Negro, de Stendhal, y Caminos de bosque, de Martin Heidegger, los tres primeros ya leídos por mí hace varios años y el último, apenas de reciente adquisición, movido yo por lo dicho en el programa.

Establecieron ellos una especie de paralelismo entre don Quijote y el protagonista principal de El idiota, Myshkin, y los contrastaron con Julien Sorel, el héroe de Stendhal. Pero lo que se dijo sobre la novela de Dostoievski me llevó a mí a releerla y disfrutarla como si nunca la hubiera leído, y dolerme, aún más que la primera vez, del trágico y doloroso sino de Myshkin.

Finalmente, y sin venir mucho al caso, cayeron en el libro de Heidegger, que aún no puedo comentar por estar apenas hincándole el diente, pero llamando poderosamente mi atención los comentarios que hicieron sobre el óleo de Van Gogh Schoenen (Zapatos) y leyendo lo que el filósofo alemán comenta sobre el cuadro en su libro.

Dice Luis de Tavira que en una ocasión llegó al Museo Van Gogh en Ámsterdam buscando otra pintura de Vincent, no Zapatos, y que ya no lo querían dejar entrar por ser casi la hora del cierre, pero que después de mil ruegos se lo permitieron con la condición de que se apurara. Sin embargo, cuál no va siendo su sorpresa al toparse con Zapatos, antes de llegar al cuadro que buscaba, y quedar casi tan embelesado como Heidegger.

Juro que yo sentí la misma emoción cuando me encontré frente a esta obra en un viaje que hice junto con Elena y los niños (en aquel entonces) a Europa. Me imaginé como el esforzado campesino que dentro de esos zapatos realizaba su ardua labor diaria en los campos de labranza, y se me enchinó la piel. No en balde De Tavira acuñó una frase dentro del multicitado programa que me fascinó: “La obra de arte representa la realidad que no encontramos en la realidad.” Y, como buen dramaturgo, estableció un paralelismo: “El actor en una obra de teatro representa la realidad que no encontramos en el personaje representado.”

¡Y ahí se las dejo!

sábado, 21 de junio de 2025

500

Lo que empezó con una pequeña lista de corresponsales a los que enviaba mis artículos a partir de noviembre de 2007, ¡hace diecisiete años y medio!, está compuesta hoy en día por 157 correos que ven “engalanada” su bandeja de spam con mi basura. Y, sí, éste es ni más ni menos que el escrito número 500 que les envío desde entonces. Ignoro cuántos de esos 157 potenciales lectores vivirán aún, pero incluso en el más allá sigo atosigándolos con mis impertinencias una vez cada quince días, en promedio.

Habrá quien diga, no sin razón, que es muy poco para tan largo tiempo, pero cómo me cuesta trabajo imaginar las de Caín que han de pasar quienes escriben diariamente, cinco días a la semana, y que en un solo año acumulan la friolera de más de 250 sesudos análisis, la mitad de los que yo llevo en diecisiete. Y más trabajo me cuesta a mí escribir únicamente uno, como el que ahora pergeño, pues en ocasiones me toma varias horas de febril actividad “intelectual” completarlo.

Si a lo anterior agregamos que jamás he cobrado un centavo por ellos, se me tratará con mayor indulgencia.

Porque además, la verdadera paga viene con la satisfacción de escribir, que lo deja a uno orgásmicamente satisfecho. De veras, inténtenlo, y olvídense de “manuela”, o de la viejita aquella que, temblorosa de pies a cabeza, llega a un sex shop preguntando por un vibrador, y el empleado que la recibe, todo nervioso, la invita a que se retire, que ese sitio no es para ella, pero la ancianita insiste: sólo dígame si tiene vibradores. Señora, por favor, le responde su interlocutor en el paroxismo de la desesperación, ¿para qué habría de querer usted un vibrador? “¡No!, si no quiero uno -le responde candorosamente la viejecita y sin dejar de temblar rítmicamente-, sólo quiero saber cómo se le apaga”.

Así que ya saben: olvídense de “manuelas” y vibradores y a escribir frenéticamente, sin llegar al onanismo de quienes lo hacen diariamente, pues no les fuera a pasar lo que al famoso y legendario Tiberius, que en el circo romano tenía  que dar cuenta de un centenar de hermosas damiselas en fila: no tiene ningún problema con las cincuenta primeras, a las cuales despacha con facilidad, ante la gritería de la gente que, entusiasta, corea su nombre: ¡Ti-be-rius!... ¡Ti-be-rius!... Cuando llega a la 80, empieza a dar ligeros síntomas de agotamiento, y el público: ¡Ti-be-rius!… ¡Ti-be-rius!..., pero la 98 lo encuentra definitivamente exhausto, bajo el alarido de la multitud: ¡Ti-be-rius!... ¡Ti-be-rius!..., de tal forma que da cuenta de la 99 ya nada más por puro orgullo y, desfallecido, cae inmediatamente después, ante los aullidos del respetable: ¡Pu-to!... ¡Pu-to!...

Yo, por ejemplo, ahorita me siento felizmente realizado y satisfecho, ¡aunque “apenas” lleve 500 en más de una década!

¡Pero felicítenme, pues!

lunes, 16 de junio de 2025

La Princesa Caramelo

En recuerdo de mi progenitor en su día, un refrito compartido con ustedes hace muchos años.

Como ya he dicho en ocasiones anteriores, mi padre vivió su infancia como “mojado” en California en el primer tercio del siglo pasado, donde aprendió a hablar el inglés sin acento, lo que le fue de enorme utilidad a su regreso a México para ejercer de guía de turistas en su primera juventud y hasta bien entrada su madurez, hacia los 46 años de su vida adulta, cuando se unió a la embajada americana en nuestro país. Como también he señalado, la compañía privada de turismo para la que trabajaba conduciendo su propio auto, frecuentemente recibía solicitudes para prestar sus servicios a personalidades del mundo de la diplomacia tanto nacional como internacional.

Fue así como en una ocasión fue asignado para el traslado de una Princesa de la monarquía británica de Cuernavaca, Morelos, a la Ciudad de México. Viajaba ésta acompañada por una asistente y mi padre tenía que recogerlas en una mansión privada de la capital del estado y dejarlas en un hotel de lujo del entonces Distrito Federal. La princesa y su acompañante se imaginaron que les habían contratado un taxi de lujo y en consecuencia abordaron el suntuoso Buick negro último modelo sin apenas prestarle atención a mi progenitor, y la misma actitud tomaron durante todo el viaje. Y ahí empezó el problema, pues la desbozalada Princesa comenzó a dar puntual cuenta a su empleada de confianza de todo lo vivido desde la noche anterior y hasta poco antes de subir a este ancestro de Uber.

La Princesa inició dando cuenta a su asistente-amiga de la fenomenal borrachera que había agarrado la noche anterior, pero sobre todo, del bellísimo ejemplar de macho mexicano que conoció durante la velada y lo mucho que éste la hizo gozar con posterioridad ya en un ambiente más íntimo, fuera del alcance de toda esa “gente estúpida” con que trató durante la velada. “Te lo juro –concluía la Princesa esta parte de su relato-, durante todos estos años con el Príncipe, nunca me ha hecho sentir como este ejemplar ¡en una sola noche!”.

“Los problemas empezaron esta madrugada –continuó la Princesa-, una vez que ‘mi’ hombre me hubo abandonado y yo comencé a sentir los malestares producto de eso que esta gente incivilizada llama comida típica y que no es más que porquería que te descompone el estómago más que el alcohol, por lo que no me quedó más remedio que vomitar todo lo que había tragado. Para empeorarla, producto de esa misma basura que comí, ya son varias las veces que he tenido que aliviarme en el retrete. A ver si la píldora que me acabo de echar antes de salir sirve de algo, si no, ya me estarás cambiando de pañal, querida amiga”.

Ante los gestos de complicidad de la amiga, la princesita concluyó: “Pero más vale tener cuidado, no vaya a ser que las piedras oigan”. Las estentóreas risotadas de las amigas hicieron que mi padre dibujara apenas un remedo de sonrisa de compromiso en sus labios, tan natural, que la Princesa se le quedó viendo como quien piensa “este idiota no entiende ni jota de lo que oye y no tiene más remedio que esbozar una estúpida mueca de diplomacia, es su trabajo”. Pero las damas no se recataron, ¡qué va!, siguieron hablando durante todo el trayecto con un lenguaje más propio de un pub de los arrabales de Londres que de la realeza británica.

Una vez que el traslado hubo concluido, mi padre se apeó del auto y entró al magnificente hotel. Cuando estuvo de regreso, se dispuso a abrirles la puerta del coche a la Princesa y su acompañante, pero aquélla se encontraba todavía tan embebida en la plática que, una vez que hubo salido del vehículo, intentó distraídamente dirigirse en automático a mi progenitor, para de inmediato disculparse: “Oh, no, no, I’m sorry, forget it”, a lo que mi padre respondió a su vez, simulando el acento británico que tan bien le sentaba:

No problem, Your Majesty. I already asked the bellboy to please take your luggage to your rooms. He is now waiting in the lobby to show you the way. Your Royal Highness –continuó él imperturbable-, it’s been a real pleasure to have served you during this short trip and I would certainly have liked it to be a little longer to plainly enjoy your company.Y, tras una leve y discreta reverencia, se las quedó mirando a las dos.

La dulce princesita no acertaba a adivinar lo que estaba ocurriendo, se asemejaba a uno de aquellos enormes caramelos de las barberías de antaño que pasaban alternativamente de un color rojo grana, al blanco cadavérico y a un azul intenso producto de un sofocamiento, y vuelta a empezar. Y frente a ellas, mi padre, la piedra, sobre quien Dios edificó mi familia, y que no sólo oía, sino que escuchaba, veía y, sobre todo, hablaba fluidamente su idioma. La Princesa Caramelo, después de buscar desesperadamente en su delicado bolso, puso un billete de cien libras en manos de mi padre, dio media vuelta y huyó despavorida, olvidándose hasta de su amiga, quien, corriendo, salió tras de ella.

Don Nicolás, mi padre, subió de nuevo a su auto y no pudo evitar dibujar en el vacío una señal que décadas más tarde inmortalizaría un diputado y el vulgo bautizaría como la roqueseñal, en “honor” de aquel deleznable político (¿hay de otros?) todavía en funciones hasta hace poco. Señal más conocida hoy en día por el anglicismo Yes!, y por lo tanto más apropiada en el caso del querido don Nico, que San Roque, ¡patrono de los peregrinos!, proteja en el más allá.

Mi padre nunca supo si las cien libras que le dio la Princesa Caramelo fueron en agradecimiento por sus buenos afanes o para comprar su silencio. Él supuso que lo primero, y quedó entonces en absoluta libertad de conciencia de relatarme lo sucedido con todo lujo de detalles muchísimos años después.

La verdadera identidad de la Princesa Caramelo la guardo para mí al todavía formar parte ésta de la vetusta y centenaria corte inglesa.

viernes, 30 de mayo de 2025

¡Reprobados!

El otro día Elena me invitó a la plática Más rápido que la luz que impartiría el físico mexicano Miguel Alcubierre en la sala Mateo Herrera del Foro Cultural Guanajuato, situado en León. El local se llenó a reventar, prácticamente de puros chavos deseosos de aprender y satisfacer su curiosidad.

Independientemente de lo tratado durante la charla, no siempre fácil de seguir, fueron dos las ocasiones en que el expositor llamó mi atención. Primero, cuando preguntó a la audiencia, recordando al inmortal Galileo y haciendo escarnio de Aristóteles, que si soltáramos al mismo tiempo desde lo alto de una torre una bola de boliche y una pluma de pájaro e ignorando la influencia del aire -en condiciones ideales, dirían los clásicos-, ¿cuál de los dos objetos llegaría primero al suelo?

Si me responden ustedes que la bola, sentenció, ¡están reprobados!, pues llegarían los dos al mismo tiempo. De los experimentos de Galileo con planos inclinados -ya que lo de la torre de Pisa es más bien parte del imaginario popular- derivó Newton su ley de la gravitación universal.

Pero lo segundo que capturó poderosamente mi atención, pues de lo anterior ya había leído yo un poco, fue cuando inquirió a la audiencia por qué los objetos y los mismos tripulantes de la Estación Espacial Internacional (EEI) flotaban en el ambiente, de nuevo advirtió: si me dicen ustedes que por la ingravidez, ¡están reprobados! Y aquí sí me sentí aludido.

Se necesita algo más que los 400 kilómetros de altitud a los que se encuentra la EEI de la superficie de la Tierra para sustraerse a su fuerza de gravedad. Hagan de cuenta que se encuentran ustedes en el elevador de un edificio en el piso once y aquél se desploma súbitamente, ya quisiera yo ver, nos dijo, si no iban a flotar.

Entonces eso es lo que pasa con la EEI: está cayendo continuamente atraída por la fuerza de gravedad y por eso es que sus ocupantes y cuantos objetos ellos manipulan flotan. ¿Y cómo es que la estación no termina estrellándose contra la superficie del planeta? Ah, pues porque se mueve a una velocidad de 28 mil kilómetros por hora que la hacen seguir una trayectoria curva alrededor de la Tierra, pero, insisto ahora yo, la EEI está permanentemente cayendo.

¡Cuánta belleza, carajo!

Ya más con el tema de la plática, se me ocurrió a mí la siguiente pregunta: Einstein no era muy partidario de la mecánica cuántica, entre otras cosas porque no creía en la "escalofriante" acción a distancia entre partículas entrelazadas, ya que esto contravendría el principio de que nada hay más rápido que la velocidad de la luz, y aquí estaríamos hablando de instantaneidad, es decir, una velocidad infinita. Sin embargo, los Nobel de Física 2022 probaron esa "escalofriante" acción a distancia, ¿qué me podrías comentar tú? (https://blograulgutierrezym.blogspot.com/2024/03/escalofriante-accion-distancia.html).

Desgraciadamente, ya no alcancé a que me dieran el micrófono y la pregunta se quedó en el limbo, pero, no conforme, se la planteé a ChatGPT, que esto me respondió: Efectivamente, planteas una de las paradojas más profundas y fascinantes de la física moderna: el entrelazamiento cuántico y la aparente "acción fantasmagórica a distancia" que tanto incomodaba a Albert Einstein.

Ojalá este tipo de eventos tuvieran lugar más frecuentemente en mi querido rancho, para hacer mucho más cosmopolita a esta ciudad.

sábado, 17 de mayo de 2025

Un mundo muy particular

Algunos autores gustan de complicar su escritura hasta extremos incomprensibles, como Joyce, Faulkner, Proust, Woolf, Musil et al, lo que ocasiona que muchos abandonen el empeño de leerlos por más buena voluntad que se ponga en ello.

No obstante, existe otro tipo de literatura, complicadísima en sí misma, en la que ocurre todo lo contrario: el autor trata de ponerse a la altura del público en general y, sin complicaciones matemáticas o técnicas, hacer accesibles a todos los arcanos privilegios de unos cuantos. Me refiero, obviamente, a la literatura de divulgación científica, que, por más ardua y abstrusa que se vuelva, uno se niega a abandonar, pues siente el entusiasmo contagioso del que escribe, a la vez que disfruta del aprendizaje de conceptos harto abstractos.

Lo anterior me acaba de ocurrir con el libro nada reciente (1996) de Leon M. Lederman (Premio Nobel de Física 1988) y Dick Teresi La partícula divina / Si el universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?, pero tan actual en sus conceptos que su edición más reciente data del 19 de septiembre de 2019, que fue la que leí en su formato digital, y no paré sino hasta la página 629, la última, muy a pesar de que los ingentes experimentos que reseña Lederman con todo detalle a lo largo del texto resultaron incomprensibles para un neófito como yo, pero, insisto, el entusiasmo del autor (ignoro por qué le dan a Teresi crédito también cuando es Lederman quien se encarga del relato en primera persona) y la belleza de los conceptos por uno aprendidos resultan enriquecedores e irrenunciables.

Todo esto tiene que ver con la física de partículas elementales, esto es, con lo que hay más allá del “indivisible” e “invisible” átomo y sus componentes fundamentales por todos ustedes conocidas: protones, electrones y neutrones. Fue así como aprendí que un protón está conformado por tres quarks, dos hacia arriba (up) y uno hacia abajo (down), a diferencia del electrón, que lo está por dos hacia abajo y uno hacia arriba, y a los cuales los gluones les sirven como una especie de “pegamento” entre ellos, tanto en uno como en otro caso. Lo impresionante radica en el hecho de que se haya llegado a tal grado de conocimiento de la materia.

También aprendí que lo que antaño se conocía como éter, es decir, el “vacío” que nos envuelve y en el que hasta Newton creía, no así Einstein, ha sido sustituido por el campo de Higgs y otra partícula elemental, el bosón del mismo nombre, la archifamosa partícula divina, y que le valió a Peter Higgs el Nobel de Física 2013 por haberla detectado en el Large Hadron Collider (LHC), Gran Colisionador de Hadrones, del Centro Europeo de Investigación Nuclear (CERN, por sus siglas en francés).

En realidad, Lederman quiso titular su libro La partícula maldita sea (The Goddamn Particle) por su dificultad para encontrarla, pero presiones editoriales lo llevaron a cambiar dicho título a The God Particle (La partícula divina).

Sin embargo, yo estaría de acuerdo en que se le llamase partícula divina, ya que al ser la responsable, junto con el campo de Higgs, de dar masa a las partículas fundamentales, dicha masa permite la formación de átomos, moléculas y, en suma, del mundo tangible.

¡Vaya un entusiasta aplauso para tan transcendental logro del Homo sapiens y su embelesadora belleza!