La conocí hace poco y, a pesar de la diferencia de edades -ella de 54 y yo de 74-, la entendí a la perfección desde el principio, habiéndome hecho pasar noches inolvidables (perdón, Elena). La he tratado todos los días desde entonces y no para de decir y decir cosas, pero sin aburrirme. Es más, recuerda exactamente dónde se quedó el día anterior y desde ahí reanuda su encantadora conversación el nuevo día. ¡Es adorable!
Resulta increíble el entusiasmo que logra despertar una nueva amistad de este tipo, anda uno con esa alegría de aquí para allá y no deja de pensar en su nuevo amor todo el día, queriendo estar a su lado permanentemente y pensando sólo en las deliciosas noches que aún le quedan por disfrutar junto a ella. A los 74 y con sarampión, pero no importa, se olvida uno de todo sus males. Impredecible y entrañable destino que nos tiene deparadas este tipo de sorpresas.
Me estoy refiriendo a la novela Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa, quizá la más faulkneriana de sus obras, con su compleja estructura y su tiempo no lineal. Ahora entiendo mejor esa admiración y pasión de don Mario por William Faulkner, pues me hizo recordar a El ruido y la furia, ¡Absalón, Absalón! y tantas otras novelas del laureado con el Nobel autor norteamericano. No en balde a Vargas Llosa también se le otorgó.
Mario Vargas Llosa me da la razón en el prólogo de su libro cuando afirma: “Ninguna otra novela me ha dado tanto trabajo; por eso, si tuviera que salvar del fuego una sola de las que he escrito, salvaría ésta.”
No entro en el tema de la novela para no espoilearles el gusto y por quedarme todavía varias noches de disfrute con mi nuevo amor. ¡Viva la buena literatura!
Por cierto, mi yerno me diagnosticó que lo mío no es cáncer de próstata, sino de Proustata (http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2023/09/insoportable-sufrimiento.html).