Cursé mi educación básica e intermedia en la Ciudad de México en escuelas católicas a ultranza en las décadas de los 50/60 del siglo pasado, y todavía recuerdo cómo durante la Cuaresma, mientras formábamos filas los viernes al mediodía en el patio del plantel antes de romper la formación para el inicio del recreo, se nos recordaba que ese día era vigilia y se nos conminaba a deshacernos de nuestros lonches si éstos contenían cualquier tipo de carne. Y ahí tienen a los dóciles estudiantes arrojando sus tortas a un inmenso tambo de basura hasta desbordarlo tan pronto sonaba la campana indicando el comienzo del esparcimiento, parte del cual lo constituía la disposición de nuestros itacates, pues los niños verdaderamente gozaban arrojando jocosamente su alimento al barril, a sabiendas de que tenían la aquiescencia de sus mentores para cometer tal villanía que en otras circunstancias hubiera sido imperdonable. Mi madre, siempre previsora y estricta observante de la vigilia, aunque nunca pusiera un pie en los templos los domingos y fiestas de guardar ni jamás confesara sus pecados ni mucho menos comulgara, me preparaba un bolillo con frijoles, auténtico precursor de los molletes de hoy en día.
Lo anterior me recordaba las orgías romanas que tanto criticaban los hermanos de las escuelas cristianas bajo cuya férula estudiábamos, sólo que aquí en vez de devolver los alimentos después de ingerirlos para poder seguir comiendo, nos deshacíamos de ellos antes de deglutirlos, con la consecuente inanición.
Yo pienso que un término medio a todo lo anterior lo constituiría lo que un buen amigo leonés ha practicado desde siempre: los viernes de Cuaresma se detiene en la primera taquería que se le cruza en el camino y ordena un par de tacos de pescado, y ya después de esto, una vez cumplido el católico precepto, se refina tres más de carnitas: nana, buche y nenepil. A eso se le llama gozar de un amplio criterio.
Hace casi sesenta años que abandoné prácticas tan salvajes, pero en aquella época era yo un muchachito imberbe de 9-10 años de edad que no tenía de otra más que observar todas las deposiciones, digo, perdón, disposiciones eclesiales. Me faltaba aún una década para declarar mi independencia total de pensamiento, algo que aprecio más que ninguna otra cosa en la vida, esto es, ¡mi libertad!, lo cual coincidió con mi ingreso a la bendita universidad.
Todo esto viene a cuento porque el otro día acompañé a Elena al súper, pues no daba yo crédito a que la carnicería del barrio cerrara los viernes de Cuaresma, no sé si por cuestiones económicas o para evitar que la ciudadanía cayera en pecado, pero sí, en efecto, ¡cierra esos días!
En todo caso, permanece cerrada por cuestiones religiosas, ya sea porque los leoneses son muy mochos y no compran ni comen carne ese día o porque los tablajeros de marras están muy preocupados por la “moral” pública. Ignoro si se trate de un caso más generalizado, pero imaginen un restaurante que no ofreciera platillos cárnicos a sus clientes los viernes de Cuaresma o que advirtiera a sus comensales que no fueran a pecar en tan sacrosanta ocasión devorando una chuleta. ¡Qué bizarría!
¡Lo bueno es que a partir de este Sábado de Gloria ya no obliga la vigilia!