Desde hace
varios meses tenía yo la intención de releer La guerra y la paz del entrañable León Tolstoi, hasta que un
artículo de Vargas Llosa en este mismo espacio me orilló definitivamente a
ello. Don Mario dice que la primera lectura que realizó hace muchos años de la
inmortal obra del autor ruso le pareció sobre la guerra, pero que ahora, con la
segunda lectura que hacía del libro, le parecía indudablemente que versaba
sobre el amor. Quizá se debiera a la circunstancia por todos conocida de que
éste, el amor, llamaba nuevamente a las puertas del corazón del otoñal Nobel
peruano en la persona de Isabel Preysler.
Junto con Los Buddenbrook, de Thomas Mann, el
libro de Tolstoi es lo mejor con lo que me he topado en la vida. Por lo menos ya
fui capaz de citar dos libros más que Peña Nieto en su fallida comparecencia en
la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara en 2012.
Sin embargo, la
magna y extensa obra de don León (casi mil páginas en la edición Sepan cuántos, de Porrúa) no se limita a
estas únicas circunstancias, guerra, amor y paz, sino que son estudios
completos de múltiples otros tópicos. Todavía recuerdo, de la primera lectura,
cuando se mete a divagar sobre el problema de Aquiles y la tortuga, a propósito
de un pasaje que envuelve a un viaje en ferrocarril, si mal no recuerdo. Ya me
acordaré ahora que llegue ahí de nuevo.
Pero también
cuestiones filosóficas propias del autor o de la idiosincrasia de los múltiples
personajes que aparecen en escena. El pasaje, por ejemplo, en el que el
arrogante, pero justo, príncipe Andrés Bolkonski perora a Pedro Bezukhov:
“Bueno, vaya. Tú quieres redimir a los campesinos, bien está, pero no por ti,
porque supongo que no has matado a nadie a latigazos ni has deportado a ninguno
a la Siberia, y menos todavía por ellos. Y hasta te diría que, si se les azota
y se les manda a Siberia, no es un mal para ellos. En la Siberia llevan una
vida bestial. Las heridas de la carne se cicatrizan y son tan felices como
antes. Eso es necesario para los hombres que mueren moralmente, que se
arrepienten, pero que ahogan el arrepentimiento y se envilecen por el hecho de
tener la posibilidad de castigar justa e injustamente. A éstos les compadezco,
y por ellos quisiera emancipar a los demás. Tú quizás no has conocido a
ninguno, pero yo he visto hombres de buenos sentimientos, educados en la
tradición del poder ilimitado, a los que los años han vuelto más crueles y
groseros, y lo saben y no pueden contenerse y cada día son más desgraciados.”,
no deja de tener un encanto irresistible.
La idiosincrasia
de Tolstoi, desde luego, no es la de Bolkonski, pero indudablemente conocía
bien a los que como él piensan para describirlo tan magistralmente. La de
Tolstoi es más bien como la del interlocutor de aquél, Pedro Bezukhov, que cree
que las ideas así expresadas por Andrés están inspiradas en el padre de éste,
pero no se atreve a contestarle. Más aún, Bolkonski continúa: “He aquí lo que
compadezco: la dignidad humana, la tranquilidad y pureza de conciencia, y no
sus espaldas y sus cabezas, pues por más que les azotes y les arrastres,
siempre serán las mismas espaldas y las mismas cabezas.” Alarmado, Bezukhov no
puede más que contestar: “¡No, no, y mil veces no! No seré nunca de esa
opinión” (La guerra y la paz, p. 298,
Colección Sepan cuántos, Editorial
Porrúa, 1999).
Y digo que
Tolstoi es como el rico -aunque modesto y hasta tímido- heredero Bezukhov, pues
al igual que éste en la ficción, aquél en la realidad llevó a cabo mucha de la
obra altruista con el campesinado descrita en la obra, en su natal Yasnaya
Polyana, distrito de Tula.
Es interesante
observar cómo otras grandes obras, tanto en extensión como en calidad
literaria, tienen esta misma particularidad: la de ser verdaderos tratados de
muchos otros tópicos, al margen de su trama principal. Es el caso de otro ruso
inmortal, Fiódor Dostoievski, y su seminal Los
hermanos Kramázov, en la que no sólo pone a disertar a un chiquillo de
alrededor de diez años sobre el origen de los griegos, sino que incluye dentro
de la obra su sublime El gran inquisidor,
que es en sí misma una logradísima creación del genial autor, solaz de los que
hace mucho dejamos de creer. Esta obra se ha llegado a publicar por separado.
Y qué decir de
Thomas Mann y sus Buddenbrook, que en
mí provocaron que asimilara la obra maestra del gran filósofo alemán Arthur
Schopenhauer, El mundo como voluntad y
representación. Pero también de Mann son La montaña mágica, donde el autor entra en una curiosa discusión sobre
las setas, comparándolas en sus propiedades nutrimentales y de apariencia nada
menos que con la carne de res, y Fausto,
donde incluye numerosas y complejas digresiones técnicas sobre música, que
únicamente los iniciados entienden cabalmente.
Pero también es
el caso de Cervantes y la obra cumbre de la literatura universal, El Quijote, donde hasta se da el lujo de
incluir ¡una novela en tres capítulos! dentro de la novela misma: Curioso impertinente.
¡Pude listar
tres libros adicionales más a los dos con los que ya superaba a Peña Nieto en
un principio! Me imagino que si continúo podría enumerar algunos más, pero no
quisiera sonrojarlo.
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