En mi artículo antepasado les relaté cómo llegué casi por casualidad a la lectura de una edición chafa de la obra cumbre de William Faulkner, ¡Absalón, Absalón!, y, consecuentemente, grande también de la literatura universal de todos los tiempos. Quien reavivó el gusanillo de leerla fue Juan Carlos Onetti en la magistral semblanza que del autor hace Michi Strausfeld en su Mariposas amarillas y los señores dictadores, cuando a la pregunta de qué es para él la literatura y cuáles son sus libros y autores favoritos, Onetti responde: “No sé lo que es la literatura. Es una cosa tan distinta para tanta gente. Para mí siempre ha sido una fuente de felicidad. Y hay muchos, muchos escritores que me buscan siempre: Faulkner, Cervantes, Céline, Dostoievski o Marcel Proust. Una vez releí ¡Absalón, Absalón!, y tuve tal sensación de admiración y de envidia que no seguí para adelante.”
Yo también lo releí, inmediatamente después de que lo hice con mi copia pirata, pero ahora en la soberbia edición de Bernardo Santano Moreno, que les platiqué que adquirí en Amazon al inusual precio de 379 pesos, digo, porque en formato electrónico suele ser mucho más bajo, pero créanmelo, yo estaría dispuesto a pagar mucho más por un trabajo tan esplendoroso, y más si éste se hizo con semejante obra.
El nombre le viene a la novela de Absalón, hijo del rey David, quien llega al extremo de mandar matar a su medio hermano Amnón por haber violado a su hermana Tamar, también media hermana de Amnón, y de quien éste estaba prendado. En esta historia la cosa no paró ahí, sino que, muerto Amnón, cuando Absalón quiere pelear sus derechos de primogenitura, conspira contra su propio padre y se proclama rey en su ausencia, pero mercenarios que apoyaban a David entran en liza contra Absalón, quien, en su huída, se enreda con su hermosa cabellera en las ramas de un árbol, momento que aprovechan los de la jauría para atravesarle el corazón por la espalda con jabalinas, hecho que el rey David lamentó con profunda pena y regresó a sus dominios como si hubiera perdido la batalla. La sucesión, por otro lado, estaba reservada para Salomón.
La analogía con la obra de Faulkner termina en el asesinato de Charles a manos de su medio hermano diez años menor, Henry, para impedir que aquel se casara con su hermana, dos años más joven que él, Judith, y también media hermana de Charles. El final de Henry, aunque trágico, no fue directamente culpa del padre, Thomas Sutpen, cacique sureño sobre el que versa la historia en tiempos de la esclavitud y de la Guerra Civil norteamericana. La razón que aduce Henry para impedir el matrimonio es que por la venas de Charles corre sangre negra. El entramado de la historia y los avatares de los personajes son narrados de manera tan magistral -orgásmica, pues- por Faulkner, que uno termina por caer rendido ante prosa tan excelsa. De veras, como para agradecer al cielo que existan artistas como estos. Lo hace, además, con continuos flashbacks, que terminan por confundir un tanto al lector, pero que agregan una belleza inusual a tanto dramatismo.
Y de la edición, qué podemos decir. Se compagina a la perfección con esta obra de arte. Ya había justipreciado yo en mi artículo anterior el magnífico ensayo sobre William Faulkner que Santano incluye al principio de la obra, pero no sólo ello, sino una extensa cronología bibliográfica del autor, además de una sinopsis invaluable de la obra, una muy completa bibliografía de autores que escriben sobre Faulkner, una cronología de la novela y una genealogía de sus personajes por demás esencial, y, finalmente, hasta un mapa del condado de Yoknapatawpha, mítico lugar creado por el genio del autor y donde se centran algunas de sus otras novelas. La admiración de Onetti por Faulkner es tal, que él también ubica mucho de su obra en su propio lugar mítico, Santa María.
Además, la edición incluye multitud de notas a lo largo de la narración que ilustran al lector no sólo sobre aspectos de la obra, sino sobre datos cultos que él no tendría por qué saber y de una amenidad incomparable, sean estos sobre personajes históricos, míticos, de la Guerra Civil de los Estados Unidos, en fin…
Es por todo lo anterior por lo que yo quería poseer este libro físicamente, no sólo en formato electrónico, pues es un libro para atesorarse. Ojalá alguno de ustedes me lo pudiera hacer llegar, pues a mí me fue imposible conseguirlo. Mi amigo Enrique Gómez Orozco, por ejemplo, director general del periódico para el que yo escribía, y que ya con anterioridad me hizo llegar En defensa de la Ilustración / Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, de Steven Pinker, y que en aquella ocasión evitó mi “suicidio”. Le juro que este otro, Enrique, me haría feliz y lo atesoraría yo como un auténtico incunable.