martes, 30 de octubre de 2018

Decepción (mea culpa)

Resulta imposible no incurrir en argumentos ad hominem tratándose de López Obrador, pero es obvio que su ignorancia, su deficiente formación académica y profesional, su falta de roce internacional al grado de no hablar otro idioma que el propio, el cual con dificultades balbucea, lo han llevado a tomar decisiones, ¡sin ser aún presidente!, como la cancelación del proyecto de Texcoco y la reforma educativa, la “suspensión” de la reforma energética, la dilución del Estado Mayor Presidencial, la reducción de salarios de la alta burocracia, con los riesgos que ello conlleva, la mudanza de las secretarías de estado y el costo exorbitante en recursos materiales y humanos que esto representa, la venta del avión presidencial, más lo que se acumule durante todo un sexenio que se antoja por demás ominoso aun antes de empezar.

Era imposible seguir con el antiguo régimen del PRIAN, que no representaba ninguna alternativa decente a este “peligro para México”. Simplemente los niveles de corrupción a que se llegó con el gobierno de Peña Nieto lo hacían imposible, por no mencionar las calamidades que también representaron las administraciones de Fox y Calderón, y ni qué decir de las siete décadas de dictadura perfecta.

Por todo lo anterior, voté en las pasadas tres elecciones por la única alternativa que nos faltaba, aunque, siendo honestos, esto no fuera estrictamente cierto ni por asomo, pero, bueno, era imperativo hacerlo, pues un sexenio más como el de EPN hubiera sido aniquilante. Era indispensable una sacudida. Desgraciadamente, el entusiasmo provocado por AMLO y el bono democrático que la ciudadanía le otorgó, rápidamente se están agotando, por lo menos conmigo y millones más de personas que como yo se sienten. El “pueblo es sabio”, pero el gobernante electo es ignorante y soberbio, para nuestra desgracia.

Cuando veo lo que está ocurriendo en los Estados Unidos con el imbécil que los gobierna y que nadie es capaz realmente de plantarle cara, en un país que si de algo se precia es de tener los mecanismos democráticos y de fuerza para hacerlo, me espanta imaginar lo que puede llegar a ocurrir en una nación tropical con un dictadorzuelo de pacotilla.

viernes, 26 de octubre de 2018

Elogio de una "pederasta"

Siempre fui muy llorón. Mi padre recordaba con embeleso cómo dejé una vez a mi madre en calzones en medio de la calle. Fue en el kindergarden donde “estudiaba” y yo salí berreando y corriendo detrás de ella para que no me dejara en esa casa de tormentos, me le prendí de las enaguas, que no era más que una falda ceñida a la cintura por medio de un elástico, y se la bajé hasta las rodillas. ¡Pobre señora!, ya imagino su desesperación, pues yo a esa edad era incapaz de percatarme de nada ni de guardar maldita la cosa en mi memoria para la posteridad, pero mi padre bien que se desternillaba de la risa cada vez que lo relataba.

Mi madre no era muy de manifestar sus sentimientos para con nosotros, mi padre y mis hermanos, en público, vamos, ni siquiera en privado, no porque no los tuviera, sino porque simple y sencillamente no se le daba. De ella heredé esa hosquedad, de la que tanto se quejan los míos hoy en día.

En fin, esa proclividad al llanto y la melancolía a esa edad pudiera explicarse como natural, pero que un güevoncito de siete años bien cumplidos siguiera suspirando con tristeza por su madre en primero de primaria, ya no lo era tanto, y, sin embargo, tal como se los platico. Mi “miss” en el Cristóbal Colón, en las calles de Sadi Carnot de la colonia San Rafael del entonces Distrito Federal, no dejaba de preocuparse y, angustiada, me llevaba a las oficinas de la señorita directora de primero y segundo para desembarazarse del problema.

Y ahí me tienen con esta dama, de no más de 25-30 años de edad, tratando de consolarme: “¿Qué te pasa, mi vida, estás triste?”. Cuando se enteraba que extrañaba a mi mami, se ofrecía a ir por mi hermano, que estudiaba con los “grandes” (tercero a sexto de primaria), al otro lado de la calle, donde, a diferencia de donde yo lo hacía en que laboraban puras “misses”, había solo maestros, mayoritariamente hermanos lasallistas. Y a mí se me iluminaba el rostro y de inmediato daba mi asentimiento.

La directora, enternecida con mi sorpresa y sentada en su sillón del escritorio, me daba unas nalgaditas, me rodeaba la cintura con su brazo, me arrepegaba contra sí y me daba un beso, y yo ya no requería de mi hermano, sino tan sólo que esa miss siguiera queriéndome como no se permitía ni se atrevía a hacerlo mi propia madre. “Bueno, ahorita vamos por él, mi cielo, mientras tanto, a tu salón”, y salía yo rumbo al matadero nuevamente, pero feliz y realizado por la altruista acción de este ángel.

Cuando sabemos que en la actualidad una acción así, que hace 62 años era absolutamente inocua, pudiera ser calificada casi casi como violación, no puede uno menos que lamentarlo. No porque no se esté de acuerdo en que así sea en vista de todos los crímenes que se dan hoy en día y que se daban incluso en la misma época que ahora relato, sino porque nada más ajeno a aquella miss encantadora que hacerme daño y ofrecerme en cambio el pecho de una madre amorosa.

¡He dicho!

viernes, 19 de octubre de 2018

París bien vale una lambada

En mayo de 2003 participé en una trivia de vinos que organizaba un periódico de la capital de la república con motivo del décimo aniversario de su aparición. El concurso estuvo abierto durante dos semanas y media y el ganador sería el que primero hubiera respondido acertadamente todas las preguntas de la trivia. El premio consistía en una visita para dos personas a los viñedos, bodegas y cavas de la compañía vitivinícola de Robert Giraud en Burdeos, Francia. Como yo, auxiliado por Internet, respondí el cuestionario el mismo día de su aparición antes de las doce del día, estaba seguro del triunfo.

En efecto, cuando el 30 de junio mi nombre fue anunciado como el del ganador durante una cata en la enoteca Tierra de Vinos que el diario organizó para los veinte participantes que primero respondieron el test, ello no constituyó sinceramente ninguna sorpresa para mí, aunque sí un enorme gusto para mi esposa y un servidor. El viaje por Air France podría ser tomado por el ganador en la fecha que mejor le acomodara.

Como por ese entonces andábamos involucrados en cuestiones más profanas como el cambio de residencia del Distrito Federal a cualquiera otra ciudad de la república para abrir cualquier tipo de negocio, decidimos posponer el viaje para finales de ese año, y así se lo hice saber al rotativo. Elena, mi esposa, muchísimo más despierta e inteligente que yo, fue la que se encargó de seleccionar el giro de nuestro potencial negocio y encontró así una tienda en León, Guanajuato, que estaba transfiriendo un franquiciante poblano harto de manejarla a distancia. Pues bien, nos mudamos en julio y empezamos a despachar en agosto, y henos aquí, más de quince años después y aún en ello.

Más tarde, le hice saber al matutino de la capital que estaríamos en posibilidades de hacer el viaje México-París-Burdeos a mediados de noviembre, pero la fecha se aproximaba y el diario no daba color, por lo que me vi obligado a enviar un correo electrónico de queja al secretario de Gobernación, Santiago Creel Miranda, bajo cuya égida se encontraba la Dirección General de Juegos y Sorteos, con copia al periódico. Esa misma tarde recibí un telefonazo de la representante del rotativo diciéndome que no era necesario llegar tanto, que al día siguiente recibiría yo por mensajería los pasajes para la fecha seleccionada.

Y así nos embarcamos, mi esposa y yo, en nuestra franco-aventura. Llegamos al hotel cuatro estrellas Edouard VII en el centro de París, donde se tenía una reserva a nuestro nombre por siete noches. Contábamos, además, con la promesa de que al día siguiente se nos harían llegar los boletos de tren París-Burdeos, lo cual, de acuerdo a Murphy, obviamente no ocurrió. Filosóficamente, le dije a mi esposa: “Mira, tenemos toda la semana con hotel pagado en París y un viaje de regreso a México garantizado, ¿por qué no tomamos uno de esos tours nocturnos a lo largo del Sena, ahora sí que con cena incluida, y no armo, como suelo, mayor pancho?”, y nos enfilamos a contratar un par de asientos en la embarcación que nos pasearía por el río Sena, con dos botellas de vino, tinto y blanco, por el mismo precio y, por supuesto, el pipirín.

Pues no solo eso, hasta conjunto musical traía el navío. Comprenderán que, después de una larga travesía y ya con cerca de un litro de vino en la sangre, pues mi mujer, aunque alegre, no bebe tanto como yo, a mí se me antojara bailar la clásica lambada, en aquellos tiempos tan de moda y que en esos instantes interpretaban nuestros músicos, en la exigua pista de baile de la embarcación. Y ahí me tienen, a mí, que no sé bailar ni la perinola y que por elemental vergüenza nunca danzo, dándole rienda suelta a mis más bajos instintos, afortunadamente ante puros extraños, que hasta rueda hacían alrededor de nosotros palmeando al pegajoso ritmo de la lambada y coreando ¡ue, ue, ue, ue…!, como en chilanga posada, pues. Seguro murmuraban entre ellos: “No cabe duda, el que lo trae en la sangre, lo trae”. Y yo, dale y duro al entre perneo, no en balde aquella inmortal creación de una tortería en la hoy Ciudad de México, que se atrevió a bautizar su creación estrella como lambada: pierna, huevo y chorizo. En fin, ¡memorable noche parisina aquella!

Cuando, ya de madrugada, regresamos al hotel, cuál no va siendo nuestra sorpresa de encontrarnos con dos pasajes de tren París-Burdeos-París para esa misma mañana y que alguien había deslizado por debajo de la puerta de nuestra habitación. Ni modo, a medio dormir y a prepararse, sin importar la cruda.

En Burdeos nos recibió el Director de Exportación de Robert Giraud, Francis Unique, que lo primero que nos dijo fue que el día anterior nos hubiéramos sentido muy importantes pues, como nos esperaban desde esa fecha, se la pasaron voceándonos por el altavoz un buen rato.

Y a conocer el châteaux de Giraud, con viñedos, bodegas y cavas incluidos. ¡Qué interesante y qué suprema belleza! Fue impresionante ver en las cavas botellas con, literalmente, siglos de añejamiento y que han sobrevivido a guerras y personajes históricos, como Napoleón. “De la calidad del contenido de esas botellas, yo no me responsabilizo”, nos sentenció Monsieur Unique. Cuando andábamos en esas, entró una llamada ¡para mí! al móvil de Francis. Era la representante del periódico de México que quería saber cómo nos la estábamos pasando. De maravilla, le dije, no tengo queja. Me comunicó que nos mandarían a un hotel de categoría superior al Edouard VII, en París. “Pero si estamos muy a gusto en éste y además ya está pagado”, protesté. “También el otro y estarán mucho mejor. Que disfruten mucho su viaje”, me respondió, sin más.

Al día siguiente, Francis nos llevó a comer a un restaurant gastronomique en plena campiña francesa, el Au Sarment (33240 Saint Gervais), el mejor en el que he estado en toda mi vida, hasta la fecha. ¡Qué delicia!

De regreso en París, comprobamos que nuestro ángel guardián en México no se había equivocado: el nuevo hotel era simplemente sensacional, y todavía nos quedaban un par de noches. Así que tuve una nueva ocurrencia: “Oye, Elena -le dije a mi esposa-, ya que no hemos gastado casi nada, excepto la bacanal en el Sena, ¿y si hacemos reservación en el famosísimo Restaurant de la Tour d’Argent, ahí donde te dan hasta el certificado de nacimiento o defunción del patito al orange que te estás refinando?”.

Y ahí vamos los esnobs, rumbo al despelucadero, pues aquí estoy viendo el ticket de consumo que aún conservo y que reza en su total ¡356 euros!, y nada que ver con el Au Sarment que les acabo de comentar. Lo verdaderamente memorable resultó cuando le pedimos al mesero que nos tomara una foto en la mesa con una cámara ¡desechable! Ni modo, los celulares no eran por entonces de uso tan generalizado, pero sí noté que de otras mesas emitían unas risitas furtivas y burlonas. Pero aún más lo resultó cuando se desató una tormenta pavorosa y típica de París, a tal grado que apagaron las luces del restaurante para que mejor pudiéramos apreciar la magnitud y belleza de los relámpagos. La catedral de Notre Dame, visible desde nuestra mesa, lucía esplendorosa y les juro que pude ver en un momento dado a Quasimodo desplazándose por sus corredores.

De regreso a México, me leí de un tirón en la aeronave Eugenia Grandet, de Honorato de Balzac. Me resulta incomprensible cómo el padre de Eugenia, Félix, individuo mezquino, avaro y miserable, evitó que durante su juventud ésta conociera un país tan esplendoroso como Francia, no porque lo diga la novela explícitamente, pero si hasta las necesarias velas para la iluminación le escatimaba por las noches, qué se podía esperar de otras experiencias más mundanas. Afortunadamente, Eugenia, sin volverse tampoco manirrota, pudo superar estas deficiencias de alma de su padre y le dio un uso más generoso a la fortuna heredada. Balzac no hace más que describir una situación mucho más generalizada de lo que imaginamos.

miércoles, 10 de octubre de 2018

Todo un personaje

Ya he relatado en ocasiones anteriores cómo las correrías de mi padre en el turismo y en la embajada de los Estados Unidos lo llevaron, y aun diría yo nos llevaron, a conocer y tratar a grandes personalidades, la menor de las cuales no es, por cierto, el mismísimo Secretario de Estado, en su momento, Henry Kissinger. Mi padre era una persona humilde y generosa, pero ello no obstó para que incluso este personaje se haya despedido de él diciéndole: "Señor Gutiérrez, cuando crea que pueda ser de utilidad para usted, no dude en contactarme". Esto no me lo platicó don Nicolás, sino que yo  fui testigo cuando se lo dijo una vez que lo hubimos dejado a buen resguardo después del Partido del Siglo, Italia-Alemania, en el mundial México 70 y, como recordarán, ya con unas cervezas de más Mr. Henry y yo.

Y casi lo mismo podría decirse de los astronautas de la Apolo 11, Neil Armstrong, Michael Collins y Edwin Buzz Aldrin, o de la secretaria particular de Jackie Kennedy, o de Sukarno, el primer presidente de una Indonesia independiente, o del legendario pitcher de los Dodgers de Los Angeles Sandy Koufax, ganador de tres premios Cy Young por decisión unánime (el primero en obtenerlo así y cuando el galardón era uno por toda la MLB y no por cada liga, como lo es ahora), o de los también legendarios Oliver Hardy y Stan Laurel, popularmente conocidos como el Gordo y el Flaco, o de Leo Carrillo, el súper famoso Pancho de la no menos conocida serie de televisión Cisco Kid, o de alguna Miss Universo cuyo nombre ya no recuerdo ahora, o de la Princesa Caramelo, que "inmortalicé" en algún relato anterior. En fin, de muchos de estos personajes conservé autógrafos que mi padre conseguía para nosotros, la gran mayoría de los cuales ha desaparecido con el tiempo, como lo han hecho quienes los plasmaron en papel.

Mi padre relataba con enorme placer y orgullo cómo Stan Laurel, el Flaco, lo complacía cuando le pedía que parodiara para él el famoso llanto que lo hizo tan popular en las pantallas, y cómo le pidió a Leo Carrillo, Pancho, que le enviara un saludo a sus hijos (nosotros) la noche que lo fuera a entrevistar Paco Malgesto en la televisión mexicana. Y ahí tienen a Paquito inquiriendo a Pancho si sabía hablar español, y él respondiendo: "Claro, me lo han enseñado mis amiguitos Coco, Ruly y Ceci, hijos de Nick, que me trajo a este estudio", o sea, mis hermanos y yo. Y ahí nos tienen a todos, incluida mi madre, desternillándonos de risa, producto de la pena y la emoción, ante el aparato televisivo por semejante osadía.

Con todo, nada se comparaba con la monumental responsabilidad asumida por mi padre a petición del Presidente de México Gustavo Díaz Ordaz durante la visita a nuestro país de Lyndon B. Johnson en 1968, una vez pasados los eventos protocolarios y cuando las familias de ambos presidentes se encontraron departiendo amistosamente en un salón de Los Pinos, ¡pero sin intérprete oficial! De inmediato Díaz Ordaz solicitó que se buscara a alguien, y no encontraron a nadie mejor que don Nicolás, que se hallaba ahí para la ocasión coordinando todo lo que tenía que ver con los traslados de Johnson y su familia en México. Mi progenitor se puso nerviosísimo, pues eso de ser intérprete "oficial" en un evento familiar al más alto nivel, literalmente, durante un encuentro binacional entre México y Estados Unidos, jamás lo hubiera soñado en su vida ni en toda la eternidad.

Una vez que hubieron presentado a mi padre con el Presidente Díaz Ordaz y percatándose éste del nerviosismo de Nick, le suplicó: "Don Nicolás, no se ponga usted así, esto es solo una charla informal, de familia, donde no se tratará ningún asunto de Estado, así que ánimo, no nos haga usted quedar mal".

El momento previo quedó inmortalizado en la foto que les adjunto, que apareció en la prensa de aquella época y donde mi padre es fácilmente identificable como el caballero de lentes que aparece justo a unos pasos del respaldo del asiento donde se apoltronó Lyndon B. Johnson, que aparece junto a su esposa Lady Bird Johnson, su hija Linda Baines Johnson (acuérdense que todos tenían que ser LBJ, para no desentonar con su rancho, así llamado, en Texas) y el propio Díaz Ordaz.

¡Gracias por estos hermosos recuerdos, Padre mío, tú sí que fuiste todo un personaje!