lunes, 27 de enero de 2020

Gobernador por una noche

Hace unos días soñé que durante un cónclave parecido al de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación sus miembros estaban seleccionando, de entre ellos mismos, a quien sería el próximo gobernador del estado de Guanajuato, en sustitución del inane Diego, proceso en el que ¡yo participaba! Por supuesto, no me otorgaba a mí mismo ninguna posibilidad, pero cuando me vi encima con cuatro de los once votos en disputa, empecé a abrigar “esperanzas” y, a la vez, llenarme de terror, pues a la par de un gusto masoquista, me asaltaban el temor y la duda de qué coños podría hacer yo en el cargo, para el que con toda generosidad me consideraba inapto, por decir lo menos.

Entre los presentes estaba Miguel Márquez Márquez, predecesor de Sinhue y su incuestionable padrino (en la tétrica jerarquía del abominable Yunque, presidido por su miembro más conspicuo, el siniestro Elías Villegas), lo cual era indicativo de que tendría que ser yo un gobernador panista. Cuando hube asegurado siete votos, ya que al parecer se habían ido todos con la cargada, me repetí: “Heme aquí, sin ninguna experiencia administrativa ni política, y próximo a gobernar Guanajuato”. Cuando estaba a punto de tirar el harpa, aun antes de empezar, alguna alma generosa ponía enfrente de mí a Cuauhtémoc Blanco, gobernador de Morelos, que quién sabe por qué extraña razón también deambulaba por ahí, y me quedaba claro que yo estaba más que capacitado para no únicamente ser gobernador del estado, sino Presidente de la República, donde también contaba con un ejemplo, quizá aún más dramático que el Cuau, para sentirme súper capacitado para dicho cargo.

En fin, tomaba yo posesión de la más alta investidura del estado y dentro de las primeras acciones de gobierno que dictaba destacó la que el clamor popular solicitaba incluso desde el sexenio anterior: prescindir de los hermanos lelos, tanto del “independiente” como del “otro”, y que llevaban años de mostrar su total incompetencia (parecían siameses, pues siempre aparecían en la prensa muy juntos el huno del hotro -diría Unamuno- adondequiera que iban) y tenían hundido a Guanajuato bajo una ola de terror jamás antes vista, y todavía hubiéramos tenido que tolerarlos varios años más.

En lugar del “otro”, nombraba yo a José Arturo Sánchez Castellanos, lo que provocaba los estentóreos berridos del primero, que a grito pelado clamaba que qué podría hacer en el ámbito de la seguridad un empresario renegado, sin darse cuenta de la propia ineptitud que durante tantos años había mostrado él en el puesto.

Y en vez del “independiente”, le otorgaba yo el nombramiento a ¡Sophia Huett!, para que concluyera el periodo transexenal que se le había concedido generosamente a aquel.

Pues bien, ambos personajes, Sophía y José Arturo, abatían los índices de criminalidad a niveles tan bajos como no los habíamos experimentado antes los guanajuatenses, nativos y por adopción.

Desgraciadamente, los sueños, sueños son, pero fue lo primero que le platiqué a Elena, entusiasmado, a la mañana siguiente cuando desperté, pues hacía tiempo que no gozaba yo de realidad virtual tan alentadora. Magínense, como diría AMLO, sin Diego ni el “independiente” ni el “otro” ¡ni criminalidad! El mismísimo paraíso, pues.


viernes, 24 de enero de 2020

Inspiración citadina

Finalmente, Elena y un servidor disfrutamos de cuatro días de vacaciones en el terruño (CDMX). Nos fuimos en uno de esos transportes privados que ahora ofrecen sus servicios en todas partes, muy cómodos, y que salen y llegan de lugares menos horrendos que las centrales camioneras. Nosotros, por ejemplo, salimos de Plaza Mayor y llegamos al Auditorio Nacional, y de regreso, a la inversa. Nos hospedamos, como de costumbre, en un hotel justo a espaldas de la embajada americana. Mejor ubicación, imposible.

Apenas llegando, nos enfilamos, a pie, por todo Paseo de la Reforma hasta llegar a Mariano Escobedo y de ahí, a la derecha, alcanzar el lobby bar del Camino Real para echarnos unos tragos. Elenita se refinó dos tequilas y yo ¡tres bohemias!, con música ambiente de fondo. La razón principal de nuestro periplo era compartir al día siguiente la “tradicional” comida anual (apenas llevamos tres) con una vieja amiga mía de toda la vida en nuestro restorán favorito, pero mi esposa quiso aprovechar también para ver a su mejor amiga, cosa que haríamos dos días después. Elena y yo conversamos de todo y, sorprendentemente sobrios, emprendimos de nueva cuenta a pie el camino de regreso al hotel, ya avanzada la noche y con un frío del carajo.

La comilona con Patricia, mi amiga, resultó de órdago, aperitivos incluidos y dos botellas de vino completitas, pero la señora, que es de carrera larga, nos llevó del restorán donde yantamos (más bien, “llantamos”) a otro más modesto, aunque acogedor, a empinarnos una tercera. Todo esto a pie, pues la dama no maneja, además, cómo, con tanto alcohol dentro de nosotros. Pero no paró ahí la cosa, ya que cerca de media noche, Paty nos conminó a acompañarla, dijo, no a la visita de las siete casas, pero sí de las tres, y nos guió caminando a la terraza del Reforma Marquís a despacharnos media botella más de tinto, aderezada esta con unas tapas españolas. A la salida, empaquetamos, como pudimos, a mi amiga en un taxi rumbo a su domicilio y nosotros nos encaminamos ya de madrugada -a pie, para variar, y con otro frío del carajo- a nuestro hotel, que estaba sólo a unas cuantas cuadras de ahí. Estuve lo suficientemente sobrio como para llamarle a Patricia a su casa y asegurarme de que había llegado bien.

El miércoles, no tan temprano, caminamos sobre Reforma, aunque ahora en la otra dirección, hacia Avenida Juárez, continuamos por Madero y arribamos al Zócalo, pero yo creo que ya era muy tarde para la mañanera, pues pasaba de la una de la tarde. No obstante, dimos una vuelta completita a la explanada y le pedí a Elenita que me tomara una foto justo enfrente de la puerta principal de Palacio Nacional, y anduvimos divagando hasta por las laterales, pues ya ven que al pinche viejito loco se le ocurre luego salir a dar la vuelta y quisimos probar suerte para ver si nos topábamos con él, pero nada.


De consolación, nos fuimos al bar del restorán El Balcón del Zócalo, en el Hotel Central, a empujarnos unos alipuses para no perder la costumbre recientemente adquirida. Ahí, con una vista esplendorosa de la Catedral Metropolitana, El Palacio Nacional y el del Ayuntamiento, entramos en confianza mi mujer y yo y empezamos a divagar sobre los terribles problemas que se avizoran sobre el horizonte de nuestro querido México si el individuo de marras no enmienda el camino, pero, bueno, como lo que nos interesa ahora a nosotros es que por lo pronto le vaya bien a la familia, empezamos a especular sobre qué otro negocio pudiéramos iniciar además del que ya tenemos.


Elena era de la idea de emprender algo orientado a los jóvenes, aprovechando la cola del bono demográfico del que, sin duda, todavía gozaremos durante algunos años, y se dejó pensar en grande. ¿Qué tal –me dijo- un colegio con un nombre rimbombante, de esos como Nuevo Continente, donde estudiaron los hijos de nuestros vecinos? A lo que yo, más orientado, por cuestiones de edad, hacia el otro extremo, respondí: ¿Por qué no mejor una casa de retiro para ancianos con un nombre no tan rimbombante como Viejo Incontinente?

Y, cagados de la risa, emprendimos la marcha de regreso a nuestro hotel, pues había que estar listos para la otra reunión, ahora con Gina, la amiga de Elena.

miércoles, 15 de enero de 2020

El abuelo

El otro día fui a correr al Parque Metropolitano. Mientras calentaba, vi que una joven de alrededor de 25 años iniciaba su trote. Me puse como meta alcanzarla una vez que hubiera terminado con mi calistenia. ¡Qué va! Una vez emprendida mi marcha, sólo divisaba a lo lejos cómo se alejaba más y más, pero de repente se detuvo, aparentemente algo no andaba bien con su iPod. Nunca imaginé conseguir mi meta tan pronto. Cuando pasé junto a ella, me saludó y me infundió ánimos con frases típicas entre corredores. Correspondí de la misma manera a sus enternecedoras palabras.

No bien había yo recorrido unas cuantas centenas de metros cuando la chica me alcanzó y rebasó nuevamente, volviendo a alentarme con dichos similares a los anteriores. Otra vez la vi alejarse… y detenerse de nueva cuenta. Ella seguía alentándome entusiastamente cuando pasaba a su lado. Y así, no les miento, otras dos o tres veces más durante el largo circuito de siete kilómetros alrededor de la presa de El Palote. Con tantas ventajas, llegué un poco antes que ella a la meta. Cuando me retiraba, levanté la mano a lo lejos para despedirme, a lo que la muchacha correspondió con el mismo gesto, pero para mi sorpresa, con la mano me indicó que la esperara, pues algo tenía que decirme.


Cuando estuvimos cerca, con cierta pena me dijo que perdonara su atrevimiento, pero que no había podido evitar el irme acompañando, pues le recordaba mucho ¡a su abuelo! De repente, me sentí como el anciano de la caricatura de Quino que lleva de la mano a su nieto, que sostiene con su diestra un enhiesto globo de gas que se eleva hacia el cielo, mientras el anciano lanza piropos a diestra y siniestra a cuanta chica pasa a su lado, aterrorizándolas. En eso, el muchachito le pide al viejo que le detenga su globo mientras él amarra el cordel de su zapato, que se le ha desanudado. Para su sorpresa, el abuelo nota que el globo cae por los suelos como si éste se hubiera ponchado. Cuando el mocoso hubo terminado de amarrar su zapatito, le pide al desconcertado anciano que le devuelva su globo, el cual se vuelve a elevar turgentemente hacia los cielos.

Es entonces el abuelo el que se llena de terror y, cogiendo al nieto nuevamente de la manita, reemprende la marcha encorvado y deprimido, sin prestar más atención a cuanta chica guapa pasa a su lado.

Hagan de cuenta, tal fue el efecto que las palabras de la guapa de mi relato obraron sobre mí. ¿Tu abuelo también corre? -fue todo lo que acerté a preguntarle. ¡No, para nada, señor –me respondió-, él no se mueve como usted, ojalá tuviera su vitalidad!, lo que provocó que mi globo se levantara un tanto. Y continuamos así entablando un diálogo como si fuéramos conocidos de toda la vida. Al final, la chica se despidió de mí de mano y con un cariñoso beso en mi sudada mejilla, el cual, por supuesto, correspondí entusiastamente sobre la tersura de la suya.

Y emprendí la marcha de regreso hacia mi automóvil, asiendo firmemente el cordel de mi globo entre las manos para que no se me fuera a escapar a los aires.

viernes, 10 de enero de 2020

El genial Gauss

Hace muchos años escribí en estas mismas páginas un artículo en el que citaba al eminente matemático inglés G. H. Hardy, quien sugería que fue el enorme Johann Carl Friedrich Gauss el que dijo que si las matemáticas puras son la reina de las ciencias por su inutilidad, entonces la teoría de números es la reina de las matemáticas por su suprema inutilidad (http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2013/07/la-inutilidad-de-las-matematicas_18.html).

Cuentan que cuando Gauss era un estudiante de no más de nueve años de edad, su maestro de aritmética, harto del barullo que los alumnos traían en el salón de clases, les ordenó sacar sus cuadernos y en una hoja calcular la suma (S) de los primeros cien números naturales, es decir S = 1 + 2 + 3 +… + 99 + 100. Con ello pensó que mantendría ocupados a los niños la hora completa de lección.

Para su sorpresa, Friedrich necesitó de sólo unos pocos minutos para emerger con la respuesta, pero no únicamente eso. Me explico.

El niño vio que S = 1 + 2 + 3 +… + 99 + 100 es lo mismo que S = 100 + 99 + 98 +… + 2 +  1, de donde concluyó que 2S = 101 + 101 + 101 +… 101 + 101, sumando miembro a miembro, es decir 100 veces 101, o escrito de otra forma 2S = 100 x (100 + 1), esto es, S = 10100 / 2 = 5050.

¡Genial! Aunque su razonamiento no era original, pues ya antes en la Antigüedad alguien había arribado al mismo resultado, pero que un chiquillo de esa edad lo hiciera, presagiaba un genio de grandes proporciones, como de hecho ocurrió.

Pero ¿por qué digo que no exclusivamente llegó Gauss a la simpleza de que los primeros cien números naturales suman 5050? Porque su fórmula ¡es de aplicación general! O lo que es lo mismo, la suma S de los primeros ‘n’ números naturales es igual n x (n + 1) / 2.

Lo anterior se puede probar por el método de inducción matemática, en el que la fórmula se prueba para 1, que obviamente es cierta, pues S = 1 x (1 + 1) / 2 = 1; se supone cierta para ‘n’, y de aquí se prueba para n + 1:

n x (n + 1) / 2 + (n + 1) = {n x (n + 1) + 2(n + 1)} / 2 = (n +1) x (n + 2) / 2,

que demuestra nuestra aseveración. De aquí el nombre de inducción, porque al ser válida para 1 se sigue para ‘n’ de cualquier “tamaño”, valga la expresión.

Pues bien, esta maravilla la consiguió nuestro niño Gauss sin tanta parafernalia.


jueves, 2 de enero de 2020

"Dialogando" con mi radio

El lunes 24 de agosto de 1987, en pleno interregno entre mis dos matrimonios, ocurrió el inverosímil hecho que a continuación relato. Primero el contexto.

Por aquel entonces me preparaba con denuedo para correr el maratón de Berlín mes y medio después, el domingo 4 de octubre, después de haber participado decorosamente en el de Nueva York un par de años antes. Entrenaba todos los días, excepto, precisamente, los lunes. Además, como gozaba yo de las mieles de mi recuperada soltería, la semana anterior había acordado una cita para ir a comer con una hermosa chica de IBM, Norma, al restaurante Los Arcos, en Polanco. Por ello, tengo doblemente marcada tan indeleble fecha.

Como los lunes no entrenaba, me levantaba alrededor de las seis de la mañana y encendía, como todos los días, el radio para no sentirme tan solo, lo mismo que, con el mismo propósito, todas las luces a mi alcance: obviamente las de la recámara y el baño, pero también la del pasillo. Lo que me gustaba de la estación de radio que oía (Azul 89, en el 88.9 de FM) es que a las siete, cuando salía yo de bañarme, daba comienzo un programa conducido por una pareja de jóvenes, mujer y hombre, que sentía muy cercana, pues todos los días la escuchaba. Por supuesto, el programa era de lo más ligero y divertido.

Debido a las circunstancias concretas por las que atravesaba (mi cita y el arduo entrenamiento para el maratón), me levanté un poco nervioso y de malas esa mañana, después de una noche de no muy buen dormir. Estado anímico que ni siquiera un buen baño pudo atemperar.

Cuando me arreglaba frente al espejo después de ducharme, dio comienzo el mencionado programa radial. La chava, entusiasta y alegre como siempre, empezó la transmisión lanzando al aire sus no por conocidas menos amistosas palabras de todos los días:

- Qué tal amigos, ¿cómo están? Encantada de saludarlos como todas las mañanas. Hoy es lunes 23 de agosto de 1987…

Enfurruñado como andaba, me volteé de inmediato hacia el aparato y dije a voz en cuello:

- ¡Veinticuatro, pendeja, 24! –bien consciente de la fecha que estaba yo.

- ¡Uy, está bien, está bien, 24… 24, qué mal carácter! –¡me respondió ella al instante!

No daba crédito a lo que oía y me desternillaba de la risa, yo solo, como loco, tirado en el piso y con el enfurruñamiento huyendo lejos de mí. Cualquiera que me hubiese visto en ese momento hubiese dudado seriamente de mis facultades mentales.

Los chavos siguieron adelante con su programa como si nada, pero a mí me llenó de una alegría tal que me dio hasta para resultar simpático en mi cita con Norma y hacer un papel más que decoroso en el maratón de Berlín, que me calificó para el de Boston al año siguiente.