Me fascina la etimología grecolatina de la palabra melancolía: bilis
negra. Quizá esta fascinación explique mi propensión a padecerla desde tiempos
inmemoriales, dramatismos aparte. Cuando era un crío, pensaba que siempre
estaba cometiendo alguna falta y acudía continuamente al auxilio de mi madre
para inquirirle si no había hecho algo “malo” por cualquier obra o acción
recientemente ejecutada. En ciertas ocasiones, ella me miraba con azoro y
preocupación, pero en otras, temerosa de que en realidad estuviera yo violando
la norma, me amonestaba, con lo cual no hacía más que echarle gasolina al
fuego.
Con una conciencia tremendamente escrupulosa como ésta, el haber sido
inscrito en una escuela confesional de la ciudad de México representó para mí
cruzar el umbral del Infierno en vez de las puertas del Paraíso. Todavía
recuerdo los rezos, las confesiones, las comuniones y los “ramilletes
espirituales” autoinfligidos o impuestos por guías espirituales de cuestionable
honorabilidad. Estos temores explican por qué mi “segunda” comunión fue
exactamente ¡un año! después de la Primera, previa confesión o penitencia. Pero
además, con esa idea de creer que siempre estaba obrando mal, eran muy
frecuentes las “reconciliaciones” (confesiones rápidas al día siguiente de una
confesión “en forma” y justo antes de la comunión, para evitar el sacrilegio).
El rezo de rodillas al pie de la cama constituía un verdadero suplicio,
pues no era sólo el rosario literal que me aventaba ¡todos los días!, sino que
éste tenía que ser recitado sin la menor distracción, de tal forma que si yo
creía haber incurrido en una, volvía a repetir el Ave María o el Padrenuestro o
el Credo o el Yo Pecador que estuviera perorando en el momento. Con ello, se
iba incrementando el tono de mis plegarias, de tal forma que al final de la
hora y media o dos que pudiera durar este tormento mis padres estaban
convencidos de tener a alguien muy piadoso en casa, a pesar de que ninguno de
ellos lo fuera. Ignoro por qué no pararon en seco mis virtuosas inclinaciones y
me hicieron ver que eso no estaba bien.
Los padrecitos de la colonia donde vivía se pintaban solos. Sujeto, como
estuve, a escuelas únicamente para varones desde la primaria hasta la
preparatoria, resultó muy natural para mí, sobre todo en la primaria, verle
cara y forma de niña a los niños más bonitos de la escuela, de tal suerte que
mis escrúpulos dictaban que durante la siguiente confesión debía yo expiar
crimen tan abominable. Pero cómo declararlo sin ponerme muy en evidencia con el
sacerdote y, más aún, sin que estuviese yo mintiendo con la verdad. Ya estuvo:
acúsome padre de hacer cosas “inmorales”. Generalmente funcionó, pero cuando
finalmente me topé con un miserable que quiso saber más y yo cándidamente le
confesé que veía a ciertos niños como si fueran niñas, montó no sé si en cólera
o indignación y sin ningún recato y violando el secreto de confesión me gritó
que estaba yo enfermo, que lo que necesitaba no era un confesor sino un médico.
Yo, con toda la vergüenza del mundo, lo único que quería era que la gente de
alrededor sólo supusiera que lo que le había dicho al párroco era que andaba
flojo del estómago.
Los maestros en la escuela, no todos hermanos o religiosos, lucían
también sus prendas, y así, uno de estos seglares, titular mío en segundo de
secundaria, hizo época cuando quiso obligar a un compañero judío, de apellido
Farca, a realizar la consabida peregrinación a La Villa, pues era obligación de
todos como alumnos del plantel. Al resto, “sólo” nos obligó a confesar para estar
en disposición de comulgar al día siguiente en la Basílica de Guadalupe. Antes
no mandó a confesarse al pobre Farca también. Después de que los padres de éste
se quejaron y del consecuente escándalo que se armó, fue que mi maestro
desistió de su flagrante impostura o pedestre intolerancia. Aunque honestamente
pienso que lo único que perseguía era que Farca no se liberara de la friega así
nomás.
Sinceramente creo que doce años de este tipo de formación fastidiaron a
un espíritu sensible como el mío y explican mucho de la melancolía de siempre,
no únicamente de aquella época, sino de la que aún padezco hoy en día.
Después de todo lo anterior, se comprenderá el alivio que para mí
representó el ingreso a la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional. La
libertad total y la independencia plena. Renegué de todas las creencias que me
fueron inculcadas con calzador e hipocresía y, dentro de lo que cabe y habida
cuenta de lo que arriba digo, fui “feliz”. Como alguna vez mi esposa me lo
planteó en una disyuntiva: si te propusieran escoger entre ser libre y ser
feliz, ¿qué elegirías?, a lo que con presteza y sin chistar le respondí: ser
libre. Por ello, a los míos los formé en plena laicidad, no importa que los
vean como demonios por no haber hecho la Primera Comunión y a mi esposa y a mí
como arrejuntados por no haber jurado amor eterno ante Dios. Por cierto, en mis
primeras nupcias tampoco lo hice, pero en esta ocasión ya cumplimos una
“eternidad” de más de un cuarto de siglo y sólidos principios.
Quisiera afirmar que este mundo se aviene más con la idea de un demonio infinitamente perverso que hace cosas buenas para engañar que con la de un dios infinitamente bondadoso que permite cosas malas para “probarnos”, pero prefiero pensar que el mundo es lo que es, y en el que el más bondadoso de nosotros puede tener el más horrendo final y el más despreciable morir apaciblemente en su lecho y sin dolor, dependiendo absolutamente del azar, y, en ambos casos, sin mayores consecuencias para la eternidad. Amén.
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