lunes, 28 de septiembre de 2020

Pinche vieja tan majadera

 Mi último deseo antes de morir: terminar el libro que en ese tiempo estuviera leyendo.

Nunca antes había leído un libro escrito por alguien -hombre o mujer- que se solazara tanto con la utilización de epítetos y “malas” palabras, así como en procacidades y escenas escabrosas, como lo hace Fernanda Melchor en Temporada de huracanes (Penguin Random House, 2017): de cada tres palabras, cuatro son leperadas o escabrosidades. O como diría el clásico: no, menos, cinco. Pero lo que al principio me pareció un tanto chocante, se fue diluyendo con el paso de las páginas hasta encontrarme sumergido y sin darme cuenta en una fascinante lectura, a pesar de que el estilo no merma a todo lo largo de esta maravillosa novela que incluso me inspiró el epígrafe que antecede. ¡Qué  bueno que existan pinches viejas tan cabronas y majaderas, las muy hijas de su puta madre! (Sentencia esta última que parece extraída de la prosa de la sublime Melchor).

La connotada académica Sara Sefchovich hace una denodada defensa de la escritora y apunta varias razones por las que debería ser merecedora del premio Booker International (Confabulario, El Universal, 1 de agosto) por esta novela, prestigiadísimo premio literario otorgado a escritores con obras de ficción publicadas en inglés. No quiero imaginar las de Caín que ha de haber pasado la traductora, Sophie Hughes, para poner esta joya en el lenguaje de Shakespeare, no en balde el premio en metálico se hubiera dividido entre ambas en montos iguales. No ganaron, pero estuvieron dentro de las seis duplas finalistas.

Fernanda nació en 1982, es decir, fácilmente podría ser mi hija, pues le saco la friolera de 33 años de edad, por lo que me resulta difícil imaginar cómo obtuvo esa maestría para el manejo del lenguaje, no sólo el de la gente “decente”, sino el de la plebe. Y no únicamente eso, el conocimiento que muestra de las costumbres y miserias de los estratos más bajos de la sociedad es asombroso y subyugante. Pero sobre todo, los hablares, que a final de cuentas fue lo que le permitió ser finalista de tan reconocido galardón.

El placer estético se mide por separado, pues cuando alguien, paradójicamente, se olvida de las miserias de esta vida sumergiéndose en la descripción de las mismas, al grado de representar su lectura uno de los alicientes para seguir vivo, no le queda más que reconocer la grandeza de una auténtica obra de arte.

Mientras siga habiendo literatura de tan alta gradación, uno puede muy bien prescindir de todo lo demás, hasta de sus melancolías.

jueves, 24 de septiembre de 2020

Migrantes

El fenómeno de los migrantes es magistralmente narrado en la novela Las uvas de la ira (1939), del laureado autor norteamericano John Steinbeck, Nobel de Literatura 1962. En el libro el escritor nos refiere las peripecias de una familia que tras el despojo de sus tierras por sus acreedores y la llegada de la “automatización” (básicamente el empleo de tractores) para el cultivo, se ve obligada a partir del terruño en Sallisaw, Oklahoma, rumbo al oeste, sin ningún plan determinado, pero arribando finalmente a la próspera California. En el ínter se detienen y emplean por escasos días y paga aun más escasa (en verdad, miserable) en diversos puntos, antes de llegar a su destino final.

Es imposible no pensar en lo que ocurre más de ochenta años después y en los mismos lugares, aunque no ya con sus migrantes, sino con los que les llegan de fuera de su país. Describe el autor cómo veían los lugareños a sus paisanos recién llegados: “Hombres que nunca habían sentido hambre, conocieron las miradas de los hambrientos. Hombres que nunca habían sentido ansias de algo, vieron en los ojos de los emigrantes la llamarada de la necesidad. Y los hombres de los pueblos y de los campos suburbanos se unieron para defenderse; y se tranquilizaron con el pensamiento de que ellos eran buenos y los invasores eran malos; los hombres siempre deben hacer esto cuando se aprestan a luchar. Dijeron: ‘Estos malditos okies (despectivo del natural de Oklahoma y que aplicaban a todos los migrantes) son sucios e ignorantes. Son degenerados, maníacos sexuales. Estos malditos okies son ladrones. Se lo roban todo. No tienen sentido del derecho de propiedad… Traen enfermedades, son malolientes. No podemos aceptarlos en las escuelas. Son de otra casta. ¿Le gustaría que su hermana se fuese con uno de ellos?’”

¿Les suena familiar? Y si eso se pensaba de los propios compatriotas en aquellos lejanos tiempos, no quiero imaginar lo que se piensa ahora de nuestros connacionales, y no lo imagino, pues lo vivo en la realidad cotidiana de todos los días con las actitudes xenofóbicas del mismísimo presidente del país más poderoso del planeta y grupos fascistoides que lo corean.

En fin, durante su largo y sufrido periplo, los héroes de nuestra historia se dedican a la recolección de duraznos, la pizca de algodón y la vendimia, casi siempre en condiciones de precariedad extrema, ya que en ocasiones se prefiere desechar lo que se cosechó o se crió antes que dárselo a comer a los hambrientos migrantes, con tal de no derrumbar los precios de mercado de los alimentos. El autor advierte: “En sus almas las uvas de la ira van desarrollándose y creciendo, y algún día llegará la vendimia.”

No obstante todo lo anterior, las inconmensurables muestras de piedad entre ellos mismos que dan los migrantes -extraños entre sí- a lo largo de toda la novela, pero especialmente al mero final, provocan un nudo en la garganta.

viernes, 18 de septiembre de 2020

Explicación no pedida...

Cuando tenía 27 años de edad (increíble, Elena, mi esposa, contaba entonces con tan sólo once) sufrí una amarga decepción amorosa que me llevó a consultar a tres siquiatras distintos en fila. El primero, un doctor Barragán, que resultó ser mi maestro de anatomía en segundo de prepa, de inmediato esquivó el bulto diciendo que por la naturaleza de mi “padecimiento” sería mejor que me atendiera una siquiatra, de quien he olvidado el nombre. De cualquier forma, no aguanté muchas sesiones con ella y pronto se deshizo de mí diciendo que lo que yo necesitaba eran medicamentos, que me iba a recomendar con otro especialista más, también siquiatra, que era un chingón para eso de los barbitúricos, del que tampoco recuerdo de su nombre.

Y ahí me tienen, yendo a un lúgubre consultorio de Tlalpan, donde el viejo galeno atendía. De entrada, me recetó unas pinches pastillitas moradas (Motival) que resultaron peores que el demonio, pues me llevaron a una depresión más aguda que la que ya traía. En fin, estuve en consulta con él durante otras cuantas sesiones, pero lo que les quería comentar era lo que aprendí con él. Obviamente, mucho de lo que traté en consulta tenía que ver con el problema que me llevó ahí: la manera tan abrupta en que una encantadora dama me había mandado al carajo sin la menor consideración, después de un flirteo de aproximadamente un año.

En un momento dado, este tercer siquiatra me confrontó y me dijo:

- Es que usted está incapacitado para querer a nadie, no ya digamos amar.

- Pero ¿por qué dice eso, doctor?- me preocupé.

- Pues simplemente porque es usted incapaz de quererse a sí mismo, y si no se quiere a sí mismo, que es el ser humano a quien tiene más cerca y con quien convive las veinticuatro horas del día, es imposible que vaya a querer usted a nadie más. Digo, no podemos negar lo evidente- peroró el especialista.

- ¿Eso implica que nunca seré querido por nadie, doctor?- me lamenté.

- ¡No, no, no, no, yo no he afirmado tal! No quiera transferir sus limitaciones a los demás. El que esté incapacitado para querer, no quiere decir que no vaya usted a correr con suerte y se encuentre a alguien lo suficientemente desprevenido como para que lo quiera, y en una de esas, una mujer que hasta lo ame, como la dama que lo acaba de botar- concluyó doctoralmente mi “confesor”.

Así fue como yo aprendí, y ahora ustedes saben, por qué no puedo querer a nadie: está en mi naturaleza, como en la de los alacranes. Por ello, yo traduzco el muy inglés To love como To lerar. Es lo más que me puedo permitir yo con la gente: tolerarla.

… culpabilidad manifiesta. ¡Perdón!


lunes, 14 de septiembre de 2020

Apología del papel

Me llevó a recordar mis apuntes de análisis complejo de hace cincuenta años en la Facultad de Ciencias de la UNAM, esos que con tanto empeño, dedicación y cariño pasaba en limpio en casa cada tercer tarde, y que constituyen ahora un auténtico incunable personal. En estos tiempos hubieran desaparecido entre el cúmulo de basura electrónica que desechamos todos los días. Entonces no: una pluma, un lápiz, un compás y decenas de hojas blancas de papel escritas por los dos lados los hicieron inmortales, junto con el recuerdo de aquel sabio que me enseñó a amar la materia, de tanta utilidad hoy día en que he decidido adentrarme en el tópico para desentrañar el misterio que se esconde detrás de la conjetura de aquel genio de hace más de siglo y medio, que versa sobre el tema y nadie, jamás, ha podido probar.

Me sirvió, también, para hacer consciente el placer de leer el papel periódico todos los días junto con el desayuno, placer que para nada brindan una tableta o un celular: mancharse los dedos de negro y en seguida apurar con las mismas manos el pan que se devora con gula y riesgo de contraer el coronavirus. No en balde Hegel decía que “La lectura de los diarios por la mañana era el rezo matutino del hombre moderno” o Luis Buñuel en su autobiografía: “Si volviera a nacer seguiría fumando y temprano por la mañana, lo primero que haría sería ir a comprar el periódico”.

Me hizo, también, ordenarlo el sábado pasado por Internet a Amazon, poco después de la hora de la comida. El gigante de Jeff Bezos no dejó de informarme constantemente mediante diversos correos electrónicos el curso de mi pedido, hasta que el domingo, temprano, a menos de 24 horas de haberlo ordenado, me informó que estaba a punto de entregármelo, cosa que hizo a las 4 en punto de la tarde, lo cual representa un auténtico mentís para los libros electrónicos, pues los de papel se pueden obtener con una velocidad que los equipara, aunque nunca podamos equiparar el placer que unos y otros producen, ya que los de papel son incomparablemente superiores.

¿Que de quién hablo? Nada menos que del nuevo libro de Arnoldo Kraus Apología del Papel (Sexto Piso, 2019), con ilustraciones de Vicente Rojo, y de donde tomé la citas de Uumberto Eco citando a Hegel y de Buñuel.

El libro de Kraus tiene las características de un libro infantil, tanto en sus dimensiones como en su formato. Es un libro de pasta dura, en caracteres grandes, con una extensión de 45 páginas y profusamente ilustrado con los preciosos trabajos en papel (¡pero por supuesto!) de Vicente Rojo.

Un libro que provocó en mí todas las reacciones anteriores y con las características recién descritas es un libro no únicamente para leerse, sino para atesorarse.


viernes, 11 de septiembre de 2020

Remordimiento

Mi amigo RS me visitó intempestivamente la otra noche y me preguntó que si me encontraba solo, pues tenía necesidad de platicarme algo.

Resulta que el día anterior por la tarde fue a visitar a su amiga X, ya que ella, en su ansiedad, quería conversar con él. X actuaba de manera extraña y, en efecto, parecía muy ansiosa. Estuvieron hablando de cualquier cosa durante un buen rato hasta que los sorprendió la noche, sin dejar ella de manifestar ese extraño comportamiento. De repente, se acercó a mi amigo y con un actuar un tanto grotesco producto de su estado, lo besó y se le insinuó. RS, que nunca había tenido una proximidad tal con X, sutilmente la rechazó, no queriendo en su situación abusar de ella, pero que tampoco se ofendiera por su negativa. La mujer le insistió en que no lo tomara a mal, que conocía a Ch, su esposa, y que jamás se atrevería a traicionarla de esa manera, que lo único que quería era intimar con él esa única vez.

RS se mantuvo firme en su suave negativa, la tranquilizó como pudo y, creyéndola a salvo, la dejó a buen recaudo y emprendió la marcha hacia casa para reunirse con Ch y los hijos. Se olvidó como pudo del asunto y, después de cenar frugalmente, se retiró a la cama a tratar de conciliar el sueño, que difícilmente consiguió.

La mañana siguiente, sin embargo, fue de terror para él, ya que se enteró por las noticias que, la misma noche que había departido con ella, X, cual espectro nocturno envuelta en su camisón de dormir, se arrojó por la ventana, muriendo al instante al chocar contra la banqueta varios metros abajo.

Todo ese día, RS deambuló como espectro por las calles de la ciudad hasta que se decidió a visitarme para confesarme su “pecado”. Procedió a relatarme todo y concluyó:

- No sé, quizás si hubiera aceptado complacerla, ella estaría viva todavía-, se lamentó casi sollozando.

- . . .-, respondí yo, tan compungido como él y no sabiendo qué otra cosa agregar.

Al notar mi consternación, no quiso decir nada más y sólo añadió:

- Perdón, tú no te preocupes, en todo caso fue mi culpa, pero necesitaba platicarle esto a alguien para descargar mi conciencia. Gracias por escucharme, amigo, me ha servido de mucho, como siempre que he acudido a ti para contarte mis cuitas.


miércoles, 9 de septiembre de 2020

Una apuesta de mucho peso

Ya les he platicado con anterioridad del amigo que conocí en la prepa, muy bueno para las matemáticas, y que se dedica hoy en día a especular en los mercados financieros internacionales, donde le va muy bien. Desde aquellos tiempos manifestaba una habilidad para los números extraordinaria y que se manifestaba, entre otras áreas, en el de las apuestas. En ese entonces, no tenía ni un peso en la bolsa y se las ingeniaba para apostar sin perder. Así, en un partido de futbol, por ejemplo, en el que en el papel por lo menos aparecía un claro perdedor (P) y un obvio ganador (G), pronto encontraba a alguien que le fuera a G y le proponía una apuesta de dos a uno, yéndole él a P con dicha ventaja. El otro, por supuesto, con gusto aceptaba. Batallaba un poco más para encontrar a alguien que le apostara a P y él a G, pero a la par, es decir, sin ninguna ventaja para nadie. Si el resultado del partido era como todo mundo esperaba, mi amigo no perdía nada, pues los 100 pesos que ganaba por un lado los entregaba a quien se la había jugado con momios de 2:1.

Peeero, si se daba la “chica”, mi amigo ganaba 200 pesos por un lado y, por el otro, tenía que entregar 100 donde había “perdido”, obteniendo un rendimiento neto de 100 pesos. ¡Genial, ¿no es cierto?! Y así la iba sobrellevando Pepito, mi amigo, como el de los cuentos colorados.

Ya estando en la universidad, en pleno Mundial México 70, se me ocurrió apostarle 100 pesotes al obvio entre Suecia y Uruguay, y le di la referida ventaja de dos a uno si él le iba a los suecos. No tardó mucho en agenciarse a un “ingenuo” que le jugó a la par por Suecia mientras él lo hacía por Uruguay. Pues bien, contra todos los pronósticos, Suecia derrotó a los uruguayos 1-0 el miércoles 10 de junio de 1970, a las 16 horas, en el estadio Nemesio Díez de La Bombonera, en Toluca, y yo perdía de esta forma 200 pesos.

Al día siguiente, jueves 11, llegando a la terminal camionera de la UNAM con los 200 en la bolsa, reparé de pronto en una sucursal de Banamex que había ahí junto, y se me ocurrió cambiar el dinero por paquetes de monedas de a cinco centavos, llamadas popularmente “josefitas”, por tener en su anverso la efigie de doña Josefa Ortiz de Domínguez, heroína nacional. Extrañada, la cajera atendió mi solicitud y puso en mis manos sobres conteniendo, en total, ¡4 mil monedas de cinco centavos, con un peso aproximado de 16 kilos! Saliendo de ahí vacié los empaques sobre mi chamarra, que utilicé a manera de morral y me deshice de los envoltorios.


Llegando a la Facultad, ya me estaba esperando triunfalmente Pepe, él, que jamás llegó a tiempo a clase, y me espetó, antes siquiera del saludo: “¡Págame!”. Yo, que ya iba arrojando el bofe con mi pesada carga, le respondí: “¡Con muchísimo gusto, porque ya no aguanto!”, y abriendo el morral lo puse frente a sus ojos, que se abrieron como platos ante tan espeluznante visión.

- ¡No mames, güey! ¿Y ahora que hago yo con eso?- me recriminó.

- Son tus doscientos pesos, si no los quieres, me los llevo de vuelta, no hay pedo- le respondí.

- Pero de aquí tengo que pagar los cien que perdí, ¡qué cabrón!, por lo menos debiste haberlos dejado en las bolsitas- se quejó.

- ¡Qué ojete eres! ¿Le vas a pagar con pura moneda, no con billete? Pero no llores, ¿a poco tú, tan bueno para los números, no sabes contar hasta dos mil? Además,  nunca has traído ni un quinto en la bolsa y ahora tienes cuatro mil- me burlé.

Como pudo, metió todo el monederío en las bolsas de la holgada chamarra que siempre portaba y entramos a clase de álgebra lineal. Nos sentamos, le solicité la pesada prenda, y le pedí a una chava, Maricela, que si por favor la colocaba en la banca que estaba vacía junto a ella. La tomó con desparpajo, pero casi se va de bruces con semejante peso y poco faltó para que se dislocara el hombro y se quebrara las uñas, en medio de las risotadas de los tres.

No recuerdo nunca antes haber visto “perder” a mi amigo  una apuesta de manera tan vil. 

martes, 1 de septiembre de 2020

Felicidad y futuro

 La felicidad, dicen, se puede adquirir de tres formas: la primera, interna al individuo, mediante el manejo de los neurotransmisores (serotonina, dopamina, oxitocina) y un agente que los regule, como los antidepresivos, por ejemplo. La segunda, al contario, externa al individuo, y en la que el agente podría estar representado por un proyecto de vida, algo que le diera sentido a la existencia. Paradoja de paradojas: darle sentido a algo tan sinsentido como la existencia, pues si realmente creemos que somos producto de un diseño inteligente y que estamos llamados a cumplir una misión única en el universo, estamos jodidos. El planeta Tierra desaparecerá sin dejar huella, sin que ese universo lo resienta y el que se seguirá expandiendo ad infinitum por toda la eternidad. Qué Dios ni qué nada. El único dios verdaderamente bueno y misericordioso en el que yo creo, no es dios, es diosa: la muerte. Todo el que ha padecido esta vida, aunque sólo sea por el simple hecho de haber nacido, ya se ganó el privilegio de acceder a ese paraíso, ayuno en absoluto de toda forma de sufrimiento.

La tercera forma de la felicidad, claramente diferenciada de las dos anteriores, no es ni interna ni externa al individuo, algo así como el budismo, en el que se renuncia al anhelo, por un lado, y a la mortificación, por el otro. O como mejor lo diría mi amado Schopenhauer: querer no querer (ya sé que elogio en boca propia es vituperio, pero les recomiendo el siguiente escrito de mi autoría, en él se aclara todo: http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2014/07/schopenhauer-filosofo-maldito.html).


Una vez dicho lo anterior, y sin que necesariamente esté divorciado de ello, pasemos al futuro: qué nos depara éste. De nueva cuenta, tres factores que lo influenciarán tremendamente: la ingeniería biológica, los
cyborgs y los seres inorgánicos.

La ingeniería biológica, puramente orgánica, se asocia a la capacidad que ya tiene el humano de modificar genéticamente seres vivos. En la actualidad, primordialmente animales, pero nadie se rasgaría las vestiduras negando que se esté intentando o se haya hecho algo ya, mucho o poco, con los sapiens.

Los cyborgs, en contrapartida, están siendo algo bastante común: parte orgánica y parte inorgánica. La inmensa mayoría del género humano, con su adminículo favorito e imprescindible, el celular, lo es ya, así como lo es también alguien con un marcapasos o con una prótesis de cualquier tipo, sean éstas extremidades artificiales accionadas a voluntad o implementos parecidos. Pero lo que depara ese futuro es realmente sorprendente e intimidante, como la posibilidad de inyectar microprocesadores nanoscópicos en el organismo que se encarguen de revertir el proceso de envejecimiento en el ser humano, así como de prevenir cualquier enfermedad que éste potencialmente pudiera adquirir. Todo ello, junto a la anteriormente mencionada ingeniería biológica, con el único propósito de convertir a alguien en “amortal”, que no inmortal, pues todavía se podría sufrir un accidente y morir, lo cual no dejaría de ser tentadoramente incapacitante, ya que uno evitaría en automático cualquier situación de riesgo y el placer que ello pudiera representar. Adicionalmente, una muerte accidental en estas circunstancias sería infinitamente más dolorosa para los seres queridos, no como ahora, en que todos nos asumimos mortales. Pero, además, me pregunto yo, quién querría vivir eternamente en este chiquero. ¡Qué horror!

Finalmente, qué hay de los seres puramente inorgánicos que estamos procreando con, entre muchas otras cosas, la inteligencia artificial. ¿No será que en un futuro no muy lejano éstos tomen el control de la situación una vez habiéndose desecho de los sapiens? Quizá estaríamos entonces ante lo que los físicos llaman una singularidad. La anterior tuvo lugar hace miles de millones de años y la conocemos científicamente como big bang.

Que por qué traigo a colación todo esto. Simplemente porque acabo de finalizar el esplendoroso libro de Yuval Noah Harari, Sapiens, donde se discuten mucho más a detalle las ideas anteriores. Los agregados son absolutamente mi responsabilidad.

Nuevamente, ¡gracias, Yuval!