El jueves 22 de
octubre de 1964 había yo cumplido 15 años de edad y el domingo 25 era el Gran
Premio de México de Fórmula Uno. El en aquel entonces Presidente de México,
Adolfo López Mateos, era un fanático de los automóviles, especialmente de los
deportivos, y tenía, además, por aquellos días, la visita del Príncipe Felipe,
esposo de la Reina Isabel II de Inglaterra, otro fanático del automovilismo, y
que había venido ex profeso a presenciar el magno evento deportivo, pues seis o
siete compatriotas suyos participaban en él, entre ellos nada menos que Jim
Clark, Graham Hill y John Surtees. Pero aquello era una pléyade de estrellas
del mundo de los coches: el neozelandés Bruce McLaren (sí, el futuro diseñador
de autos de carrera, compitiendo en aquella ocasión para Cooper-Climax), el
australiano Jack Brabham (ya entonces diseñador de monoplazas y, obviamente,
del suyo propio), los estadounidenses Dan Gurney y Phil Hill, el italiano
Lorenzo Bandini y, por supuesto, los mexicanos Pedro Rodríguez y Moisés Solana.
Mi padre, a la
sazón guía de turistas, conduciendo su propio carro, era contratado por medio
de la empresa para la que trabajaba para servir en grandes acontecimientos
diplomáticos, y esa vez no fue la excepción: le asignaron importantes miembros
de la comitiva del Príncipe Felipe, que no resultaron tan fanáticos de las
carreras como su jefe y, por tanto, lo dejaron en libertad de asistir con quien
quisiera a la gran justa automovilística. Así pues, mi padre, mi hermano y yo emprendimos
la marcha en el suntuoso automóvil, con placas diplomáticas superpuestas, al
Autódromo de la Ciudad Deportiva (entonces todavía no Hermanos Rodríguez) y
penetramos hasta las mismísimas entrañas del coloso deportivo con la
aquiescencia y protección de la Policía Militar, desplegada ahí para recibir a
tan ilustres personajes. Me refiero, por supuesto, a López Mateos y Felipe,
pero los policías militares se iban con la finta de nuestro salvoconducto
diplomático.
Yo estaba
embelesado, pues el acceso fue pleno a todas las áreas restringidas y, claro,
nuestros lugares estaban reservados en la tribuna principal. Previo al inicio
del evento, deambulamos por la zona de pits y yo casi muero de la emoción al
contemplar, a escasos metros de distancia, a Graham Hill, a Jim Clark y a Pedro
Rodríguez, aquél leyendo apacible y concentradamente un libro, sentado, con la
pierna izquierda flexionada sobre la barda de la parte interna de su pit, y
éstos amigablemente intercambiando opiniones entre sí en el patio de acceso.
Mi padre me
incitó a que me acercara a Graham Hill y le solicitara su autógrafo, pues era
imposible que se lo negara a un chamaco de escasos 15 años cumplidos. Le hice
caso y, paralizado de terror, me planté frente al piloto británico de atildado,
fino y bien cuidado bigote y mascullé algunas atropelladas palabras en “inglés”
que él perfectamente entendió, más por la expresión de pánico de mi rostro que
por mi “impecable” pronunciación, y, benevolente, accedió y me dedicó su
autógrafo con la mejor de sus sonrisas. Ya envalentonado, hice lo propio con
Jim Clark y Pedro Rodríguez, y me dispuse a esperar pacientemente el inicio de
la competencia.
A estas
emociones muy personales todavía había que agregar las más generales de índole
deportiva, que hicieron de aquel Gran Premio el más dramático de la historia,
pues ahí se decidía el Campeonato Mundial de Pilotos de Fórmula Uno. Únicamente
se asignaban puntos para campeonato a los seis primeros lugares de la
competición (9, 6, 4, 3, 2, 1) y sólo tres pilotos tenían oportunidad, todavía,
de ganarlo: Hill con 39 puntos acumulados hasta entonces, Surtees con 34 y
Clark con 30. Clark lideraba la carrera, seguido de Gurney, mientras Hill y
Bandini, compañero de Surtess en Ferrari, peleaban por el tercer sitio, y éste,
Surtees, aparentemente fuera de toda posibilidad, corría en un lejano quinto
puesto. De repente, Hill se rezagó y Clark se perfilaba como seguro ganador de
la competencia y del campeonato, pues aunque acumularía el mismo número de
puntos que Hill (39), lo superaba en número de victorias en grandes premios:
cuatro contra dos. Pero a Clark le falló el motor en la penúltima vuelta y
pasaron a ocupar los tres primeros puestos Gurney, Bandini y Surtees. De nuevo
el título estaba al alcance de Hill, pero Ferrari, al darse cuenta que Surtees
podía ganar el título con 40 puntos si finalizaba segundo, ordenó a Bandini que
lo dejara pasar y la tribuna estalló en una sonora exclamación cuando aquél
cruzó la meta inmediatamente después de Gurney, ganador de la carrera, pero
Surtees con el título mundial de pilotos en la bolsa. Nunca imaginé que un Gran
Premio pudiera ser tan emocionante como el más reñido encuentro de basquetbol.
Nuestro Pedro Rodríguez terminó sexto y obtuvo un punto, ya fuera de toda
aspiración por el título, y Moisés Solana fue décimo.
No deja de ser
triste pensar en el final trágico de muchos de estos “héroes”: Clark, Rodríguez
y Solana en las pistas, y Hill en un lamentable accidente aéreo al pilotear su
propio avión en condiciones climáticas adversas. Dos años antes, en 1962, el
hermano de Pedro, Ricardo, se mató en el mismo escenario que ahora lleva el
nombre de ambos. No en balde Clark afirmaba que tomar una curva un kilómetro
por hora más lento significaba perder la carrera y un kilómetro más rápido,
perder la vida. Así terminó.
Cuando pienso que todo esto ocurrió hace ¡más de medio siglo! y mi esposa me comenta que ella todavía ni nacía en aquel entonces, me siento demasiado viejo, y eso que “apenas” acabo de cumplir los 66.
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