miércoles, 12 de octubre de 2016

El hermano Gilberto

Mi adolescencia quedó marcada por el transcurso de la vida en la secundaria del Colegio Cristóbal Colón (1963-1965) en la hoy oficialmente Ciudad de México, después de haber transitado la primaria en la misma escuela (1957-1962) y previo a mi ingreso a la Universidad La Salle, así, sin la preposición de, o simplemente ULSA, fundada el 15 de febrero de 1962 a partir de la prepa del mismo colegio y donde cursé mi educación media superior de 1966 a 1968. Precisamente este año se cumplieron 54 años de su apertura y ya desde aquella época formaba, además, profesionales de excelencia en diversos campos, especialmente el de la arquitectura.

Ya con anterioridad me he referido a cómo esta docena “trágica” de años marcó mi existencia para “mal”. Y escribo las comillas a propósito porque un espíritu sensible y melancólico como el que tenía (¿tengo?) se iba a dejar influenciar de cualquier forma por prejuicios que en aquella época eran abundantes, y no sólo en la escuela, sino en la iglesia, la casa y hasta en la calle misma. Y las escribo también porque sería terriblemente injusto no reconocer la indudable calidad de la educación no confesional que recibía uno en dichas instituciones.

Menciono la secundaria en primer término porque durante ese tiempo tuve la enorme fortuna de que fuera su director el hermano Gilberto Martínez Soto, fallecido apenas el martes 9 de febrero de 2016 en esta ciudad, a los 90 años de edad, y de cuya enorme calidad humana me gustaría tan sólo dar un ejemplo.

Dentro de lo que cabe, tenía yo completamente “olvidada” aquella época, sobre todo desde que me mudé a León en julio de 2003 después de radicar toda mi vida en México, mas un día se apersonó en mi negocio un gentil y vital anciano que me presumía que a sus 85 años andaba todavía de arriba para abajo y apoyándose tan sólo en un bastón,  pero cuando plasmó su firma en el váucher de venta quedé hondamente impresionado y conmovido, pues reconocía en ella la misma que dio validez a diplomas, certificados y demás documentos de aquel tiempo. De manera espontánea salí de detrás del mostrador, me paré justo enfrente de él y lo estrujé entre mis brazos, a la vez que pronunciaba su nombre completo, que había quedado archivado en mi memoria desde entonces. Don Gilberto se conmovió junto conmigo y se le rasgaron los ojos. Obviamente no reconocía al adolescente de 13 años que se había transformado en el viejo lamentable de 61 que hace cinco años era yo.

Pero tampoco hizo falta, los recuerdos hicieron el trabajo de ubicar a cada quien en su lugar y por ello les dimos rienda suelta. Traje a la memoria a todos los demás hermanos lasallistas que asimismo fueron mis maestros y a los laicos de quienes también aprendí un montón, especialmente el de literatura, Agustín Monroy Carmona, a quien debo el amor por esta rama, más que del saber, del disfrutar.  Él me introdujo en El Quijote y me hizo leer varias de las primeras novelas de mi vida. “¿Sabías –me preguntó don Gilberto- que el día que murió Agustín, el Presidente de la República, Miguel de la Madrid, ordenó personalmente que se asistiera a la familia en todo lo que necesitara, pues había sido su maestro muy querido?”. “Pues también lo fue mío, maestro Gilberto, también lo fue mío”, le respondí.

Por todo esto, cuando un día por la noche llegó mi esposa a la casa después de cerrar el negocio y me presentó la medalla conmemorativa de los 50 años de La Salle en León (1952-2002), con el nombre de mi maestro grabado al reverso, y me dijo que el hermano Gilberto había hecho especialmente el viaje al negocio para regalármela, quedé hondamente impresionado y agradecido.

Gracias de todo corazón, querido Maestro Gilberto Martínez Soto, y aunque sea yo un ateo empedernido, que Dios lo tenga en su Santa Gloria.

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