El
viernes 13 de diciembre de 1968 me tocó presenciar uno de los actos de mayor
soberbia política y autoritarismo de que tenga yo memoria, no sólo por estar
demasiado frescos los acontecimientos del histórico octubre anterior, sino por
la desmedida muestra de fuerza bruta y amedrentamiento que sean dados
imaginar.
Tenía
yo apenas 19 años cumplidos y había terminado la prepa en una escuela para
“señoritos” en junio de ese año, y no era aconsejable esperar hasta abril del 69
para iniciar mis estudios profesionales en la Facultad de Ciencias de la UNAM.
De tal forma se habían desquiciado los fechas académicas con la implantación de
un nuevo calendario en las escuelas y el movimiento estudiantil que decidí
acudir de oyente a mi querida Universidad. Pero para ese día habían anunciado
una magna concentración ahí tratando de revivir lo
irrevivible.
Como
en aquel entonces todavía no comenzaba a quitárseme lo “catrincito”, decidí
abordar mi Insurgentes-Bellas Artes en la terminal de camiones de la UNAM y
marcharme de inmediato. Para cuando me decidí a empezar a contar las tanquetas con soldados
que circulaban en sentido contrario al mío sobre la avenida era ya demasiado
tarde. Aun así, logré contabilizar más de cien vehículos militares y un número
mucho mayor de soldados. Obviamente, ese día “nada” ocurrió en la Universidad ni
en el resto del país. Era el certificado de defunción oficial de un movimiento
“muerto” dos meses antes. Los entrecomillados son con toda intención, pues
incluso para una conciencia tan sedada como la mía “todo” ocurrió y yo “resucité” a un mundo para mí
desconocido.
Y
en ello jugó un papel primordial mi amada Universidad. Todavía recuerdo cómo el
1 de enero de 1970 los reos del fuero común fueron lanzados como perros de caza
sobre los presos políticos en Lecumberri, sin que se hayan tenido que lamentar
pérdidas irreparables, afortunadamente, y cómo los más importantes de ellos
fueron ¡deportados a Perú! al año siguiente. En mayo de 1971 los indultaron y
los regresaron a México, apenas a tiempo para que, a fuerza, participaran en el otro gran ícono
de los movimientos estudiantiles de México un mes después.
Me
acuerdo cómo en un auditorio de la Facultad de Ciencias totalmente atiborrado,
en el que hasta el zumbido de una mosca hubiera podido ser escuchado ante el
silencio expectante que precedió a la toma de la palabra por Gilberto Ramón
Guevara Niebla, éste intentó justificar su postura de no acudir ese 10 de junio
por la tarde a la manifestación que tendría lugar en San Cosme. El pretexto,
decía, había desaparecido, pues Eduardo A. Elizondo había renunciado a la
gubernatura de Nuevo León y apenas el día 5 se había aprobado una nueva ley
orgánica para la Universidad Autónoma de Nuevo León que ponía fin a un conflicto
para cuya resolución se había solicitado el apoyo de otras universidades. No
obstante, el afán inconsciente de la juventud de confrontar al asesino de tres
años atrás, ahora en la Presidencia, era grande, y la asamblea de la Facultad
votó asistir a la manifestación. Guevara Niebla y demás celebridades del 68 no
tuvieron más opción que manifestarse, con las lamentables consecuencias que
todos conocemos. Bueno, casi todos, ya que Carlos Fuentes, junto con muchos
otros intelectuales, como Ricardo Garibay, nunca se enteró y hasta justificó al
sátrapa. Y así murió, idolatrándolo.
Mi
entusiasmo por asistir a esta última manifestación se vio frustrado cuando,
después de recoger a mi hermana en la escuela, recorrí todo San Cosme para
llegar a mi casa en Clavería. Así como el despliegue del ejército el 13 de
diciembre de 1968 que menciono fue impresionante y ominoso, lo era ahora el de
agentes embozados en las escaleras del cine Cosmos, en la Normal y en toda la
ruta que más tarde seguirían los estudiantes, además de las fuerzas policiales
distribuidas a todo lo largo de la avenida. Me espanté y no asistí, y toda esa
tarde desde mi casa no dejé de oír el incesante ulular de sirenas desde y hacia
el Hospital Rubén Leñero.
Cuando
al día siguiente en la Facultad le comentábamos en corro a Guevara Niebla lo que
había dicho el otoñal y ya desaparecido “revolucionario” Zabludovsky la noche anterior, se lamentaba:
“otra vez, como en el 68, de víctimas a victimarios”. El mismo Guevara que,
junto con Raúl Álvarez Garín, del Poli, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, de
Chapingo, y Luis González de Alba, formaba parte, de acuerdo a algún pasaje de
La Noche de Tlatelolco, de
Poniatowska, de la cuarteta de líderes más visible y prestigiada del movimiento
estudiantil del 68.
Cuando
a veces me cuestiono la influencia real que todo esto ha tenido en un país aún
tan retrasado como el nuestro y con trácalas políticas tan obvias como las que
vivimos cotidianamente, no puedo más que decepcionarme un mucho con la obvia
respuesta, pero al menos con el cambio que obró en mí y con la nueva manera de
pensar que he logrado transmitir a los míos, de edades similares a la que yo
tenía en aquel entonces, me doy por bien servido. Al menos, digo yo, caminé la
ruta inversa que transitó Guevara, quien fue ¡cooptado por el régimen priísta de
Salinas de Gortari! en 1992 como subsecretario de educación básica de la SEP, el
mismo puesto negociado que varios lustros después ocuparía Fernando González,
yerno de la abominable Gordillo. ¡Vivir para creer!
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