En aquel entonces los torneos mundiales de futbol solían ser de 16 equipos, los cuales se distribuían en cuatro grupos de otras tantas escuadras cada uno, por lo tanto, había más mérito en acudir a la gran justa mundial del balompié, el deporte más popular del planeta. A otras competencias mundialistas entrarían, posteriormente, 24 equipos, hasta llegar, en la actualidad, a la cifra “inimaginable” de 32, en un torneo de más de un mes de duración.
Claro que de México se decía que era un clasificado geográfico, pues tenía que competir contra el entonces débil Estados Unidos y demás equipos del área centroamericana y del Caribe, “clientes” tradicionales del futbol mexicano.
Sin embargo, para aquel Mundial del ’62 en Chile, México había tenido que trabajar realmente duro y ganarse a pulso su participación, pues además de la contienda regional, tuvo partidos de repechaje, a visita recíproca, contra ¡Paraguay!, habiendo obtenido un empate a cero en el partido de ida en el estadio olímpico universitario de la UNAM, y ¡venciendo a los paraguayos 1-0 en su propio terruño!
En todo esto jugó un papel destacado el máximo ídolo bajo los palos que ha tenido nuestro balompié: Antonio La Tota Carbajal, portero del gran orgullo de El Bajío: los panzas verdes del León. Era la época en que la flamante selección mexicana estaba conformada en su totalidad por el campeonísimo Guadalajara, excepto el portero, que no podía, -no debía, vamos-, ser otro que la gran Tota, muy a pesar de la existencia de otros dos grandes arqueros: Jaime El Tubo Gómez, del ¡Guadalajara!, y Antonio El Piolín Mota, del Oro, también tapatío. No era para menos, La Tota estaba a punto de participar en su cuarto Mundial consecutivo, el primer jugador en el ámbito internacional en hacerlo.
Imaginen entonces a una selección conformada por el ídolo leonés por excelencia bajo los palos y diez chivas más, en el clásico esquema de la época: en la portería, Antonio La Tota Carbajal; en la línea de tres, Arturo El Curita Chaires, Guillermo El Tigre Sepúlveda y José El Jamaicón Villegas; en la media, Juan El Bigotón Jasso y Panchito Flores, y adelante, Isidoro El Chololo Díaz, Salvador El Melón Reyes, Héctor Hernández, Sabás Ponce y Raúl La Pina Arellano. ¡No, hombre!
El máximo “triunfo” conseguido hasta entonces era el empate a uno contra el País de Gales, durante el Campeonato Mundial celebrado en Suecia en 1958, gol conseguido, por cierto, por el también guanajuatense Jaime Belmonte en la ciudad de Solna, razón por la cual los comentaristas se referían siempre a él como Jaime Belmonte, El Héroe de Solna. Jugó siempre en el Irapuato con el número 7 en los dorsales, época dorada del futbol en que los jugadores se numeraban del 1 al 11 y no se permitían cambios, ni por lesión siquiera. Este evento, además, marcó el debut de Pelé con una soberbia actuación, que ya nada ni nadie detendría mientras duró su carrera deportiva.
Pero volviendo al tema central, no sólo fue una calificación difícil la del ’62, sino que previo a ella, a finales de 1961, el equipo nacional se preparó como nunca antes lo había hecho, pues realizó una gira épica por Europa que fue a la vez un rotundo éxito y un estrepitoso fracaso: se le ganó 2-1 a ¡Holanda en Ámsterdam!, con una heroica actuación de La Tota en su cabaña, y se perdió ¡8-0! ante Inglaterra en Wembley, con un desafortunado desempeño del equipo mexicano y El Piolín Mota en la portería. Otra hubiera sido la historia del partido, dados los antecedentes días atrás frente a Holanda, si La Tota no estuviera lesionado y se hubiera presentado bajo los postes. Fue un desastre.
Sin embargo, la dulce experiencia paraguaya y la agridulce aventura europea resultaron fundamentales para la realización de la hazaña, no tanto tapatía como leonesa, en el Campeonato Mundial de Futbol de 1962 en Chile.
Muchas veces se repite el maniqueo cliché grupo de la muerte, pero vaya que nunca mejor aplicado para aquel del cual formó parte nuestro país en El Sausalito de Viña del Mar. Sus rivales eran ¡Brasil, Checoslovaquia y España! Imagínense, un “clasificado geográfico” contra el todavía campeón mundial y dos potencias europeas.
Pues bien, México debutó con un histórico empate a cero frente Brasil gracias a la epopéyica actuación de La Tota, que esa tarde estuvo imposible y detuvo todo lo que le lanzaron Pelé, Didí, Garrincha y compañía.
Desgraciadamente, continuó con una dolorosísima derrota de último minuto frente a España. Dolorosísima por ese motivo y por la forma: una descolgada de Peiró por la banda izquierda cuando México tenía encajonados a los españoles en su propia área, y el gran esfuerzo, aunque infructuoso, de La Tota, valientemente saliendo a detener, como fuera, el disparo del delantero hispano.
Afortunadamente, la historia del grupo de la muerte culminó con un triunfo por demás brillante y espectacular de los tricolores sobre el equipo con el mejor portero del mundo: Checoslovaquia y Schroiff, a quienes ganaron 3 goles a 1, otra vez por el soberbio trabajo de La Tota, él sí, entonces, el Mejor Portero del Mundo, así, con mayúsculas.
Por obra, literalmente, de La Tota, más que de los tapatíos, este grupo estuvo representado en los cuartos de final por Brasil, primero en el mismo, y ¡México!, sorprendente segundo lugar. Y de ahí pa’l real...
Brasil pasó fácilmente sobre Inglaterra, 3-1, en dicha fase, y el enrachadísimo México 1-0 sobre Hungría, ya ni menciono debido a quién. No, no fue La Tota el autor del tanto, pero qué más da quién haya sido si Carbajal evitó por lo menos tres que ya coreaban los 12,200 incrédulos espectadores en las tribunas.
La siguiente víctima de los mexicanos, ya en ¡semifinales!, fue una sorprendida Yugoslavia ante la grandeza del infranqueable guardameta que prácticamente no dejaba espacio por dónde colar el balón. No obstante, en un descuido defensivo del Curita Chaires, lateral de todas las confianzas de Carbajal, los yugos pudieron finalmente anotar el gol de la “honrilla”, cuando ya los aztecas navegaban hacia una cómoda victoria de 3 a 0. Mientras tanto, los brasileños, con una soberbia actuación, daban cuenta fácilmente de los anfitriones, Chile, 4 tantos a 2.
Finalmente, lo han adivinado ustedes, se llegó el día de la Gran Final: 17 de junio de 1962. La sola mención de los nombres de los jugadores que conformaban la selección brasileña -Gilmar, Djalma Santos, Nilton Santos, Zito, Mauro, Zózimo, Garrincha, Didí, Vavá, Amarildo y Zagallo- hacía que el rival se sintiera intimidado y derrotado –qué digo derrotado, goleado y humillado- de antemano por el poderosísimo equipo carioca, a pesar de que Pelé había desaparecido de la escuadra verdeamarella por lesión, siendo sustituido por quien resultó ser la revelación del torneo, Amarildo.
Y así parecía ser al principio: Brasil apabullaba a México y embelesaba a los 68 mil espectadores presentes en el Estadio Nacional con su arte maravilloso, pero no dejaba de sorprenderlos igualmente, y si se quiere aún más, el maduro cancerbero que resguardaba los palos mexicanos. Conforme avanzaba el partido, se empezó a escuchar a grandes sectores del público corear el bisílabo ¡To-ta!, ¡To-ta!, ¡To-ta!..., y de repente los chilenos se sentían más mexicanos que los millones de fanáticos que varios miles de kilómetros al norte escuchaban el partido por la radio, con la desesperación de la “ceguera” mediática que se padecía en aquellos tiempos.
Así y todo, lo mejor y más dramático estaba aún por venir. Los brasileños, ya con el cronómetro en contra, no querían irse a tiempos extras, ni mucho menos a un segundo partido que, por reglamento, tendría que jugarse 48 horas después, y tenían acorralados a los mexicanos en su propia área.
Inesperadamente, Amarildo conectó un potente, certero y soberbio cabezazo a un lado de La Tota, quien, instintivamente, levantó el pie, y el balón, que seguro hubiera picado en el césped para después incrustarse en las redes mexicanas, salió, sin embargo, rebotado a los linderos del área grande, donde un desconcertado delantero mexicano -¿qué más da quién?- lo tomó y se enfiló hacia el marco contrario, justo como el español Peiró se lo había hecho al cuadro mexicano en la única derrota que hasta el momento tenía. Y de la misma forma que Peiró, El Chololo Díaz (qué más da, repito, si el verdadero héroe era el leonés Carbajal) se enfiló hacia la meta contraria y clareó al guardameta Gilmar, que con el rostro en el pasto y profundamente desconsolado quedó tendido en el campo llorando su derrota, exactamente de la misma forma en que un antihéroe, compatriota suyo, de cuyo nombre no quiero acordarme, justamente doce años atrás, produjo el vergonzoso episodio que por siempre será recordado como El Maracanazo.
Pero esa es otra historia. La mía es de héroes, perdón, de Héroe, la de La Tota Carbajal, que quedó indeleblemente grabada en mi mente infantil al proporcionarnos el máximo orgullo deportivo que podemos presumir los mexicanos en nuestra historia, en pleno siglo XXI: la Copa Mundial de Futbol, Jules Rimet, de 1962.
Resulta increíble: La Tota hizo nuestro el lema del organizador chileno del certamen mundial de 1962: “Porque nada tenemos, todo lo haremos”.
Años más tarde (32, para ser exactos), en 1994, tuve la oportunidad de agradecérselo personalmente cuando ambos regresábamos en el mismo avión, él como comentarista deportivo y yo como simple aficionado, de presenciar la derrota de México ante Bulgaria en el Mundial de Estados Unidos. La Tota venía muerto de miedo, como siempre le ha ocurrido cuando vuela. Qué curioso, atemorizarse por ello y no haberlo hecho frente a un auténtico pelotón de fusilamiento: ¡Garrincha, Didí, Vavá, Amarildo y Zagallo!