En el ínter, se cruzaron las olimpiadas
de Barcelona y solicité que se me concediera un fin de semana largo, de viernes
a lunes, para asistir a algunos eventos. Como preámbulo, el dream team original, sí, sí, el de
Jordan, Magic, Bird, Ewing, Barkley, Drexler, Robinson, Pippen, Malone, Mullin,
Stockton y Laettner, jugaría un partido de exhibición contra el equipo olímpico
francés, precisamente en Niza. Ni tardos ni perezosos fuimos allá un sábado y
conseguimos tres boletos de a cien dólares cada uno (¡hasta Caro pagó!) para el
encuentro de la siguiente semana. Y ahí tienen a la chiquilla, el esperado día
del duelo, gritando y aplaudiendo como gran conocedora, pero impulsada
realmente por el entusiasmo que percibía a su alrededor.
Mientras tanto, se llegó el día de
partir a Barcelona, donde también a sobreprecio logramos colarnos al estadio
olímpico, en el que la niña estuvo igual de entusiasta que en el básquet.
Y pian pianito terminó nuestra estancia
en Francia, de donde partiríamos a Bruselas para pasar los últimos días juntos,
pues las tres semanas de curso en La Hulpe, obviamente, sí tendría que
chutármelas yo solo. Estando ahí, en Bruselas, contacté a un amigo de Lieja,
Fernand Biname, que había conocido un par de años antes en Raleigh, Carolina
del Norte, mientras trabajaba para IBM y donde concebimos y nació la
multicitada Caro. Fernand quedó muy complacido con mi llamada y ¡nos invitó a
la boda de su hija!, que casualmente contraería matrimonio el sábado siguiente.
Llegado ese día, nos vestimos con
nuestras mejores galas y partimos en tren rumbo a Lieja. De la iglesia nos
desplazamos, junto con nuestros anfitriones, al lugar donde se llevaría a cabo
el ágape, y no después de mucho empecé a notar ese olor europeo tan
característico y que en una concurrencia más o menos nutrida se hace todavía
más notable. No me importó para nada, al contrario, me hizo sentir aún más en
ambiente. Estaba yo feliz y exultante, dándole duro al bailongo con Elena,
quien hasta se atrevió a lanzar de su ronco pecho el Cielito Lindo, ante la
sorpresa y casi susto de su pequeña hija, que la volteó a ver con ojos
desorbitados, y a la que tenía en ese momento sentada sobre sus piernas. Ya
para entonces el olor se había apoderado totalmente de mis fosas nasales, pero
siguió sin importarme, aun menos que antes. Me dio incluso por bailar con otras
damas y me decía discretamente para mis adentros: qué barbaridad, hasta de las
mujeres emana este “divino” efluvio.
Para no perder el tren de regreso, pasada
ya la media noche, tuvimos que despedirnos de nuestros amigos, Fernand y
Chantal, así como de los novios y demás invitados. Fuertes abrazos, apretones
de manos y hasta besos. Igualito que ahora.
Ya en el tren, donde Carolina iba
echando un desmadre de aquellos, pues había dormido como lirón toda la tarde y
era la diversión de un viejito y dos chicas que viajaban junto con nosotros en
el mismo vagón (se les escondía, y al hacerse la aparecida otra vez, soltaba
una carcajada de tarabilla tan contagiosa que nos hacía, a su vez, morirnos de
la risa a todos), empecé a notar que traía yo impregnado en las narices el
mentado olor. Lo que es estar acostumbrado a lo “malo”, ¿verdad, Elena?- le
dije a mi mujer-, estos cuates ya ni se dan cuenta de su olor, pero yo lo traigo
metido hasta la médula. De súbito, me vino un flashback y de inmediato dirigí
mis narices, todas ellas, hacia mis axilas: ¡era yo el que hedía! Angustiado y
queriendo negar la realidad, le rogué a Elena que me sacara de mi error
oliéndome el sobaco y confirmando que los europeos eran los culpables.
“¡Guácatelas, Amorcito, te huele el sope!”, fue lo que obtuve por toda
respuesta. Quería yo arrojarme a las vías del tren, ¡qué vergüenza! El
flashback me trajo a la memoria el matinal momento en que Caro estaba a punto
de darse un madrazo y, para evitarlo, arrojaba yo el desodorante a no sé dónde,
y entre el susto y el subsecuente consuelo, ya no supe de mí y mi aseo íntimo.
Mis amigos europeos han de haber
pensado: “Estos pinches mexicanos, además de machos, perezosos y pendencieros,
fodongos. ¡Cómo les chilla la ardilla!”.