Cuento
- Otra vez tarde, Juanjo –le dijo su esposa-, y enfurruñado como todos los días.
- Es que ya no aguanto, Victoria, te lo juro –repuso Juan José-, un día de éstos exploto y mando la mina al carajo, no soporto ver cómo nos tratan estos gachupines y además para saquear nuestras riquezas. Hoy discutí con uno de los capataces y estuve a punto de liarme a golpes con él por haber humillado a Miguel.
- ¡Qué necio eres! –dijo ella-, y después, ¿qué vamos a hacer? En estos tiempos de revueltas va a ser difícil que encuentres otra cosa.
- Pues me uno a los insurgentes, ésa sería la mejor forma de tomar venganza de los españoles. No te creas, ya lo he pensado.
- ¡Estás loco! –respondió Victoriana enojada, a sabiendas de que su marido hablaba en serio, pues no era la primera ni la única a la que ya con anterioridad le había hablado con tanta rabia sobre su proyecto.
- Es más, para demostrarte que lo digo en serio, mañana mismo hablo con quien se ha encargado de reclutar a otros mineros para luchar por nuestra libertad contra esos desgraciados invasores.
- Pues allá tú –terminó su esposa-, pero bien sabes que eso representará nuestra ruina. ¿Qué te tienes tú que preocupar por liberar a nadie cuando ya nuestra propia situación es bastante precaria? –y enfadada se levantó de la mesa, donde ni la merienda comenzaban aún, y salió con prisa del cuarto.
Y no era que le faltara razón al uno ni a la otra, pero, por lo mismo, era difícil llegar a una posición conciliadora que los dejara satisfechos a ambos.
El cura de un pueblo vecino había puesto ya el ejemplo al encabezar a un grupo de revoltosos en contra de los gachupines, arengándolos una madrugada para que lucharan en contra de la opresión secular y a favor de su libertad. Su ejemplo pronto cundió y en muchos de los principales poblados de los alrededores surgieron colaboradores y líderes espontáneos.
Juan José se apersonó con uno de éstos y, sin pensarlo más, dijo que quería colaborar, y con mayor celeridad aún, aceptó su primera encomienda: participar en la toma de la principal fortaleza de los españoles, donde, atrincherados, guardaban víveres, armas y los tesoros saqueados de las minas de la entidad.
A pesar de su juventud, pues recién había cumplido los 18, Juan José ya padecía de los pulmones por el trabajo duro en la mina, por lo que no le importó gran cosa tomar la iniciativa y, adelantándose a cualquier orden, encendió una tea y enseguida, auxiliándose únicamente de su fortaleza, puso sobre su espalda una gran losa que halló entre los escombros.
Inmediatamente despertó la curiosidad y asombro entre sus compañeros, quienes le proporcionaron la brea que él con desesperación solicitaba. Sin duda tenía ya una idea fija en la mente, pero ésta no le quedó clara a los otros insurrectos, hasta que vieron a Juan José arrastrándose con dificultad, con la brea en una mano y la antorcha en la otra, dirigirse hacia la gran puerta de madera que daba acceso a la fortaleza.
Nadie daba crédito a lo que veía, pero no dejaban de admirar el valor de aquel musculoso mozalbete cuya intrepidez superaba toda la de ellos junta.
No bien hubo avanzado Juan José unos cuantos metros cuando se dio cuenta de la locura que estaba cometiendo, pero ello, lejos de desanimarlo, lo alentó, con la idea fija en la cabeza y la emoción hinchiéndole el corazón de ser, él solo, el salvador de la patria.
Sin embargo, justo a la mitad del camino, exhausto, hubiera querido regresar, las piernas le temblaban por el gran esfuerzo y apenas podía sostener la tea y el recipiente con la brea. Para colmo, el calentamiento que sobre la losa producía la metralla del enemigo resultaba ya insoportable para su espalda.
La asfixia empezó también a atosigarlo a causa de sus deteriorados pulmones. Así y todo, un largo rato después, que pareció interminable incluso a los simples espectadores, Juanjo alcanzó, por fin, el ansiado portón.
Como pudo, lo embadurnó de brea y, casi al mismo tiempo, le prendió fuego con la tea. El espectáculo que provocó la llamarada fue impresionante, además de que contagió de un entusiasmo inusitado a sus compañeros que, sin mediar consideración alguna, se abalanzaron sobre la puerta y comenzaron a pasar unos sobre otros y todos sobre Juan José que, rendido, había quedado tirado en el suelo con todo y losa encima.
En el camino hacia la puerta, muchos de los rebeldes cayeron irremisiblemente bajo la metralla enemiga que salía despedida desde la fortaleza, pero ello no obstó para que la turba siguiera avanzando como un monstruo de mil cabezas.
Para Juan José, de improviso, todo aquello resultó incomprensible y grotesco. Había podido liberarse de la losa, pero era incapaz de ponerse en pie pues sentía que las piernas le flaqueaban como a un guiñapo. No oía más que el vocerío de la turbamulta, sin distinguir nada coherente entre lo que se profería.
De repente, empezó a escuchar claramente una voz de mujer... su mujer.
- ¡Juan José, Juan José!... – la escuchó que gritó con desesperación.
Éste se sintió salvado, pues sabía que su mujer era la única que en aquel confuso momento podría hacer algo por él, la única a la que él le interesaba no obstante todas las disputas que hubieran podido tener, y a pesar de su terquedad y empecinamiento por unirse a la revuelta.
- ¡Juan José, Juan José!... – volvió a escuchar.
- ¡Aquí, Victoria! ¡Aquí, mi amor! – respondió Juan José con un alivio indescriptible.
- Para como están las cosas en la mina y tú tendido en la cama todavía. De seguro hoy sí llegas tarde y tendrán la excusa ideal para correrte –siguió Victoriana, furiosa, sin prestar atención a lo que aquél decía.
Juan José, aún amodorrado, no alcanzaba a comprender lo que estaba ocurriendo, pero súbitamente empezó a sentir vergüenza, una vergüenza únicamente equiparable a la que los criollos le provocaban en las minas.
Con vergüenza y todo, Juan José de los Reyes Martínez Amaro, El Pípila, como le conocían familiares y amigos, se levantó rápidamente y vistió con presteza sus arreos de trabajo, y se encaminó con premura rumbo a la mina, donde transcurriría otra jornada extenuante de febril actividad para todos los que ahí laboraban.
lunes, 12 de noviembre de 2007
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