Cómo me volví un adicto
A finales de la década de los 50, mi madre y mis tías solían reunirse todas las tardes en la casa de la más querida por todos, Elena, la tía Aña, así llamada cariñosamente por sus seis sobrinos. Creo que desde entonces me viene el amor por ese nombre, Elena.
Y ahí, en Alejandría 48, colonia Clavería, en el mítico D.F., cuando ya pardeaba el día, disponían unas sillas enanas rodeando un anafre incandescente por los carbones al rojo vivo que lo alimentaban, y sobre el que colocaban un enorme sartén repleto de granos de café puro que removían continuamente con un cucharón mientras mantenían el fuego del anafre con un soplador de palma. Todo un rito.
Cuando el café así dispuesto quedaba perfectamente tostado, lo vaciaban en una bolsa de papel una vez que se hubo oreado, y córrele los primos a la cafetería Corona ubicada a la vuelta de la esquina para que nos molieran el café recién tatemado. Los aromas que desprendía aquella bolsa con el grano ya molido provocaban un éxtasis.
Y de regreso a la casa, donde las hermanas ya disponían de una cafetera rudimentaria que permitiría la percolación del milagroso polvo sin perder ninguna de sus cualidades, tanto olfativas como gustativas.
Por aquel entonces, yo tendría unos ocho años de edad y, por supuesto, mi madre no me permitía la ingesta de semejante brebaje más que a pequeños sorbos, pero ¡qué esplendorosa delicia!
Casi setenta años después sigo recordando ese sabor único que jamás he vuelto a paladear. Alguna vez, en la década de los 80, tuve una sensación parecida en alguna cafetería de Avenida Universidad, cerca de la UNAM, pero fue sólo eso, una humilde reminiscencia de aquel portentoso prodigio experimentado en mi tierna infancia.
¡Y me volví un adicto! Aunque siempre con la esperanza de revivir dicho prodigio, infructuosamente, hasta ahora.

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