Poco antes de casarme con mi primera esposa, todavía novios, fui a recogerla a su casa. Ella era muy impuntual, por lo que ya sabía que tendría que esperar a que estuviera lista. Me hicieron pasar a la sala y me dejaron a solas. Consciente de que estaría ahí un buen rato, me atreví, como en otras ocasiones, a levantarme del mullido sillón donde me encontraba cómodamente instalado y colocarme frente al piano Steinbach que tenían en el lugar, sentarme en su banqueta, y comenzar a ejecutar una pieza popular.
En el ínter, a un minuto de concluir mi interpretación y sin que me percatara, hizo su aparición mi novia silenciosamente y, para no interrumpir, esperó recargada en el marco de la puerta del comedor, que comunicaba con la sala donde yo me encontraba.
De repente, en plena ejecución, empecé a sentir una inquietud espiritual profunda, una carga en el alma insoportable, por lo que, ni tardo ni perezoso, me incliné ligeramente hacia la izquierda, levanté la nalga derecha con discreción y emití un sonoro zambombazo de Padre y Muy Señor Nuestro: ¡Prrrrrrt!, y, aliviado, reanudé la ejecución donde la había dejado y puse punto final a la misma.
Lucinda, mi novia, hizo entonces su incursión en la sala desde el comedor, no dejando de aplaudir sonoramente y de gritar a todo pulmón: ¡Bravo, bravo! Yo, profundamente avergonzado, intrigado y nervioso, me puse en pie como con un resorte y la inquirí con voz trémula:
- Ho-ho-ho-la, mi vida, aquí estabas… ¿es-es-cuchaste toda la melodía?
A lo que ella, impertérrita, respondió:
-No, sólo un pedazo.
A la larga, ésta fue una de las principales causales del divorcio que terminó con nuestro fragoroso matrimonio de casi cuatro años de intensidad: pedorrea crónica (lat. pedorrhoea chronica).
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