Recién se acaba de editar en formato digital el viejo libro (1940) de Edmund Wilson Hacia la estación de Finlandia (Penguin Random House, mayo de 2021), que trata sobre los avatares del socialismo desde la Revolución Francesa, y aún antes, hasta la entrada de Lenin a la estación ferroviaria de Finlandia en San Petersburgo, e incluso hasta “nuestros días”, entendiendo por estos los de la edición original del texto, pues cuando Wilson lo publicó aún estaba en el poder el sátrapa Josep Stalin y León Trotsky todavía no había sido asesinado en Coyoacán, México, en tan fatídico año. De aquí su epílogo, Resumen: la situación en 1940. El libro fue prologado magistralmente por el Nobel peruano Mario Vargas Llosa (septiembre de 2020).
Wilson relata la historia más desde el punto de vista humano que desde el ideológico o doctrinario, aunque un ensayo tan largo necesariamente incluye bastante de lo segundo. Es así como nos enteramos de la literal indigencia en que vivió Karl Marx prácticamente durante toda su existencia, siempre al amparo de su “discípulo” Friedrich Engels, cuyo padre era un industrial que en Mánchester tenía una sucursal de la que el hijo se ocupaba a regañadientes. En fin, Engels estuvo siempre a la sombra de Marx, a quien no sólo ayudaba económicamente, sino que intelectualmente su pensamiento estaba supeditado al de Karl. Aún después de la muerte de éste, tuvo que lidiar con la publicación póstuma de su legado, pues Marx no pudo más que publicar el primer volumen de su obra cumbre, El Capital, dejando a Engels el segundo y hasta un tercero que nunca se materializó. En fin, únicamente entonces fue que Engels pudo ser él mismo.
El libro versa principalmente sobre los “cuatro grandes”: Marx, Engels, Lenin, Trotsky, pero no por ello deja de hurgar en los intríngulis de las vidas de Michelet, Renan, Taine, Anatole France, Babeuf, Saint-Simon, Lassalle, Bakunin y tantos otros, incluido Vico, aun antes que todos ellos.
Me impresionó el pasaje en el que una de las hijas de Marx, Laura, decide junto con el marido Paul Lafargue que ambos se suicidaran una vez que estén cerca de agotar sus recursos económicos, lo cual ocurre cuando ambos rondan los setenta años de edad, y proceden a envenenarse sin mayores aspavientos.
Todo lo anterior, que se lee más como una novela, aunque no por ello dejen de proliferar los aspectos ideológicos de una doctrina totalmente obsoleta -que se justifican por la época en que la obra se escribió-, contribuye a hacer de ésta una lectura imprescindible.
Para concluir con mi pergeño diré tan sólo que señala el autor del libro -bien avanzada la jornada de su periplo escritural- que una noche de su último invierno en Samara, leyó Lenin La sala número 6, de Antón Chéjov, y procede, Wilson, a un inclemente spoiling de la trama, y concluye que “Cuando Vladimir terminó la lectura del relato fue presa de un horror tal que no pudo permanecer en la habitación. Salió en busca de alguien con quien hablar, pero era tarde: todo el mundo se había acostado. ‘¡Experimenté la completa sensación -dijo a su hermana al día siguiente- de estar encerrado yo mismo en la sala número 6!’”
Comprenderán ustedes que, con spoiling y todo, era imposible permanecer impasible (sí, sí, ya sé que suena cacofónico) ante tal “recomendación”, y procedí de inmediato a comprar el libro y leerlo en poco más de dos horas, aun antes de terminar el que en ese mismo momento leía. ¡Qué maravilla! Me identifiqué hasta la médula con los dos personajes principales de este librito encantador.
No querrán que se los “espoilee” yo también, ¿verdad?
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