A principios de la década de los 80 del siglo pasado, durante el sexenio de Miguel de la Madrid, hartos los mexicanos de la corrupción, demagogia y crisis económicas ocurridas durante la docena trágica de Echeverría y López Portillo, don Miguel acuñó una serie de eslóganes para atemperar la rabia de sus conciudadanos. Entre ellos: Renovación moral de la sociedad, Simplificación administrativa, y no recuerdo qué zarandajas más, pero todas por el estilo.
En una ocasión, a mediados de dicha década, después de una reunión social, circulaba a toda velocidad por una de las principales avenidas de la Ciudad de México el tío de mi amigo Gonzalo, Ángel, con nosotros a bordo. Veníamos alegres, no lo niego. Para nuestra desgracia, un motociclista de tránsito había empezado a perseguirnos desde cuadras atrás, y la “espontánea” reducción de la marcha de nuestro automóvil hizo más patente, a ojos del oficial, la falta de Ángel, y una vez que nos hubo alcanzado, nos ordenó que nos detuviéramos.
-Buenas noches, caballeros –nos saludó, y después, dirigiéndose al conductor-, venía usted a exceso de velocidad, poniendo en riesgo no sólo su persona, sino la de sus acompañantes.
-Es que los caballeros tienen prisa por llegar a sus casas –intentó excusarse Ángel.
-Y para empeorarla, con copas de más –se regodeó el oficial al descubrir lo a todas luces evidente.
-No más de las estrictamente permitidas por el reglamento de tránsito, teniente –mintió el tío, que hasta el rango del policía adivinó para convencerlo de su “sobriedad”.
-Mucho me temo que no superaría usted una mínima prueba de su dicho. ¿Cómo podríamos hacerle? –comenzó, por fin, el tránsito su flirteo.
Sin embargo, dando pruebas de su extraordinaria lucidez aun en condiciones tan precarias, Ángel se atrevió a espetarle al oficial en la cara:
-Disculpe, teniente, acaso no ha oído hablar usted de la Renovación moral de la sociedad- ante la sorpresa, admiración y regocijo de Gonzalo y míos por tan certero golpe.
Pero el oficial ni se inmutó, ya que con una mirada entre displicente e irónica con la que nos pasó revista a todos, concluyó:
-Bueno, bueno, bueno, y ¿qué quieren ustedes: Renovación moral de la sociedad o Simplificación administrativa?- ante el azoro de todos y una carcajada estentórea y generalizada, incluida, cínicamente, la del de la voz.
-Nada más por su ocurrencia y porque detesto la burocracia… -finalizó Ángel el diálogo, y, después de hurgarse en los bolsillos, le pasó al mordelón un billete de a cien lo más subrepticiamente que pudo.
Pero a qué voy yo, a que eso era antes, en la época neoliberal. Hoy no somos iguales, somos diferentes, y si no, pregúntenle a López Obrador, a Pío López Obrador, a Felipa Obrador, a Napoleón Gómez Urrutia, a Manuel Bartlett Díaz, a Irma Eréndira Sandoval Ballesteros, a John Ackerman, a Olga Sánchez Cordero, a Julio Scherer Ibarra, a Ana Gabriela Guevara, a Hugo López-Gatell… todos ellos hijos de su impoluta madre, sin mácula, pues. Todos, además, objeto de las calumnias, infundios y mentiras de pasquines inmundos y de los conservadores. ¡Por el bien de todos, primero los pobres!
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