Cuenta Fiodor Dostoievski que durante su encierro en Siberia obligaban a los presos a transportar pesadas rocas de un lugar a otro durante horas, sólo para que al final del día las regresaran a su lugar de origen. Dice que más que la odiosa rutina, lo que devastaba a los cautivos sicológicamente era ver que su esfuerzo de toda la mañana no había “servido” de nada, que hubiera sido mejor morir.
Como Sísifo, en el mito de un conocido ensayo filosófico de Albert Camus, condenado por los dioses a transportar una pesada piedra a la cima de una montaña únicamente para, una vez ahí, despeñarla cuesta abajo y vuelta a empezar, y así por toda la eternidad.
Viene a cuento todo esto porque el encierro ha vuelto más detestable la rutina. Si ya de por sí el existir representa toda una serie de ritos idiotas a los que nos vemos condenados diariamente, el enclaustramiento obligado le ha añadido un ingrediente adicional como el descrito por el gran Fiodor en su campo de concentración. Nos levantamos todos los días temprano para ejercitarnos como podamos, bañarnos, alimentarnos, atender nuestra fuente de ingresos como buenamente podamos y regresar a la cama por la noche con la sensación de vacío de que todos nuestros esfuerzo no han valido para un carajo. Si yo, de por sí, ya miraba la existencia de este color sin necesidad de ninguna pandemia, ya imaginarán ahora.
Sin embargo, esta misma pandemia nos da oportunidad de disfrutar como no lo hacíamos antes. El otro día, por ejemplo, después del desayuno, filosofaba yo sobre tan augustos temas mientras, junto con Elena, lavaba los platos, cuando vimos pasar por la ventana de la cocina un viejo camión materialista cargado de tabiques para alguna construcción dentro del fraccionamiento donde vivimos. Habitamos una casa en la avenida principal de dicha zona residencial, avenida formada por una inclinada pendiente que desemboca hasta El Bosque, la parte fifí del conjunto.
Pues bien, ya imaginarán ustedes a la troca con su pesada carga encima tratando de avanzar por la empinada calle. Apenas superados unos veinte o treinta metros, el motor se le apagaba y vámonos para abajo, como si viniera en reversa, y vuelta a comenzar: arrancar de nuevo el vehículo, embragar la palanca de velocidades y vamos para arriba otra vez, y lo mismo: motor apagado y nuevamente para atrás. Y así lo estuvo intentando el conductor del armatoste una y otra y otra vez, no menos de una docena de ocasiones, hasta que ahogó el motor, y ahora sí, ni para atrás ni para adelante.
-Volviendo a lo que estábamos -dijo mi sagaz e irónica consorte-, he ahí un ejemplo vivo y palpable de lo que decías: el mito de si fifo – y los dos soltamos la carcajada al unísono.
Bendita pandemia que permite regodearnos con este tipo de nimiedades, o como la que ya en otra ocasión relaté del clarín que me recuerda a mi amantísima Elena cada vez que lo oigo trinar.
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