Recién terminada la carrera, me enrolé en un curso de verano de inglés en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA). Transcurrían los meses de julio y agosto de 1974. Como compañero de cuarto (roommate) en el Hedrick Hall me tocó un iraní, Kavous Ardalan, que resultó ser limpio, silencioso, ordenado, respetuoso y muuuy dormilón. Yo creo que por esto último se levantaba muy de buenas todos los días. Sin embargo, a mí no terminaba de caerme bien, por no decir que hasta gordo me resultaba.
Un “diálogo” típico por las mañanas entre ambos era del siguiente tenor:
- ¡Hola, Raúl, buenos días! ¿Cómo amaneciste? –inquiría Kavous con su mejor semblante.
- (Gruñido) –le respondía yo que, para no variar, me despertaba encabritado.
El iraní, para no importunarme, no insistía más y yo bajaba a desayunar al comedor, pues ya para entonces estaba bañado, rasurado y todo lo demás, en tanto que él apenas comenzaba su día. Obviamente, Ardalan llegaba al curso ya bien avanzada la primera sesión; siempre era el último. Alguna vez, una de estas charlas matutinas dentro del curso derivó hacia los ferrocarriles y la coordinadora empezó a decir con qué nombre se le conocía a cada uno de los carros que conforman un convoy. Cuando llegó al último, Cabús, la risa fue generalizada, ya que esta palabra es homófona de Kavous, quien, por supuesto, aún no se presentaba.
Se llegó, sin embargo, una mañana en nuestro cuarto en que el diálogo que describo al principio dio un vuelco inesperado:
- ¡Buenos días, Raúl! ¿Cómo estás? –preguntó “Cabús”, como ya entonces le llamábamos.
- ¡Enojado! –contesté yo, que esa mañana, sin motivo, me sentía particularmente encabronado.
- Pues yo estoy feliz –respondió el otro, aparentemente valiéndole madre todo-. ¿Y sabes por qué?
- No, no lo sé, y en una de esas, tal vez ni me interese –intenté cortar de tajo.
- ¡Porque me contestaste, Raúl, porque me contestaste! –me desarmó él.
Sentí como que me pegaba un torpedo en mi línea de flotación y no me quedó más que reír sonora y espontáneamente frente a tan sincera “ocurrencia”.
A partir de entonces “perdoné” a Kavous por todos los inconvenientes a mí causados y fuimos los mejores amigos durante el resto del curso.
Es más, en base a estos recuerdos, hace nueve años emprendí la búsqueda en Internet de su paradero, pues desde entonces no sabía de él, ¡y lo localicé! Le dio un gusto enorme saber de mí y recordar la anécdota que arriba refiero. Es doctor en economía y finanzas por las universidades de Santa Bárbara, en California, y Ontario, en Canadá, y profesor en finanzas en la Escuela de Administración del Colegio Marista, en Poughkeepsie, Nueva York. Ha escrito siete libros sobre la materia.
¡Salve, oh gran Kavous!
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