sábado, 17 de octubre de 2020

Robo de señales

Con cariño, para las nuevas suscriptoras de este servicio: Adri, Betty, Clau, Hilda, Lila y Mary Tere.

A finales de la década de los 70 del siglo pasado, asesoraba en el desarrollo de su primer sistema en línea, junto con otro compañero, a Banca Serfin (hoy Banco Santander), cuyo corporativo se encontraba en la ciudad de Monterrey, Nuevo León. Aunque su parte operativa se concentraba básicamente en la Ciudad de México, hubo la necesidad de trasladarse a la Sultana del Norte algunas ocasiones, pues allá se encontraba buena parte de su planta de analistas, diseñadores y programadores de sistemas, que muchas más veces tuvo que hacer el viaje en sentido inverso.

En uno de esos viajes que nos tocó hacer al norte, nos hospedamos en el hotel Ancira. Una mañana bajé a desayunar al restaurante del hotel y cuando salí, mi colega ya me esperaba en una acogedora sala, atiborrada, en la recepción del inmueble. No perdí tiempo y me encaminé directamente a los elevadores, desde donde le hice señas a mi compañero de que regresaría tan pronto hubiera tomado mis pertenencias. De repente, vi que una atractiva dama entraba corriendo al ascensor, casi al límite de su capacidad, sin oprimir ningún botón. Al llegar a mi piso, como viera que nadie más bajaría ahí, me dispuse a salir el primero. No obstante, alguien más salió después de mí y no me preocupé por averiguar quién. Recorrí el largo pasillo y me introduje en el cuarto, donde, después de lavarme los dientes, me dispuse a tomar mi portafolio, pero en eso, alguien llamó a la puerta.

Creyéndolo mi compañero, me acerqué a abrirle la puerta, no sin antes, por precaución, asomarme por la mirilla. ¡Era la mujer que había subido atropelladamente al elevador! ¿Y ahora?, me pregunté, al tiempo que descorría el cerrojo. Cuando la tuve enfrente, me saludó e inquirió sin más: “Hola, ¿me invitas a pasar?”. Para entonces ya mi ritmo cardiaco se había acelerado por arriba de lo normal. “Sí, adelante”, respondí estúpidamente, como autómata. La muchacha, partiendo plaza, fue y se sentó en la orilla de la cama, desde donde comenzó el siguiente diálogo:

- ¿Me regalas un cigarro? –se autoinvitó.

- No fu… fu… mo – le respondí verdaderamente aterrorizado.

- ¿Me lo podrías encender, por lo menos? –preguntó ella, extrayendo de su bolso una cajetilla y unos cerillos.

- Sí, cla… cla… ro, -asentí yo con manos temblorosas y fallando a la primera.

- ¿Y qué te haces? –ella, arrojando humo por boca y nariz.

- Pues mi… mi… ra, ahorita a las diez, tengo una cita con un cliente, pe… pe… ro, dentro de doce horas podríamos aprovechar para dar un paseo, ¿qué… qué… te parece?

- Me parece muy bien, entonces en la noche vengo por ti, adiós -me aseguró, levantándose para irse.

- Hasta luego –me despedí, recobrando paulatinamente la compostura.

Después de una jornada laboral intensa en Serfin, por la noche, como a eso de las 21:30, tomé el teléfono y marqué al cuarto de mi colega: “Oye, ¿y si nos vamos a echar un cabrito a la Macroplaza?, no vaya a ser que esta dama en verdad cumpla sus amenazas y se apersone aquí a las diez. Muerto de risa, me respondió: “¡Qué güey eres!, pero como quieras, pasa por mí, aquí te espero”.

Y así fue como un año más preservé mi virginidad, a los tiernos 29.

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