miércoles, 7 de octubre de 2020

Crazy Lady

De la misma época de cuando fui estudiante de verano en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) en 1974 data la siguiente historia.

La universidad tenía para estos estudiantes un programa, Host Family (Familia Anfitriona), en el que un particular de la localidad podía invitar a uno o hasta dos de estos jóvenes para que fueran a cenar a su casa o de paseo a la playa o, incluso, pernoctar en su hogar. En una ocasión surgió como por encanto una matrona de poco más de cincuenta años de edad que buscaba a dos jóvenes que fueran a convivir con ella y cenar en su casa. Los “afortunados” fuimos un argentino, Armando Garsd –por entonces próximo a cursar un posgrado en medicina en el campus Davis de la universidad-, y yo. El día indicado esperamos a la dama en cuestión a la entrada del Hedrick Hall, y no tardó en hacerse presente en un tremendo lanchón V8 fuera de época, el cual abordamos con cierta desconfianza, y nos condujo a su casa.

La señora (¿señorita?) ya tenía preparada la cena, que nosotros pensamos combinaría de maravilla con la botella de vino con que la habíamos obsequiado. Sin embargo, los problemas empezaron desde que entramos a su vivienda, un tanto lúgubre, y cuando notamos que íbamos a cenar ¡en la cocina!, donde había una larga mesa rectangular literalmente empotrada en la pared. Y ahí nos dispuso la interfecta: sentados Armando y yo en el costado largo de la mesa que no colindaba con ningún muro, uno al lado del otro, mirando hacia la pared y sin vernos entre nosotros. Ella ocupó la cabecera de la mesa y, por supuesto, sin contacto visual con ninguno de los dos. Ya imaginarán ustedes lo weird (bizarro) de la escena. No recuerdo de qué pudimos platicar en situación tan embarazosa, pero yo sólo tenía un deseo inconmensurable de que todo aquello terminara de una buena vez.

¡Qué va! Terminada la insípida “cena”, la mujer nos mostró dónde estaba el fregadero y nos indicó que nos correspondía lavar los platos, mientras ella se echaba un cigarro y empinaba los restos de vino que quedaban en la botella. Los dos latinos, tan dados a la hospitalidad, no dábamos crédito a lo que vivíamos. Armando se encabronó, sin hacérselo notar abiertamente a la dama, y exclamó en un inglés champurrado y casi gritando: “¡Ah!, ¿quieres que lavemos los platos? No hay problema, me encanta lavar platos, es lo que suelo hacer en casa”, y me musitaba al oído: “Esta mierda vieja va a aprender lo que es meterse con quien no debe”, ante mi angustia de que la “mierda vieja” nos oyera cuchichear en español. Y se dio a la tarea de la peor manera posible, dejando los platos más asquerosos de lo que ya de por sí estaban. Los mal enjuagaba y me los pasaba para que yo los “secara”. El trapo que utilicé para tal propósito quedó hecho una murga.

En tales circunstancias, estaba yo ya casi al borde del colapso. Pero aún faltaba lo peor, pues una vez que hubimos terminado de “lavar” la loza, apareció nuestra amiga con una escoba, y la imagen que pasó por nuestras mentes –más tarde lo corroboraría con Armando- fue que esta bruja iba a emprender el vuelo, pero no, acto seguido, me dio la escoba diciendo: “Como él ya lavó los platos, te toca a ti barrer lo que se haya desparramado por el piso”. Sin chistar, obedecí, ya que lo único que quería era que esta crazy lady nos devolviera a nuestra casa, el Hedrick Hall.

Días después, cuando escribí para el Melting Pot –nuestro periódico veraniego- la anécdota anterior, las coordinadoras del curso no paraban de reír y me rogaban que escribiera más acerca del asunto, pues seguramente algo se me habría quedado en el tintero. No sé cómo algo así pueda provocar tanta risa cuando para mí constituye uno de los episodios más bochornosos de mi existencia.

No hay comentarios: