Ya les he platicado con anterioridad del amigo que conocí en la prepa, muy bueno para las matemáticas, y que se dedica hoy en día a especular en los mercados financieros internacionales, donde le va muy bien. Desde aquellos tiempos manifestaba una habilidad para los números extraordinaria y que se manifestaba, entre otras áreas, en el de las apuestas. En ese entonces, no tenía ni un peso en la bolsa y se las ingeniaba para apostar sin perder. Así, en un partido de futbol, por ejemplo, en el que en el papel por lo menos aparecía un claro perdedor (P) y un obvio ganador (G), pronto encontraba a alguien que le fuera a G y le proponía una apuesta de dos a uno, yéndole él a P con dicha ventaja. El otro, por supuesto, con gusto aceptaba. Batallaba un poco más para encontrar a alguien que le apostara a P y él a G, pero a la par, es decir, sin ninguna ventaja para nadie. Si el resultado del partido era como todo mundo esperaba, mi amigo no perdía nada, pues los 100 pesos que ganaba por un lado los entregaba a quien se la había jugado con momios de 2:1.
Peeero, si se daba la “chica”, mi amigo ganaba 200 pesos por un lado y, por el otro, tenía que entregar 100 donde había “perdido”, obteniendo un rendimiento neto de 100 pesos. ¡Genial, ¿no es cierto?! Y así la iba sobrellevando Pepito, mi amigo, como el de los cuentos colorados.
Ya estando en la universidad, en pleno Mundial México 70, se me ocurrió apostarle 100 pesotes al obvio entre Suecia y Uruguay, y le di la referida ventaja de dos a uno si él le iba a los suecos. No tardó mucho en agenciarse a un “ingenuo” que le jugó a la par por Suecia mientras él lo hacía por Uruguay. Pues bien, contra todos los pronósticos, Suecia derrotó a los uruguayos 1-0 el miércoles 10 de junio de 1970, a las 16 horas, en el estadio Nemesio Díez de La Bombonera, en Toluca, y yo perdía de esta forma 200 pesos.
Al día siguiente, jueves 11, llegando a la terminal camionera de la UNAM con los 200 en la bolsa, reparé de pronto en una sucursal de Banamex que había ahí junto, y se me ocurrió cambiar el dinero por paquetes de monedas de a cinco centavos, llamadas popularmente “josefitas”, por tener en su anverso la efigie de doña Josefa Ortiz de Domínguez, heroína nacional. Extrañada, la cajera atendió mi solicitud y puso en mis manos sobres conteniendo, en total, ¡4 mil monedas de cinco centavos, con un peso aproximado de 16 kilos! Saliendo de ahí vacié los empaques sobre mi chamarra, que utilicé a manera de morral y me deshice de los envoltorios.
- ¡No mames, güey! ¿Y ahora que hago yo con eso?- me recriminó.
- Son tus doscientos pesos, si no los quieres, me los llevo de vuelta, no hay pedo- le respondí.
- Pero de aquí tengo que pagar los cien que perdí, ¡qué cabrón!, por lo menos debiste haberlos dejado en las bolsitas- se quejó.
- ¡Qué ojete eres! ¿Le vas a pagar con pura moneda, no con billete? Pero no llores, ¿a poco tú, tan bueno para los números, no sabes contar hasta dos mil? Además, nunca has traído ni un quinto en la bolsa y ahora tienes cuatro mil- me burlé.
Como pudo, metió todo el monederío en las bolsas de la holgada chamarra que siempre portaba y entramos a clase de álgebra lineal. Nos sentamos, le solicité la pesada prenda, y le pedí a una chava, Maricela, que si por favor la colocaba en la banca que estaba vacía junto a ella. La tomó con desparpajo, pero casi se va de bruces con semejante peso y poco faltó para que se dislocara el hombro y se quebrara las uñas, en medio de las risotadas de los tres.
No recuerdo nunca antes haber visto “perder” a mi amigo una apuesta de manera tan vil.
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