Mi último deseo antes de morir: terminar el libro que en ese tiempo estuviera leyendo.
Nunca antes había leído un libro escrito por alguien -hombre o mujer- que se solazara tanto con la utilización de epítetos y “malas” palabras, así como en procacidades y escenas escabrosas, como lo hace Fernanda Melchor en Temporada de huracanes (Penguin Random House, 2017): de cada tres palabras, cuatro son leperadas o escabrosidades. O como diría el clásico: no, menos, cinco. Pero lo que al principio me pareció un tanto chocante, se fue diluyendo con el paso de las páginas hasta encontrarme sumergido y sin darme cuenta en una fascinante lectura, a pesar de que el estilo no merma a todo lo largo de esta maravillosa novela que incluso me inspiró el epígrafe que antecede. ¡Qué bueno que existan pinches viejas tan cabronas y majaderas, las muy hijas de su puta madre! (Sentencia esta última que parece extraída de la prosa de la sublime Melchor).
La connotada académica Sara Sefchovich hace una denodada defensa de la escritora y apunta varias razones por las que debería ser merecedora del premio Booker International (Confabulario, El Universal, 1 de agosto) por esta novela, prestigiadísimo premio literario otorgado a escritores con obras de ficción publicadas en inglés. No quiero imaginar las de Caín que ha de haber pasado la traductora, Sophie Hughes, para poner esta joya en el lenguaje de Shakespeare, no en balde el premio en metálico se hubiera dividido entre ambas en montos iguales. No ganaron, pero estuvieron dentro de las seis duplas finalistas.
Fernanda nació en 1982, es decir, fácilmente podría ser mi hija, pues le saco la friolera de 33 años de edad, por lo que me resulta difícil imaginar cómo obtuvo esa maestría para el manejo del lenguaje, no sólo el de la gente “decente”, sino el de la plebe. Y no únicamente eso, el conocimiento que muestra de las costumbres y miserias de los estratos más bajos de la sociedad es asombroso y subyugante. Pero sobre todo, los hablares, que a final de cuentas fue lo que le permitió ser finalista de tan reconocido galardón.
El placer estético se mide por separado, pues cuando alguien, paradójicamente, se olvida de las miserias de esta vida sumergiéndose en la descripción de las mismas, al grado de representar su lectura uno de los alicientes para seguir vivo, no le queda más que reconocer la grandeza de una auténtica obra de arte.
Mientras siga habiendo literatura de tan alta gradación, uno puede muy bien prescindir de todo lo demás, hasta de sus melancolías.
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