Cuando tenía 27 años de edad (increíble, Elena, mi esposa, contaba entonces con tan sólo once) sufrí una amarga decepción amorosa que me llevó a consultar a tres siquiatras distintos en fila. El primero, un doctor Barragán, que resultó ser mi maestro de anatomía en segundo de prepa, de inmediato esquivó el bulto diciendo que por la naturaleza de mi “padecimiento” sería mejor que me atendiera una siquiatra, de quien he olvidado el nombre. De cualquier forma, no aguanté muchas sesiones con ella y pronto se deshizo de mí diciendo que lo que yo necesitaba eran medicamentos, que me iba a recomendar con otro especialista más, también siquiatra, que era un chingón para eso de los barbitúricos, del que tampoco recuerdo de su nombre.
Y ahí me tienen, yendo a un lúgubre consultorio de Tlalpan, donde el viejo galeno atendía. De entrada, me recetó unas pinches pastillitas moradas (Motival) que resultaron peores que el demonio, pues me llevaron a una depresión más aguda que la que ya traía. En fin, estuve en consulta con él durante otras cuantas sesiones, pero lo que les quería comentar era lo que aprendí con él. Obviamente, mucho de lo que traté en consulta tenía que ver con el problema que me llevó ahí: la manera tan abrupta en que una encantadora dama me había mandado al carajo sin la menor consideración, después de un flirteo de aproximadamente un año.
En un momento dado, este tercer siquiatra me confrontó y me dijo:
- Es que usted está incapacitado para querer a nadie, no ya digamos amar.
- Pero ¿por qué dice eso, doctor?- me preocupé.
- Pues simplemente porque es usted incapaz de quererse a sí mismo, y si no se quiere a sí mismo, que es el ser humano a quien tiene más cerca y con quien convive las veinticuatro horas del día, es imposible que vaya a querer usted a nadie más. Digo, no podemos negar lo evidente- peroró el especialista.
- ¿Eso implica que nunca seré querido por nadie, doctor?- me lamenté.
- ¡No, no, no, no, yo no he afirmado tal! No quiera transferir sus limitaciones a los demás. El que esté incapacitado para querer, no quiere decir que no vaya usted a correr con suerte y se encuentre a alguien lo suficientemente desprevenido como para que lo quiera, y en una de esas, una mujer que hasta lo ame, como la dama que lo acaba de botar- concluyó doctoralmente mi “confesor”.
Así fue como yo aprendí, y ahora ustedes saben, por qué no puedo querer a nadie: está en mi naturaleza, como en la de los alacranes. Por ello, yo traduzco el muy inglés To love como To lerar. Es lo más que me puedo permitir yo con la gente: tolerarla.
… culpabilidad manifiesta. ¡Perdón!
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