De finales de marzo de 1986 a principios
de mayo del mismo año hice mi primer viaje como feliz divorciado y me embarqué
rumbo a Europa, específicamente a Londres, para de ahí desplazarme al puerto de
Dover y tomar un ferri con destino a Calais, en Francia, de donde partiría con
mi Eurail Pass a un viaje por Alemania, Bélgica, Francia, y Austria.
Desde que llegué al Viejo Continente
apuntaba aquel como para ser un año trágico, pues a los pocos días (31 de
marzo) me enteré por las noticias de que el vuelo 940 de Mexicana de Aviación
había caído envuelto en llamas cerca de Maravatío, Michoacán, perdiendo la vida
sus 166 pasajeros. Posteriormente, el 2 de abril, en el vuelo 840 de Trans
World Airlines (TWA) estalló a bordo una bomba matando a cuatro personas,
mientras realizaba el trayecto entre Roma y Atenas. No eran, desde luego, las
mejores noticias para leer mientras yo me desplazaba cómodamente en el tren
rumbo a Berlín, la todavía no liberada ciudad en su parte oriental y futura
capital de una Alemania unificada.
En Berlín, el 3 de abril, fui a pasear a
una zona de bares, cafés y discotecas y visité un antro justo enfrente de La
Belle, discoteca en la parte occidental de la ciudad, frecuentada por soldados
norteamericanos. Desde siempre había querido yo estar en Berlín, por lo que fue
propiamente uno de los primeros lugares a los que acudí durante mi largo
periplo. Después seguí una ruta ya más tradicional que cubrió los países
nombrados anteriormente. Pero cuál no sería mi sorpresa, cuando me enfilaba
rumbo a Bruselas, al enterarme por los periódicos de la bomba que había
estallado precisamente en La Belle, matando a tres personas e hiriendo a 230.
Los gringos culparon de ello a Libia.
Los siguientes días, mientras viajaba yo
por las naciones mencionadas, las noticias no hablaban de otra cosa más que del
bombardeo que preparaban los Estados Unidos sobre Libia en represalia por el
atentado en La Belle. El problema para los americanos, que partirían desde
suelo de su aliado incondicional Inglaterra, era que ni Francia ni España les
daban autorización para sobrevolar su espacio aéreo por temor a una retaliación
contra ellos por parte de los libios, por lo que Reagan, con la venia de
Margaret Tatcher, decidió dar un largo rodeo sobre el Atlántico para evitarlos
y desde ahí, el 15 de abril de 1986, enfilarse sobre Libia y bombardearla, muriendo
al menos 100 civiles en los ataques.
Como verán, no era que yo me sintiera
muy seguro viajando de un lugar a otro en un continente tan peligroso. En fin,
después de varios días de vacaciones por esos lares, decidí embarcarme rumbo a
la tranquila Austria, para visitar Salzburgo y posteriormente la bellísima
Viena, donde prácticamente pasaría la parte final de mi aventura, antes de
regresar a Londres para emprender el regreso a México. Desgraciadamente, el 26
de abril de 1986, estando ahí, en Viena, se dio la mayor catástrofe nuclear de
la historia, en Chernóbil, donde se produjo una magna explosión atómica.
Pues bien, pasé todavía varias jornadas
más en la ciudad, aunque no sin temores, por las consecuencias que el accidente
pudiera llegar a tener en países vecinos, pues Viena se encuentra, lo consulto
ahora en Internet, sólo a una distancia en línea recta de Chernóbil de 1,051.58
km.
Durante todo este viaje, no pude
librarme de la impresión de que el mundo se iba derrumbando a mis espaldas,
empezando por el avionazo de Mexicana, la bomba de TWA, la de La Belle, los
bombardeos de Reagan-Tatcher sobre Libia, y ¡Chernóbil! Que por qué traigo todo
esto a colación. Simple y sencillamente por la magna tragedia que nos asola
ahora, no nada más de consecuencias regionales, como Chernóbil, sino
universales: la maldita pandemia.
Pero también porque, en estos días de
encierro, tuve la oportunidad de disfrutar la magnífica miniserie Chernóbil, y
espero que, a diferencia de la tragedia ahí ocurrida, que se manejó mal, tarde
e irresponsablemente, ésta -que parece que está siguiendo el mismo patrón en
varios países-, al menos en el nuestro, sea manejada con cierta solvencia,
aunque, desgraciadamente, pareciera no ser así. Si López-Gatell, como el
científico Legásov en la serie, termina suicidándose, advierten las histéricas damas
que conforman el club de admiradoras de este galán de pacotilla, bien
mereceríamos la inmortalidad dentro de una treintena de años en un thriller
análogo.
Ya en serio, la tragedia allá fue
ocasionada por un Estado incompetente que ocultó un desgracia similar ocurrida
una década antes en una planta de Leningrado, pero además existían otras varias
instalaciones nucleares en la Unión Soviética con la misma potencial falla y en
las que esta falta de transparencia impedía su corrección. E, insisto,
independientemente de este ocultamiento, la descomunal ignorancia de los mandos
medios y superiores de Chernóbil provocó la hecatombe y el torpe manejo de la
situación que posteriormente se hizo.
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