martes, 31 de marzo de 2020

1986

De finales de marzo de 1986 a principios de mayo del mismo año hice mi primer viaje como feliz divorciado y me embarqué rumbo a Europa, específicamente a Londres, para de ahí desplazarme al puerto de Dover y tomar un ferri con destino a Calais, en Francia, de donde partiría con mi Eurail Pass a un viaje por Alemania, Bélgica, Francia, y Austria.

Desde que llegué al Viejo Continente apuntaba aquel como para ser un año trágico, pues a los pocos días (31 de marzo) me enteré por las noticias de que el vuelo 940 de Mexicana de Aviación había caído envuelto en llamas cerca de Maravatío, Michoacán, perdiendo la vida sus 166 pasajeros. Posteriormente, el 2 de abril, en el vuelo 840 de Trans World Airlines (TWA) estalló a bordo una bomba matando a cuatro personas, mientras realizaba el trayecto entre Roma y Atenas. No eran, desde luego, las mejores noticias para leer mientras yo me desplazaba cómodamente en el tren rumbo a Berlín, la todavía no liberada ciudad en su parte oriental y futura capital de una Alemania unificada.

En Berlín, el 3 de abril, fui a pasear a una zona de bares, cafés y discotecas y visité un antro justo enfrente de La Belle, discoteca en la parte occidental de la ciudad, frecuentada por soldados norteamericanos. Desde siempre había querido yo estar en Berlín, por lo que fue propiamente uno de los primeros lugares a los que acudí durante mi largo periplo. Después seguí una ruta ya más tradicional que cubrió los países nombrados anteriormente. Pero cuál no sería mi sorpresa, cuando me enfilaba rumbo a Bruselas, al enterarme por los periódicos de la bomba que había estallado precisamente en La Belle, matando a tres personas e hiriendo a 230. Los gringos culparon de ello a Libia.

Los siguientes días, mientras viajaba yo por las naciones mencionadas, las noticias no hablaban de otra cosa más que del bombardeo que preparaban los Estados Unidos sobre Libia en represalia por el atentado en La Belle. El problema para los americanos, que partirían desde suelo de su aliado incondicional Inglaterra, era que ni Francia ni España les daban autorización para sobrevolar su espacio aéreo por temor a una retaliación contra ellos por parte de los libios, por lo que Reagan, con la venia de Margaret Tatcher, decidió dar un largo rodeo sobre el Atlántico para evitarlos y desde ahí, el 15 de abril de 1986, enfilarse sobre Libia y bombardearla, muriendo al menos 100 civiles en los ataques.

Como verán, no era que yo me sintiera muy seguro viajando de un lugar a otro en un continente tan peligroso. En fin, después de varios días de vacaciones por esos lares, decidí embarcarme rumbo a la tranquila Austria, para visitar Salzburgo y posteriormente la bellísima Viena, donde prácticamente pasaría la parte final de mi aventura, antes de regresar a Londres para emprender el regreso a México. Desgraciadamente, el 26 de abril de 1986, estando ahí, en Viena, se dio la mayor catástrofe nuclear de la historia, en Chernóbil, donde se produjo una magna explosión atómica.


Pues bien, pasé todavía varias jornadas más en la ciudad, aunque no sin temores, por las consecuencias que el accidente pudiera llegar a tener en países vecinos, pues Viena se encuentra, lo consulto ahora en Internet, sólo a una distancia en línea recta de Chernóbil de 1,051.58 km.

Durante todo este viaje, no pude librarme de la impresión de que el mundo se iba derrumbando a mis espaldas, empezando por el avionazo de Mexicana, la bomba de TWA, la de La Belle, los bombardeos de Reagan-Tatcher sobre Libia, y ¡Chernóbil! Que por qué traigo todo esto a colación. Simple y sencillamente por la magna tragedia que nos asola ahora, no nada más de consecuencias regionales, como Chernóbil, sino universales: la maldita pandemia.

Pero también porque, en estos días de encierro, tuve la oportunidad de disfrutar la magnífica miniserie Chernóbil, y espero que, a diferencia de la tragedia ahí ocurrida, que se manejó mal, tarde e irresponsablemente, ésta -que parece que está siguiendo el mismo patrón en varios países-, al menos en el nuestro, sea manejada con cierta solvencia, aunque, desgraciadamente, pareciera no ser así. Si López-Gatell, como el científico Legásov en la serie, termina suicidándose, advierten las histéricas damas que conforman el club de admiradoras de este galán de pacotilla, bien mereceríamos la inmortalidad dentro de una treintena de años en un thriller análogo.

Ya en serio, la tragedia allá fue ocasionada por un Estado incompetente que ocultó un desgracia similar ocurrida una década antes en una planta de Leningrado, pero además existían otras varias instalaciones nucleares en la Unión Soviética con la misma potencial falla y en las que esta falta de transparencia impedía su corrección. E, insisto, independientemente de este ocultamiento, la descomunal ignorancia de los mandos medios y superiores de Chernóbil provocó la hecatombe y el torpe manejo de la situación que posteriormente se hizo.

Cualquier semejanza con la lamentable situación en que nuestro país ha estado sumergido por más de un siglo -y de la que la 4T no es más que su patético, cruel y deleznable epítome- es pura coincidencia.

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