sábado, 28 de diciembre de 2019

Cien mil millones de "vías lácteas"

Esto es lo que aduce Steven Pinker en su libro En defensa de la Ilustración / Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, que me hizo el favor de enviar a mi hogar con un propio el director general de este diario, Enrique Gómez Orozco, cuando en septiembre anuncié mi “suicidio” en estas mismas páginas, y que acabé de leer hace unas semanas.

Así es, tal cantidad de galaxias similares a la nuestra afirma el autor que existen en el universo, las cuales, a su vez, dan cabida a cien mil millones de sistemas solares cada una, pero no sólo eso, sino que nuestro universo es únicamente parte de un conjunto
pluriuniversal, de muchos universos, pues. Mas lo que sorprende a Pinker sobremanera es que ante tal profusión de vida inteligente en este universo múltiple, por lo menos en potencia, no haya sido capaz nunca nadie de ponerse en contacto con nosotros, no ya digamos nosotros con alguien más. Y aquí es donde Steven se hace eco de la creencia de muchos de que los seres “inteligentes” con su progreso tienden a autodestruirse aun antes  de conseguir dicho objetivo. Con la proliferación y posible uso de armas nucleares en nuestro caso, por poner un ejemplo, por no decir ya nada de la más que posible, es decir, probable destrucción de nuestro medio ambiente.

Por más que el libro de Pinker peca de optimismo (posibilismo, le llama él), razón por la que don Enrique me mandó el libro, en su afán por sacarme de mis ideas “suicidas”, yo veo el vaso medio vacío y no puedo más que lamentar dos situaciones a las que Steven dedica sendos capítulos: desigualdad y medio ambiente. Hace algunos años me referí aquí al libro de Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI (FCE, 2014), que aborda en detalle el primer tópico, la desigualdad (http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2016/09/mueran-los-ricos-si-ya-lei-el-capital.html), pero ahora quiero abundar sobre el particular.

Hace poco empezó en Chile una rebelión, que se extiende hasta nuestros días, en contra del injusto sistema en el que se encuentran sumidos y se culpaba de ello a la ingente desigualdad que impera en el país andino. Existe un indicador, el coeficiente de Gini, que mide esta desigualdad en el mundo y este oscila entre 0 y 1, donde 0 representa la igualdad absoluta, en la que todos poseen exactamente la misma riqueza, y 1, en que un solo individuo acapara toda ella. Pues bien, de acuerdo al Banco Mundial (2018), Chile posee un coeficiente de Gini de 0.466 y los más ricos tienen un ingreso 28.5 veces mayor que los más pobres. De acuerdo con el Inegi (2019), México tiene un coeficiente de Gini de 0.426 y un ingreso de los más ricos de tan “sólo” 17.4 a 19.3 veces que los más pobres.

Ya se imaginarán ustedes que esto es nada comparado con el coeficiente de Gini a nivel mundial, que en una medición de 2104 arrojaba un estratosférico 0.630. No quiero pensar en una revuelta a nivel mundial tipo Chile con cifras tan desproporcionadas y obscenas como esta.


En cuanto al medio ambiente, ni el mismo Steven Pinker es tan optimista en cuanto a la emisión de gases de efecto invernadero, que provocará, si no la combatimos, un mortal cambio climático. En esto se manifiesta más por un optimismo “condicional”, en que los involucrados hagan todo lo que esté a su alcance por prevenir los daños, pero ¿cómo conseguirlo con populistas como Trump, retirando a los Estados Unidos del Acuerdo de París, y López Obrador, construyendo una obsoleta, aun antes de empezarla, refinería y dando preferencia a combustibles fósiles sobre las energías hídrica, eólica, solar, de biomasa, geotérmica, cogenerada y nuclear? En éstas basa precisamente Pinker su optimismo condicional, aunque parezca ya demasiado tarde.

Por lo demás, el capítulo sobre entropía, evolución e información, aunque interesante en sí mismo, me pareció como metido con calzador para permitir al autor afirmar al inicio del capítulo 16: “El Homo sapiens, ‘hombre sabio’, es la especie que utiliza la información para resistir la putrefacción de la entropía y el peso de la evolución.”, siendo la entropía, de acuerdo a la RAE, la medida del desorden de un sistema. Todo ello como marco para envolvernos en su discurso sobre el progreso.

Aun así, al autor no le queda más que reconocer todo lo que aún está mal, muy mal, en el planeta, empezando por los setecientos millones de habitantes del mundo que hoy viven en pobreza extrema, ¡casi el 10% de la población mundial!, y siguiendo con un largo etcétera que cubre cerca de una página completa de su libro (pp. 400-401). El que yo cite esto quizá se deba al sesgo de opinión del que nadie se libra y que consiste en enfatizar opiniones que se apegan a la propia.

Por cierto, Bill Gates se muestra muy crítico con Thomas Piketty y muy condescendiente con Steven Pinker, quizá eso lo diga todo. Yo, a la inversa, me quedo con la obra del primero, aunque no por ello deje de recomendar la del segundo, y tal vez lo ideal sería encontrar el justo medio -en alguien que se pudiera llamar, por ejemplo, Thomas Steven Pinkertty- entre ambos.

lunes, 16 de diciembre de 2019

Carlos Denegri

“El mejor y el más vil de los reporteros”, Julio Scherer García.

Cuando el empresario Carlos Trouyet estaba desarrollando un proyecto inmobiliario en Acapulco, Carlos Denegri, reportero estrella del periódico Excélsior, fue invitado a su anuncio en el hotel María Isabel, al que también asistió el ex presidente de México Miguel Alemán Valdés, siempre interesado en cuestiones turísticas, quien después de saludar efusivamente al periodista, lo dejó para que departiera con el encargado de dicho proyecto, el arquitecto Guillermo Rossell de la Lama, y el grupo de pasantes miembros de su despacho. Ya “a medios chiles”, Denegri bromeó con los muchachos diciéndoles que ellos eran los que trabajaban y su jefe, Rossell, el que se llevaba todo el mérito y la mayor parte de la paga y los invitó “a seguirla” en su mansión, con todo y las edecanes que atendían el lugar. Una vez en su casa, siguieron bebiendo animadamente al compás de la música de un tocadiscos. Las muchachas se desnudaron hasta quedar sólo en pantaletas y el anfitrión, más ebrio que ninguno otro, empezó a notar que una de ellas, una morocha despampanante, se le quedaba viendo con una sonrisa en los labios, hasta que Denegri se dio cuenta de que realmente se estaba burlando de él, pues se había olvidado de subir el zíper de su bragueta después de ir al baño. Al percatarse de que sobre una mesilla había un ejemplar de
Excélsior, decidió vengarse de inmediato, lo enrolló, le prendió fuego con su encendedor y fue a colocárselo a la mulata por detrás, debajo del elástico del calzón.

Acto seguido, se armó el maremágnum. Don Carlos cayó al piso, derribado por alguien que lo increpaba por su salvajismo, mientras un español del equipo de Rossell le propinaba una patada en pleno rostro. La mulata, encolerizada, le escupió tremendo gargajo en el cuello y todos se largaron de ahí, excepto Denegri, claro, ahogado de borracho. Ya afuera, Rossell le dijo al español que tomara el primer vuelo a Los Ángeles al día siguiente y que permaneciera ahí un buen tiempo, pues su víctima era muy capaz de mandarlo matar.

Como muy seguido le ocurría al reportero, una vez que recobró la sobriedad y con la cruda moral más que física, le pidió a su chofer Bertoldo que lo condujera en su Galaxie a Cuernavaca, donde visitó el convento de las madres clarisas a espaldas del hotel Casino de la Selva y les hizo un generoso donativo, con lo que él creía que lavaba todas sus bajezas. Al salir, se topó con su viejo confesor, el padre Javier Alonso, quien lo reconvino por no haberse acercado al sacramento de la penitencia hacía mucho tiempo. Él le prometió hacerlo pronto y se retiró del lugar.

Hasta aquí el relato. Lo cité de memoria, a tal grado me impactó la novela El vendedor de silencio, de Enrique Serna (Penguin Random House, primera edición digital, agosto 2019). Esto es sólo un nimio ejemplo de los que abunda la obra, pero los desfiguros de nuestro personaje no conocieron límite, en todos los ámbitos, en especial, su violento trato con las mujeres. Del episodio en su casa, aunque novelado, el autor contó hasta con el testimonio de un testigo presencial.

Pocas veces en mi vida he experimentado un gozo similar con un libro, tanto durante la lectura misma como al concluirlo, pues varios días después de haberlo terminado aún lo experimento.

Cuando Carlos Denegri, el personaje sobre el que se centra esta narración, fue asesinado a principios de 1970, yo tenía veinte años cumplidos de edad, y aunque ya era estudiante universitario y leía periódicos, especialmente el Excélsior, que era al que estábamos suscritos en casa y donde nuestro personaje colaboró hasta antes de caer en desgracia en 1968 por sus rencillas con el recién nombrado director general del diario Julio Scherer García, rara vez me llamaban la atención sus columnas o prestaba ojos a sus reportajes en primera plana. Sin embargo, por las conversaciones de mis padres –mi madre hasta sus programas televisivos veía-, ya estaba yo enterado de la mala fama que rodeaba a Denegri, pero el estudio absorbía la mayor parte de mi tiempo. Por ello, no deja de sorprenderme que Enrique Serna, que en aquel entonces tenía apenas diez años de edad, haya llevado a cabo una labor de investigación titánica sobre la vida y milagros de don Carlos para novelar su vida, y no únicamente de ella, sino de todo el corrupto sistema político mexicano que va de la época revolucionaria hasta esos días, en que Carlos Denegri (nacido en el emblemático año de 1910) fue el señor del cochupo, de las extorsiones, del chantaje y quien dio origen al término chayote, tan en boga todavía hasta nuestros días. Nuestro héroe utilizaba estos métodos para hablar bien de los políticos, empresarios y gente de la alta sociedad sobre los que escribía, pero si no aceptaban sus “servicios”, los presionaba entonces con los mismos métodos para no hablar pestes de ellos, de aquí el título de la novela.


Pero no nada más esto, recrea también de manera magistral la ciudad (aún no Ciudad) de México de aquella lejana época, con sus calles, bares, restaurantes, centros nocturnos y barrios. Ignoro cuántos meses (o años, como a los novelistas de excepción) le habrá tomado a Serna escribir esta magna obra, pero el resultado de su esfuerzo está a la vista.

Otro atractivo del texto –para mí, por lo menos- son sus personajes. A veces bastaba con el puro nombre para que yo los visualizara mentalmente, pues todos son viejos “conocidos” míos de aquellos años, como Juan Gil Preciado, secretario de agricultura.  En otras era suficiente que diera el nombre de pila y el primer apellido para que yo en automático verbalizara silenciosamente el segundo, como Leopoldo Sánchez Celis, gobernador de Sinaloa.

Y esos recorridos por la vieja ciudad mía resultan entrañables.

Lo que sí devoré con avidez  en enero de 1970, en el mismo periódico para el que escribió Denegri, fue la noticia de su asesinato. Por desgracia, sólo me enteré de que había sido su esposa quien lo mató “accidentalmente”, tras el enésimo desencuentro, al tratar de cubrirse la cabeza del lanzamiento de un vaso con el que la amenazaba el periodista, después de que ella hubiera tomado la pistola, que aquel guardaba en el cajón de su buró, en una maniobra de anticipación para que no la tomase él primero. El movimiento de manos de la mujer provocó que el arma se le disparara y el tiro fuera a perforar la cabeza de su marido, que cayó muerto al instante.

Sin embargo, la novela no termina en este pasaje, no soy un spoiler. Su final es mucho más sublime literariamente hablando, en especial su última línea.

Si la literatura es una de las bellas artes, este libro es una genuina obra de arte, sin exageración alguna.

martes, 10 de diciembre de 2019

Morir dignamente

En un artículo reciente relaté mi visita al médico en la Ciudad de México sin mencionar su nombre. Se trata de Arnoldo Kraus, editorialista dominical del periódico El Universal, colaborador mensual de la revista Nexos y profesor de la Facultad de Medicina de la UNAM, quien me recomendó el libro de su autoría La morada infinita / Entender la vida, pensar la muerte, con prólogo de Eduardo Matos Moctezuma (Penguin Random House, noviembre 2019).

En el libro, Kraus habla de la necesidad del contacto físico con la persona que va a morir. Me vino a la cabeza la imagen de mi madre recluida, junto con otros varios pacientes, en la fría sala de terapia intensiva del hospital al que la llevamos de emergencia y mi impotencia ante el inhumano trato que los pasantes encargados de la misma daban a los enfermos. Me quedé en vela toda la primera noche en la sala de espera del nosocomio por si algo se ofrecía, pero sólo me permitieron pasar a verla unos instantes, durante los cuales les reclamé a los interfectos el poco cuidado que estaban poniendo a las indicaciones que habían dado los médicos. De mala gana, una enfermera hizo caso a medias a lo que le pedía. Salí  de ahí y me arrellané en un sillón a soltar el llanto más amargo de mi vida que recuerdo. Poco la pudimos ver ya, la operaron de emergencia y a los pocos días falleció en el hospital de Nutrición, adonde la habíamos trasladado. Ha de haber sido una semana en el infierno para ella, sin esa cercanía con los suyos de que habla Kraus. Esta terrible experiencia llevó a mi padre a optar morir en casa tres lustros después, tras una penosa invalidez de casi nueve años.

Aquí entra en juego otro aspecto al que Arnoldo se refiere en su libro principalísimamente: la eutanasia, sea ésta pasiva, cuando ya no se hace nada por mantener con vida al enfermo, más que quizá la aplicación de cuidados paliativos contra el dolor, y la activa, cuando se le administran fármacos para desencadenar el final. Hermanado con esta última, se refiere también al suicidio asistido, cuando se le proporcionan al paciente dichos fármacos para que él mismo se los administre si está en condiciones de hacerlo.

Obviamente, en México estamos en pañales en todos estos remedios, aunque no por eso dejan de aplicarse “clandestinamente”. A diferencia de países como Holanda, Bélgica, Suiza, Canadá, ¡Colombia! y algunos estados de la Unión Americana, donde se permiten legalmente una o más de estas modalidades de morir dignamente.

Otros aspectos controversiales que cubre Kraus en su libro son la eutanasia con donación de órganos y el suicidio de parejas, como la formada por André Gorz, filósofo y periodista francés de origen austriaco, y su esposa Dorina, ambos octogenarios, que decidieron suicidarse juntos cuando supieron de la enfermedad incurable que padecía ésta. Pero no se piense que se queda ahí, pues es partidario de una medicina más humana, que esté primordialmente orientada al “¿Cómo se siente?” y no simplemente a “¿Dónde le duele?”, y enemigo de la medicalización, con la que el galeno prescribe fármacos caros, obteniendo con ello jugosas igualas e invitación a congresos de parte de las grandes farmacéuticas, y de la “aparatización” en los hospitales, con cargos gravosos para el paciente y su familia.

Y así llega hasta la propuesta que miembros de los Ministerios de Sanidad y Justicia de Holanda sometieron al Parlamento en octubre de 2016 “para regular la ayuda a morir  a personas mayores cansadas de vivir, sin enfermedades terminales ni sufrimientos insoportables, ambos requisitos indispensables contemplados en la Ley de Eutanasia (2002)… (o) víctimas de enfermedades no terminales cuyo sufrimiento, moral la mayoría de las veces, era intolerable.”. Añade que aunque la propuesta no se ha dictaminado, la prensa informa ocasionalmente de enfermos no terminales a quienes se ayudó a morir dignamente, como el dramático caso del holandés Mark Langedijk, de 41 años, divorciado, con dos hijos, 21 intentos fallidos por redimirse del alcohol, depresión profunda y quien luchó y obtuvo de parte de las autoridades sanitarias de su país el permiso para poner fin a su vida mediante la administración profesional de una inyección letal, cosa que ocurrió en julio de 2016, rodeado por sus padres, hermanos y su mejor amigo, un párroco, después de una reunión de despedida donde se comió y se bebió. Mis respetos y admiración para todos ellos.   

Pero también hay lugar para una mirada jubilosa del tema, y así apunta que cuando estuvo en el cementerio parisino Père Lachaise, “las visitas… donde yacen los famosos son regla. Acercarse a esos sepulcros significa acercarse a uno mismo. Leer y visitar a Cortázar vivifica; beber ajenjo, repasar su obra y acercarse a Gauguin mueve; llevar en la mano las partituras de la maestra sobre las composiciones de Chopin estimula; observar la tumba de Édith Piaf, vecina a la de Moustaki, explica el verdadero significado del amor.”

Recordé cuando estuve en París en 2003 y visitaba el cementerio de Montparnasse y supe, por el directorio de la entrada, que ahí yacía toda la aristocrática familia Poincaré (uno de cuyos miembros llegó a ser Presidente de la República Francesa), y me di a la tarea de recorrer todas las veredas del camposanto hasta topar con el sepulcro de Henri Poincaré, como se ilustra en la foto que acompaña este escrito. Matemático, físico teórico, ingeniero y filósofo de la ciencia que rivalizaba incluso con el propio Einstein, y del que yo había leído algo de sus teorías y de su vida, el estar en contacto con el lugar donde yace fue, como diría Kraus, vivificante, conmovedor y estimulante, y un acercarme a mí mismo.

Concluyo diciendo que el libro de Arnoldo Kraus es de lectura obligada.



jueves, 28 de noviembre de 2019

Aniversario luctuoso

Quiero destacar  algunos aspectos autócratas, megalómanos, egocéntricos y autoritarios de Andrés Manuel López Obrador en su primer aniversario en la Presidencia de la República. Cómo olvidar su flamígera y “autorizada” condena de Hernán Cortés por acontecimientos ocurridos hace 500 años al llamarlo el primer delincuente electoral por autoproclamarse alcalde, según él, apenas hubo desembarcado en nuestras tierras, y también pionero en corrupción por haber despojado de sus tesoros al emperador Moctezuma. No nos vienen mal sus lecciones de “historia”. México lleva doscientos años de ser independiente y este sujeto sigue viviendo con traumas de hace medio milenio.

¿Y cómo calificar la presentación a la prensa durante una mañanera de su panfleto Hacia una economía moral, contraviniendo toda norma ética para sacar un beneficio personal de la explotación sin recato de su alta investidura? ¿Quién más en este país puede gozar de semejantes ventajas para promoverse desvergonzadamente ante todo mundo?

La celebración, durante otra mañanera, de su propio cumpleaños diciendo que ya andaban a esa hora los mariachis por los pasillos de Palacio entonando Las Mañanitas para festejarlo, no tuvo desperdicio. Pero cuando añadió que otros dos personajes muy admirados por él eran también del 53: Miguel Hidalgo, de 1753, y José Martí, de 1853, su egolatría no conoció límites, para enseguida añadir: “Me rayé, ¿vedad?”, dando paso a esa risotada ahogada y autocontenida tan suya, y concluir: “Magínense” (sic), pues literalmente así solicita nuestro héroe a su audiencia que haga junto con él un ejercicio de imaginación. Incurre continuamente en semejante barbaridad, y en otras muchas, que de tanto exponerse son ya proverbiales. Muchos no toleran ni verlo ni escucharlo, yo paradójicamente lo disfruto para detestarlo cada día más.

¿Y qué me dicen de la güeva que le daría recibir al poeta Sicilia? No lo dijo con ese término, pero estoy seguro que lo pensó y lo trocó por el más políticamente correcto “flojera”. ¿Ese es el respeto que le merece un reconocido defensor de los derechos humanos al Presidente de todo México? ¡Qué pena!

Pero su máximo desliz autoritario, la cancelación del aeropuerto de Texcoco y su sustitución por el de Santa Lucía, apenas ahora va cobrando su verdadera relevancia al surgir la pregunta: ¿y cómo nos vamos a desplazar a dicho aeropuerto?, independientemente de los reconocidos otros inconvenientes y que han sido desmenuzados hasta la saciedad por máximos expertos en ingeniería e inversiones. Desplazamiento no solo entre aeropuertos, sino el independiente de cualquier transbordo. ¿Será necesaria la construcción de un tren interurbano que facilite tal movimiento, haciendo que el caldo resulte más caro que las albóndigas y sin derechos de vía a través de una zona densamente poblada?

Sugiero que nuestro personaje mejor se deje adornar por la gente que lo idolatra con colguijes de todo tipo, como acostumbra durante sus giras los fines de semana, le pongamos un poco de heno en los pies y lo exhibamos en uno de tantos establecimientos comerciales a lo largo de la temporada que hoy inicia.



jueves, 21 de noviembre de 2019

Cafre al volante

Cuando en 1971 estudiaba en la Facultad de Ciencias de la UNAM en el Distrito Federal, salía yo de mi casa en la colonia Clavería de la delegación Azcapotzalco a las seis en punto de la mañana y me enfilaba a toda velocidad en mi democrático vocho rumbo al sur de la ciudad, tal ha sido siempre mi obsesión con el tiempo. No era inusual que debido a las altas velocidades alcanzadas a esas horas, ya fuera por el periférico o por Insurgentes, llegara al estacionamiento de la facultad incluso antes de las 6:30 ¡a mi clase de siete! Como ni la biblioteca estaba abierta a esas horas, me quedaba estudiando en el coche.

Un día, sin embargo, circulando a toda prisa por Insurgentes, se me emparejó en un semáforo una destartalada camioneta sedán de tiempos inmemoriales que semejaba un viejo tanque de guerra, hasta oxidada lucía. Como ya me venía cazando desde calles atrás, emprendimos a partir de ahí una fiera lucha para ver quién ganaba. Mi coche era de modelo reciente, pero ¡ah cómo batallaba para emparejársele a la tanqueta!, que jalaba a una velocidad impresionante. De repente, en una esquina, vi la oportunidad dorada de sacar una ventaja definitiva a mi rival en una luz de tránsito que estaba por cambiar al rojo, pero un desalmado que circulaba por el carril contrario quería dar vuelta en U en el referido lugar. Al ver éste que yo ya no iba a poder frenar, se fue metiendo poco a poco no para lograr su propósito, sino para obligarme a virar abruptamente para evitar un encontronazo con él.

La velocidad que había alcanzado era tal que el mínimo movimiento hacia la derecha que hice con el volante provocó que mi coche coleara, lo que me obligó a volantear hacia la izquierda, y ya imaginarán ustedes el zigzagueante descontrol del automóvil, que terminó por volcar sobre su costado derecho, momento en el cual lancé un desgarrador “¡Mamá!”, y no sé cómo el auto volvió a quedar de pie. Muerto del susto y la desesperación, volví a poner el coche en marcha y traté de moverlo, pero fue imposible, pues todo el costado derecho, incluidas las ruedas, estaba inservible. Lo moví lentísimamente hasta estacionarlo en batería enfrente de un invernadero cerca del Sanborns de San Ángel. Para mi sorpresa, se estacionó junto a mí la tanqueta con la que poco antes había entrado en liza. Su conductor me inquirió que por qué iba tan rápido, que él tenía necesidad de hacerlo porque iba a no sé dónde, pero que yo parecía estudiante y que para clase de siete no eran aún ni las 6:30, que si iba a la universidad, que subiera a su camioneta y me daba un aventón.


Todavía en shock y como autómata subí a su vehículo después de tomar mis libros y me dejé llevar hasta justo enfrente de la torre de Rectoría, sobre Insurgentes, donde me apeé de su camioneta después de agradecerle el traslado y emprendí el camino rumbo a la facultad, cruzando el extensísimo prado que va de la Biblioteca Central hacia la Torre de Ciencias. Iba temblando como perro en busca de la ayuda de algún compañero, pero todavía era muy temprano. Entré al salón, fueron llegando algunos compañeros, ninguno de mi entera confianza, e hizo su aparición el maestro de Métodos Numéricos ¡y dio comienzo la clase! Como gozaba del aprecio del profesor, éste me hizo pasar al pizarrón para resolver un problema que había quedado pendiente la clase anterior. Puso borrador y gis en mis manos y me dijo: “¡Pero no se ponga usted así, mire nada más cómo está temblando! Va a ver que sí puede”. De los nervios, quebré la tiza, escribí como pude y se acabó el tormento. “¿Ya ve cómo no estaba tan difícil?”, concluyó el catedrático, obviamente ignorante de todo.

Cuando terminó la clase, le expliqué a uno de mis mejores amigos lo que había pasado. Sorprendidísimo e incrédulo, se ofreció a llevarme en su coche hasta donde había quedado el mío. Comprobamos que la policía no pudiera detectarlo y que, en efecto, el auto no podía moverse. En aquellos lejanos años, lo usual era que los coches no estuvieran asegurados, y yo me apegaba estrictamente a la “norma” en este sentido.

Insensible y estúpidamente, procedí a llamarle en ese momento a mi pobre madre desde un teléfono tragamonedas para informarle que me había volcado en Insurgentes. Enseguida noté el cambio en el tono de su habla y en su respiración, y con el corazón palpitándole aceleradamente me preguntó con un hilo de voz que cómo estaba, que dónde estaba, que cómo era posible que hasta entonces me estuviera comunicando. Ella, que en Dios creía y en mí adoraba. Cuando me di cuenta de mi idiotez, hice todo lo que estuvo a mi alcance para asegurarle que no tenía de qué preocuparse, que ya hasta a clase de siete había asistido, que inmediatamente le telefonearía a mi padre a la embajada americana para que enviara a uno de sus choferes por el coche. Así lo hizo y al pobre hombre le tomó dos horas trasladar el auto a vuelta de rueda hasta el taller donde arreglaban los vehículos de la representación diplomática.

Cuántos sinsabores de este tipo no habrán contribuido para que la vida de mi abnegada madre se extinguiera “prematuramente” a la edad de 70 años.

viernes, 15 de noviembre de 2019

Tabúes

En esta ciudad no tengo yo un médico de cabecera, además de que todas las últimas veces he estado atendiéndome en el Seguro, donde lo que menos existe es esta figura, que queda sustituida por la del médico familiar y con la que es prácticamente imposible desarrollar una relación de empatía. En la Ciudad de México, sin embargo, vaya que establecí una liga de este tipo hace casi cuarenta años con un galeno del Hospital ABC. Lo conocí por intermediación de mi hermano y en aquellos lejanos días me prescribió un medicamento contra la ansiedad. Es un ferviente defensor del morir con dignidad y varios lustros después él mismo platicó en su columna periodística cómo “aconsejó” en este sentido al que probablemente ha sido el más grande editorialista político de México.

Hace un par de meses bromeé con mi esposa sobre la posibilidad de viajar a la capital del país para recibir “consejo” de mi doctor en vista del hartazgo existencial que me invade y que ya en un artículo anterior hice patente. Elena, mi mujer, “tomó el toro por los cuernos” y me dijo que por qué no, que lo fuera a ver y que tal vez de todo ello pudiera resultar algo bueno. Así pues, hice la cita, misma que tuvo lugar el viernes 8 de noviembre.

Llegado el momento y sin mayor preámbulo, le planteé a mi amigo a bocajarro que si existía algo así como una muerte digna para un enfermo terminal emocional, a lo que respondió que no está lejos el día en que esto comience a pasar en el mundo, especialmente en países pioneros en estas lides, como Holanda, donde se está empezando a hablar y legislar sobre la asistencia a personas invadidas, precisamente, de un hartazgo existencial. Y es que en los Países Bajos no existen esas ligas familiares tan fuertes como en los “bajos países”, como el nuestro, donde todavía son tan estrechas y la gente no abandona a sus enfermos de soledad tan fácilmente.

Acto seguido, me “confesó” y me auscultó minuciosamente, sobre todo cuando se enteró que no hago visitas regulares al médico y que, a mis 70, nunca me he sometido al “tormento” contra mi virilidad de revisión de próstata. No se anduvo con miramientos y me checó todo. Vamos, para cuando mi di cuenta, ya hasta el tacto me había hecho. Quedé impresionado. ¿Y esto es a lo que tanto le tememos los “machos” por constituir un acto flagrante contra nuestra dignidad?, me inquirí. Otro tabú más que se hacía añicos.

Mi querido doctor me ordenó que me vistiera y me esperó en su oficina. “Raúl -me dijo-, te revisé ya el corazón, los pulmones, la presión y la próstata, y no tienes nada. Sería bueno que te realizaras en León la química sanguínea que aquí te anoté y me enviaras los resultados por correo electrónico para ver qué te prescribo contra tu ansiedad y/o depresión. Eso sí, sigue corriendo”. Nos despedimos muy afectuosamente.

Para celebrarlo, al día siguiente me fui a echar una comilona a Les Moustaches, casi enfrente del hotel y donde no había estado hacía mucho tiempo, la cual consistió de una botella de vino tinto Torremolinos Crianza, agua mineral, ostiones a la Rockefeller, nieve de limón (costumbre del restaurante), salmón a las brasas, un espresso doble con mini galletitas de chabacano, una tartaleta de hojaldre con fresas, un chinchón dulce con su chaser y música de piano de fondo en vivo. Y, lo mejor de todo, una conversación larga y tendida con la familia ¡a través de WhatsApp!, pues aunque me llevé un libro, me pareció más sencillo ponerme millennial y compartir la alegría del momento con los míos, a los que les describía todo lo que hacía y deglutía, con reiterados elogios a mi médico. Y así, por casi tres horas.

Como digo, a pesar de que ya había estado ahí, esta vez el restaurante resultó excepcional, tanto en la preparación y exquisitez de los platillos como en el servicio. No cabe duda de que no se cansan de superarse a sí mismos en casi medio siglo de existencia. Mi mejor experiencia culinaria en los últimos varios años.

Si soy capaz de disfrutar así, ¡quizá no esté todo perdido conmigo, hombre!

jueves, 31 de octubre de 2019

En memoria de mi madre Evangelina

En este día de muertos, “desenterré” la siguiente carta publicada íntegramente en Palabra de lector de la revista Proceso (número 858) el sábado 10 de abril de 1993. ¿Habrá avanzado en algo el humanitarismo en la procuración de salud en nuestras instituciones públicas y privadas en estos más de 26 años? Me aterra pensar que probablemente no mucho.

Los mercaderes de la salud

Señor director:

Quiero denunciar ante usted los desmedidos afanes de lucro y otras irregularidades “menores” que tienen lugar en el hospital Médica Sur.

El sábado 13 de marzo, mi madre, una señora mayor de más de 70 años de edad, se despertó sintiéndose muy mal y con dolores insoportables en la parte baja del vientre. Este parecía ser otro más de los innumerables y penosos padecimientos por ella sufridos a lo largo de los últimos 20 años de su vida: asma crónica, embolia cerebral, pérdida de un ojo por operación de cataratas mal practicada, fractura de cadera por una caída de las escaleras, múltiples otros males asociados con el uso frecuente, los últimos 18 años, de cortico-esteroides, único medicamento (veneno, debiera decir yo) capaz de controlar su asma; y apenas hacía menos de tres semanas, fractura de la cabeza del húmero del brazo izquierdo por caída de las escaleras nuevamente.

Esta larga serie de padecimientos y las incontables visitas a hospitales, sanatorios y médicos a ella asociadas, le hacían ordenarnos a mi padre, mis hermanos y a mí, en ese lenguaje dislálico secuela de la embolia cerebral padecida cuatro años atrás, que no la lleváramos a ningún médico, que la dejáramos morir en paz. Sin embargo, el cuadro clínico esa noche era insoportable: 39.5 de temperatura, vómito que no cesó durante todo el día y la imposibilidad de moverse, producto de terribles dolores en el vientre y la obesidad y flacidez de músculos causadas por los 18 años de cortisona.

Ante panorama tan negro, logramos convencer a mi madre que nos permitiera hacer una consulta telefónica a un médico amigo de mi hermano para tratar de arriesgar un diagnóstico. El médico sugirió hospitalización inmediata: nos esperaría en Médica Sur. Ante la urgencia, a nadie se le ocurrió plantear si esto era lo más conveniente para unos y para otros. Simplemente se ordenó una ambulancia y se emprendió el “vuelo” de los más de 30 kilómetros que separan la casa de mi padre del hospital.

Mi madre fue hospitalizada en urgencias del mencionado nosocomio a los pocos minutos de iniciado el domingo 14 de marzo. Le insistimos al médico sobre los deseos de mi madre de no sufrir más y la orden expresa que ella nos había dado poco antes de abordar la ambulancia de no ser intervenida quirúrgicamente como condición única para acceder a la hospitalización. Años de sufrimiento de todos nosotros al verla a ella sufrir tanto, nos hicieron expresarle al doctor tal deseo no sólo como de ella sino de la familia entera.

El diagnóstico inicial esa madrugada no fue tan patético como el recibido esa misma mañana como a las ocho, después de una noche en vela: el estado de mi madre era muy grave, con aparente oclusión intestinal. Mi madre seguía en urgencias y ya para ese entonces se habían presentado un par de incidentes con otros tantos miembros del personal médico de la institución: una enfermera levantándole los ojos al cielo a una compañera, en aparente signo de desesperación, cuando le indique que el brazo fracturado de mi madre debía permanecer inmovilizado sobre su pecho ya que en ese momento lo tenía prácticamente bajo su cuerpo. Indicaciones que, por cierto, se les dieron desde que mi madre ingresó. Medio de mala gana puso un cojín bajo su brazo en vez del cabestrillo ortopédico prescrito por el médico que atendió la fractura de su brazo.

Más tarde, un doctorcillo inepto de barba rala e incipiente, que no supo ni referirse por su nombre técnico a la fractura de la cabeza del húmero del brazo de mi madre, me recomendó que, llegado el momento, no permitiese que ella pasara mucho tiempo en terapia intensiva, donde el personal médico sabía lo que hacía técnicamente pero no tenía mucha idea de cómo tratar a un paciente humanamente. Y que además ahí el costo era altísimo, que mejor la trasladara a un cuarto en piso y contratara a una enfermera particular, así ella estaría mucho mejor atendida y el costo sería menor.

Mientras tanto, mi madre seguía oponiéndose a ser intervenida quirúrgicamente. El doctor insistió con ella y con nosotros para que esa operación tuviese lugar. Y como los dolores se habían vuelto intensos, una y otros aceptamos, el lunes 15 en la tarde, que la cirugía tuviese lugar horas después. Por otro lado, preocupado por el altísimo costo de la hospitalización que ya varios me habían mencionado, me atreví a preguntar en Admisión las tarifas del hospital: 472 mil viejos pesos por día en piso y 924 mil en terapia intensiva. Estos precios no incluían medicamentos ni todos los monitores en terapia. Se me ocurrió hacer una ingenua y rápida estimación de costos: 924 mil más medicamentos y monitores, no más de dos millones de viejos pesos al día. Estábamos en presupuesto, a preocuparse nada más de lo importante.

Los pronósticos post-operatorios no fueron nada halagüeños, se trataba de una peritonitis y se esperaba un fatídico desenlace en cualquier momento. Ese lunes, el martes 16 y el miércoles 17 no fueron nada fáciles para la familia, con mi madre postrada y entubada con sondas y catéteres, y dándose a entender dibujando las letras del alfabeto con su dedo índice en la palma de mi mano.

Y lo increíble, Médica Sur los hacía definitivamente amargos: primero con el doctorcillo aquél de barba rala, casi culpando a mi padre y a mi hermana de que no hubiésemos presionado lo suficiente para que mi madre se dejara operar antes. Y el primer estado de cuenta de la “caritativa” institución por los primeros tres días y medio de hospitalización: ¡más de 24 millones de viejos pesos, sin incluir gastos médicos! Siete abigarradas páginas impresas por una computadora personal listando todos los medicamentos del mundo; muchos más, en todo caso, de los que mi madre había consumido hasta su entrada a ese hospital Y lo nauseabundo: venían incluidas dos cajas de clínex, que mi madre nunca tuvo el único día que estuvo en piso, un termómetro oral, y hasta ¡una jarra de vidrio con vaso!

De inmediato reclamé al hospital semejante obscenidad: cómo podría yo comprobar que esas centenas de medicamentos hayan realmente sido administrados a mi madre, o que no hayan sido compartidas por otros enfermos. Y como prueba les ponía lo único que yo entendía dentro de aquella larga retahíla de nombres químicos: unos clínex que nunca hubo en el cuarto y una “jarra de vidrio con vaso” que llevaron ya cuando se llevaban a mi madre al quirófano. El mentecato al que reclamé, que responde al nombre de Ángel Huerta, sólo acertó a decir que si no nos habíamos llevado la mentada jarra era porque no habíamos querido. Ante esto, obviamente, monté en cólera y le exigí que me diera una explicación, para esa tarde, de cada uno de los elementos contenidos en esa lista y un estimado del costo por día en terapia intensiva.

Cuando volví por la tarde para hacer cumplir mis peticiones, el cretino respondió a mi pregunta sobre dónde estaba lo que le había yo solicitado con un insultante “¿Qué, su jarra de agua?”. Me sacó de mis casillas y pedí hablar con el contralor general del hospital, Sergio Cisneros Bernal, quien me prometió practicar una minuciosa verificación del estado de cuenta e informarme personalmente de los resultados. Al día siguiente, jueves 18, preocupado no sólo por el estado de salud de mi madre sino por la desmesura de esta “piadosa” institución, acudí por el estado de cuenta del día. Este se había incrementado ya en 8 millones más y había alcanzado la increíble cantidad de 32,189,990 viejos pesos. Me topé un par de veces tanto con Huerta como con Cisneros, quienes rehuyeron la mirada y siguieron su camino.

Ante tal situación y una aparente estabilidad en la escasa salud de mi madre, platicamos con el médico y evaluamos la posibilidad de trasladarla al Instituto Nacional de la Nutrición, donde mi hermano había conseguido ya un lugar en terapia intensiva. El médico comprendió y dijo que era la mejor decisión que podíamos haber tomado.

Al día siguiente, pues, viernes 19 de marzo, trasladamos a mi madre en una ambulancia de terapia intensiva al mencionado instituto, no sin antes haber liquidado la cuenta en Médica Sur: 37,536,390 viejos pesos por concepto de hospitalización y 4,900,000 pesos por gastos médicos. Esto, gracias a que el médico amigo de mi hermano y quien intervino a mi madre quirúrgicamente no cobró un solo centavo por su trabajo.

A las escasas doce horas de haber trasladado a mi madre a Nutrición, falleció. Murió porque tenía que morir, ya poco se podía hacer por ella. Nadie tuvo la culpa, mucho menos el doctor Manuel Ojeda, quien le practicó la cirugía y se portó honestamente todo el tiempo. Pero sí quisiera “agradecer” a los santos varones y honorables damas del “voluntariado” (a los dueños del negocio, pues) Médica Sur sus encomiables sacrificios en la procuración de salud en esta ciudad.

El Sector Salud, la Procuraduría Federal del Consumidor y la Secofi deberían imponer una regulación estricta que impidiera las mezquindades sin límite de estos voraces comerciantes del dolor.

(P.S. Adjunto estado de cuenta del hospital, el cual, apenas me percaté esta tarde, incluye ¡tres veces! el uso de un cuarto de terapia intensiva ¡el mismo día!)

Atentamente

Raúl Gutiérrez y Montero

viernes, 25 de octubre de 2019

Los papás de la Tota

En 1959, hace 60 años exactamente, era yo un chiquillo de nueve de edad que cursaba el tercer grado de primaria en el Colegio Cristóbal Colón de la hoy Ciudad de México. El transporte escolar me recogía a las puertas de la casa poco antes de las siete de la madrugada y me devolvía al mismo lugar después del mediodía. Comía rápidamente y quedaba listo para que me recogiera de nuevo alrededor de las tres para las clases de la tarde. Me regresaba “definitivamente” a casa cerca de las siete… y a darle a la tarea. En la actualidad, un ritmo de vida tan frenético sería imposible.

Como quiera que sea, por las tardes esperaba el camión de la escuela junto conmigo un compañero grandullón ¡de sexto!, Eugenio Noriega, que para mayores señas era el campanero del colegio, ese que marcaba el inicio y final de actividades en la escuela haciendo sonar, precisamente, la campana. Era grande, fuerte y de mucho carácter. Parecía mucho mayor de lo que en realidad era. Un día, mientras esperábamos, pasó frente a nosotros un taxi amarillo enorme, que semejaba más bien un acorazado de guerra. “Ahí va el papá de la Tota”, dijo mi amigo. “Mentiroso, le repliqué, ese taxi iba vacío”. “¿Nadie lo conducía?, contraatacó aquel, ¿no sabías que el papá de Carbajal conduce su propio taxi?”. “Ni siquiera sabía que frecuentara estos rumbos", acoté yo. “Increíble, dijo Eugenio, no sólo los frecuenta, sino que vive en Maravatío, la calle justo atrás de tu casa. Otro día que pase, te lo presento, ha de ir a comer a su casa”. “¡Sale!”, concluí yo emocionado ante la sola posibilidad de conocer al papá de un ídolo.

No pasaron muchos días cuando mi acompañante dijo: “Ahí viene el señor Carbajal. Vente, vamos a hacerle la parada”. Cuando el descomunal taxi, número económico 221, que para nada hacía honor al apelativo de “canario” con el que se conocía al transporte público de ese mismo color, se detuvo, Eugenio se aproximó a la ventanilla del copiloto y respetuosamente saludó e inquirió al conductor: “Qué tal, señor Carbajal, cómo está usted, ¿qué dice la Tota?”. “Muy bien, muchas gracias, respondió el interpelado. Toño, en lo suyo, ya sabes, es su pasión”. “Le quiero presentar a un amiguito que admira muchísimo a su hijo”, prosiguió Eugenio. “¡¿De veras es usted el papá de la Tota?!”, intervine yo con incredulidad y admiración. Ambos rieron de buena gana, para enseguida el señor responder bromeando: “No sólo soy yo el padre de la Tota Carbajal, sino que además él es mi hijo”. Ahora fui yo el que rió estentóreamente y repuso: “¡Pues claro, si no, cómo!”. Después de intercambiar otras trivialidades por el estilo, nos despedimos y yo quedé súper impresionado de haber conocido al mismísimo progenitor de la Tota Carbajal.

Tiempo después, mi madre me dijo que mi amigo tenía razón, pues había visto a la Tota acompañando a quien seguramente era la suya, una señora que ella conocía desde hacía mucho y  a la que siempre saludaba en el mercado. Incluso yo mismo ya la conocía, una dama muy pulcra, de pelo entrecano y perfectamente recogido hacia atrás, nada pretenciosa.


En el Mundial del 94, Elena, Caro (chiquilla de apenas tres años de edad) y yo nos fuimos a Nueva Jersey a presenciar el encuentro México-Bulgaria, y de una vez compramos los boletos para el que seguramente sería el siguiente cotejo del cuadro mexicano. Pero no, los búlgaros nos eliminaron y nos tuvimos que soplar el Alemania-Bulgaria, que nunca entró en nuestros planes. Al regreso a México, durante nuestra escala en Dallas, 35 años después de los incidentes que narro líneas arriba, nos topamos en la misma sala de espera con la Tota Carbajal, que viajaba solo después de haberla hecho de comentarista en la televisión para los mismos partidos que nosotros presenciamos. Aproveché para sentarme a su lado y platicar largo y tendido mientras llegaba el tiempo de abordar. Conversamos de todo lo que relato en los párrafos anteriores, que noté que a la Tota le conmovió mucho, y hablamos de futbol: de los ocho goles que Inglaterra le encajó a México durante una gira europea en 1961, previo al Mundial del 62, en un partido en el que Carbajal estuvo ausente, habiendo sido el Piolín Mota, su suplente, el que cargó con la goleada. Lo inquirí sobre su real indisposición para aquel encuentro o si fue simplemente que ya preveía la debacle, a lo que sólo respondió con una maliciosa sonrisa. Y platicamos y platicamos. Al final, le dedicó un encantador autógrafo a Elena, y dijo que era lamentable que una afición tan entusiasta como la nuestra, viajando hasta con una nena, no fuera recompensada como se debía por nuestro futbol: directivos, entrenadores y jugadores. Nos despedimos muy efusivamente.

Mucho más tarde, a mediados de la primera década de este siglo, publiqué un cuento en El Financiero que le rinde tributo a la Tota (http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2007/11/la-tota-campen-sub-17.html), mismo que republiqué en estas páginas en junio de 2018 con motivo del Mundial en Rusia.

Hace varios años visité a la Tota en su negocio en León para agradecerle todo lo anterior y para felicitarlo por la encomiable labor social que lleva a cabo en su terruño, aunque todos sepamos que es bien chilango, pues en la Ciudad de México nació y ahí vivieron sus padres.

miércoles, 16 de octubre de 2019

2019: Odisea en el Japón

Caro, mi hija, planeó con bastante adelanto su viaje a Japón, pues le dio incluso tiempo de tomar clases de japonés, tan perfeccionista como siempre.

Finalmente, el día llegó y el miércoles 9 de octubre a medianoche su novio, Juan Martín, vino a buscarla a la casa para que medio durmieran en el hogar de los padres de éste y que el jueves 10 en la madrugada su hermano los llevara al Aeropuerto del Bajío, en Silao, de donde saldrían con dirección a Dallas, que a su vez sería el punto de partida hacia su destino final: el Aeropuerto Internacional de Narita, en Japón.

Increíblemente en el aeropuerto mexicano nada les dijeron, pero a su arribo a Dallas les indicaron que su vuelo estaba cancelado por un tifón, que mas sin embargo pudieran intentar en otro vuelo de American Airlines que salía un poco antes. Sin embargo, como un tifón es un tifón y la magnitud del Hagibis era de una intensidad que en Japón no se había sentido en seis décadas, esa otra alternativa también resultó vana.

El verdadero sufrimiento apenas empezaba, pues para llegar a que les ofrecieran alguna alternativa tuvieron que pasar nueve horas mientras los desbordados empleados de la aerolínea atendían a cientos de pasajeros antes que ellos. Finalmente, en lo que pareció más una maniobra de American para quitárselos de encima, les ofrecieron un vuelo a Japón por la rival United, pero que salía de Houston hasta el día siguiente. Desesperados, aceptaron. Llegaron ahí, mal durmieron en un magnífico hotel de sólo sesenta dólares dentro del aeropuerto, pero, desconfiados, madrugaron y se dirigieron a los mostradores de United, donde con sorpresa les dijeron que ¡cómo American se había atrevido a hacer eso con ellos!, que el fenómeno meteorológico era de una magnitud inimaginable y que por supuesto todos los vuelos con destino a Japón estaban cancelados para ése y los siguientes días, que regresaran con American para que les resolviera su problema, lo cual los confirmó en la idea de que en Dallas únicamente habían querido librarse de ellos. Y de muchos más, seguramente.

Se dirigieron al mostrador de American y, como no todo está podrido en Dinamarca, se toparon con una muy eficiente y empática empleada de la aerolínea, Elisa Flores, que no sólo les reprogramó todo su viaje a Japón para fechas posteriores, sino que, apenadísima, les dijo que los tenía que regresar a Dallas en ese mismo instante dado que era el único aeropuerto del que podrían emprender ¡su inmediato regreso a León, Guanajuato!


En números redondos, perdieron una semana, pues salieron de nuevo del Aeropuerto Internacional del Bajío el miércoles 16 de octubre, pero ahora volando por United y con destino a Houston, de donde partieron a Japón en un vuelo de All Nippon Airways (ANA) administrado por la misma United. El regreso será, ni modo, por American el próximo 28 de octubre, llegando a León el 29.

Lo que más indignó a Carolina durante su estancia en Dallas fue el trato preferencial que los empleados de American daban a los pasajeros de sus clases primera y de negocios, a los que hasta solícitos iban a buscar, y cuando mi hija se aproximaba, desesperada, a uno de dichos empleados queriendo saber algo, de inmediato la paraban en seco con la pregunta: “First class or business?”. Ante la negativa de mi hija, ellos respondían con un displicente: “Oh, no, no, no, you should stay there”, y continuaban con su servil búsqueda. ¡Idiotas -pensaba Caro- sin el negocio que representa la clase turista sus avioncitos jamás despegarían!

Por cierto, la resiliencia con la que mi hija y su novio manejaron toda la situación es de reconocerse, al extremo que éste, volviéndose hacia aquélla, le musitó cariñosamente al oído: “No sé qué hubiera hecho yo sin ti”, pues Carolina es de armas tomar. Sin ir más lejos, hoy en la mañana mi esposa recibió por las redes sociales el siguiente enternecedor mensaje de una desconocida madre (respeto sintaxis original): “Hola buenas tardes, disculpe mi atrevimiento. Antes que nada le quiero decir que admiro mucho a su hija, la calidad de persona que se ve que es. Trabajadora, brillante, muy educada. Es por esta razón, y espero que no le sea raro de mi parte, quería preguntarle si usted tiene un tip como madre, para criar a sus hijos de una manera tan espectacular. Se lo pregunto como madre de dos bebés. Me encantaría que mis hijos fueran tan geniales como Caro… Espero que no le incomode mi mensaje, sé que es raro pero creo que no pierdo nada al buscar su consejo”.

Caro y Juan Martín, espero que se la estén pasando de lo lindo en Japón, en una odisea que se extenderá por varios días. Lástima que esta eventualidad les impida estar aquí en mi cumpleaños, pero a su regreso volvemos a celebrar mis 70.

jueves, 10 de octubre de 2019

Un trío inverosímil: mi prima, José José y yo

Pero no, no musical ni de los otros. Como dicen las reporteras de la farándula, déjenme y les platico.

Al igual que José José, yo soy oriundo de Clavería, en Azcapotzalco, y viví ahí, en la calle de Allende, por más de 30 años (desde 1951 hasta 1982), justo enfrente del Parque de la China, ese que se ha vuelto tan icónico en los últimos días por confluir en ese lugar cuanto homenaje le han rendido al Príncipe de la Canción en dicha colonia y por tener hasta una estatua del adorado ídolo. Lo veía desde la ventana de mi recámara, no al Príncipe, sino al parque. Toda la familia vivía por el rumbo o en la vecina San Álvaro, de la misma delegación. Colonias siamesas, unidas por la avenida Egipto.

Casi todas las tardes mi madre Eva visitaba a su hermana Lupe en la calle Niza de esta última demarcación, adonde también iban dos hermanas solteronas, Lore y Chacha, que vivían no lejos de ahí, en Sánchez Trujillo número 7. Huelga decir que todos los trayectos se cubrían a pie en pocos minutos. Lupe tenía tres hijos: Lorenzo, el mayor, Susana, la de en medio, y Alejandro, el benjamín. Nosotros, mis hermanos y yo, nos les uníamos frecuentemente.

Mi prima Susana era muy fanática de los ídolos musicales de aquella época. Todavía recuerdo cómo tenía tapizadas todas las paredes de su cuarto con fotos de ellos, especialmente de Elvis Presley, pero el incipiente José José se iba abriendo paso poco a poco en sus preferencias. Ya imaginarán su reacción cuando se enteró que éste vivía a pocas cuadras de su casa, en la calle de Tebas, al otro lado de avenida Egipto, ya en Clavería, incluso más cerca que yo, que radicaba en dicha colonia.


A finales de la década de los 60, Susana se emperró en ir a visitar en su casa a su nuevo ídolo, pero temía ir sola y que pensara que era una “descarada”. Era dos años mayor que José José y les rogó a sus hermanos que alguno la acompañara: Lorenzo, cuatro años mayor que el cantante o Alejandro, exactamente de su misma edad. Por supuesto, típicos hermanos, la tacharon de idiota y se negaron rotundamente a considerar siquiera alguna posibilidad de hacerlo.

En alguno de sus múltiples intentos por convencerlos estuve yo presente y me ofrecí espontáneamente a acompañarla. Ya imaginarán las reacciones de todos: los hermanos, sobajándome con la mirada y considerándome tanto o más idiota que a la hermana, y ésta, embelesada con un primo tan encantador y valiente. Mi madre y sus hermanas, divertidísimas con la escena. Era yo un año menor que el ídolo.

Previo a nuestra incursión en campo “enemigo”, Susana compró dos discos de José José con sus respectivas fundas para que éste se las firmara cuando lo visitáramos. Seleccionamos un día al azar para la aventura y nos enfilamos rumbo a Tebas cuando la fecha se dio.

Ya frente a la casa del cantante, llamamos a la puerta, abrió su madre, y Susana, de tan nerviosa, no atinó más que a decir: “Perdone, ¿se encontrará el señor Sosa?”. Estuve a punto de orinarme de la risa, se los juro, pero en eso asomó las narices detrás de la señora José José, al lado de su hermano, preguntando: “¿Quién es mamá?”. “No lo sé, m’hijo –respondió la señora-, preguntan por alguno de ustedes”.

“No, no, no –se apresuró a decir mi prima-. Busco a José José, sólo quiero saludarlo y que me firme estos dos discos”. Enternecido y sonriente, el cantante estrechó a mi prima entre sus brazos, la besó en ambas mejillas, tomó la pluma que Susana le presentaba, y le dedicó y autografió ambos acetatos. Se giró hacia mí, estrechó con ambas manos mi diestra, y yo le ofrecí mi mejor sonrisa después de haberme presentado.

De vuelta a casa de Lupe, mi prima no dejaba de dar entusiastas saltos de colegiala, a pesar de ya pasar de los veinte.

¡Hermosa época aquella de hace medio siglo, fuera de todo protocolo y encantadoramente naive!

lunes, 30 de septiembre de 2019

70

Dicen que uno no tiene la edad que cumple (en mi caso, 70), sino la que siente, en cuyo caso debo de ir llegando como a los 93. Aunque no todo ha sido pesar.

Cuando cumplí aproximadamente la mitad de los años que tengo ahora, fui enviado a tomar un curso de una semana a Toronto, donde afortunadamente tenía un par de amigos, Carlos y Mariela, que, después de casarse, se fueron a radicar permanentemente a Canadá a finales de la década de 1970. Me fueron a recibir al aeropuerto un domingo 19 de octubre y me dijeron: “Raúl, podemos dedicarte toda la semana, excepto el miércoles 22, que tenemos un compromiso ineludible, pero de ahí en fuera, cuenta con nosotros las 24 horas del día”. Para mi desgracia, ese miércoles era precisamente el día de mi cumpleaños. Obviamente, por pena, no se los aclaré a mis amigos y ahí le dejé.

Cuando se llegó el 22, con un frío que se dejaba sentir ya muy crudamente por aquellos lares, salí de la oficina y me encaminé rumbo al hotel, que se encontraba no muy lejos de ahí, pero que el clima hacía ver distante. Llegué congelándome, con las manos agarrotadas, pues en una llevaba mi portafolio y en la otra una alta pila de manuales, y sin más abrigo que mi traje y mi corbata. ¿Quién, viniendo del trópico, se iba a imaginar un frío tan perro en esas fechas? En fin, ya en la habitación entré en calor con el clima artificial. La “noche” era ya cerrada, a pesar de no ser más allá de las siete de la tarde, y me dispuse a ir a “celebrar” mi cumple cenando en el lobby bar del hotel.

Me atendió una bellísima joven, llamada Sharyn, que solícitamente tomó mi orden. Acompañé mis alimentos con una copa de tinto merlot, que me dio valor para tolerar mi soledad, pues jamás había pasado el día de mi cumpleaños en circunstancias tales. El valor, por efecto de Baco, se tornó en temeridad, pues comencé a sopesar la posibilidad de informarle a Sharyn, nada más porque sí, que era mi cumpleaños, y la temeridad en acción. “¡Pero cómo! –me dijo la mujer una vez que hube actuado-, ¿tu cumpleaños y rodeado de todos tus amigos?” –bromeó. “Pues sí –le dije- era sólo que quería que lo supiera alguien más”. “Congratulations!” –concluyó.

O eso creí, ya que, poco más tarde, acompañó la cuenta con una rebanada de pastel, la clásica velita y dos compañeras siguiéndole los pasos para, juntas, entonar el consabido happy birthday, ¡al que increíblemente se unieron cuatro o cinco comensales de otras mesas!, seguramente conmovidos por mi soledad, y al final, un aplauso generalizado en todo el local. Mis tres deseos, después de apagar la vela, fueron que me tragara la tierra, de la puritita vergüenza. Obviamente, fui muy generoso con la propina.

Cuando me disponía a abandonar el restaurante, Sharyn se aproximó y me dijo que ella no tardaba en cambiar de turno, que no pensara que era una buscona, que únicamente quería invitarme una cerveza en el pub al otro lado de la calle para que no estuviera tan solo el día mi cumpleaños. Encantado y tallándome los ojos, acepté de mil amores.

La esperé un breve tiempo en la recepción del hotel, donde me alcanzó, me tomó del brazo y me condujo al bar que estaba justo enfrente. Ordenamos nuestras cervezas y nos pasamos más de tres horas platicando como si fuéramos grandes amigos de toda la vida, de veras. Como para entonces yo ya tenía tres cervezas entre pecho y espalda, además del tinto de la cena, mi inglés corría más fluidamente que nunca, como siempre me pasa en esos casos, en que me vuelvo fully bilingual. Sharyn sólo toleró una y media y yo tuve que refinarme la media que dejó, ni modo de desperdiciarla, advirtiéndome, juguetona, que ella nada más me había invitado una.

Al cabo, me dijo: “Nos tenemos que ir, pues tu curso comienza en pocas horas”. Pedimos la cuenta, pagué -pues no iba a permitir que dilapidara su propina en mí-, cruzamos de nuevo la calle rumbo al estacionamiento del hotel, donde ella tenía aparcado su coche, y, ya en la entrada del inmenso parque vehicular, me estrechó fuertemente entre sus brazos, repitió el Congratulations! de horas antes, me propinó un sonoro beso en los labios y salió disparada rumbo a su auto.


A esas horas de la madrugada, yo ya ni el frío sentía encaminándome a mi habitación, después de haber disfrutado uno de los días más dulces, no sólo cumpleaños, en mis 93 primaveras de existencia.

Al día siguiente les jugué una mala pasada a mis amigos, Carlos y Mariela, diciéndoles lo solo que me había sentido el día de mi cumpleaños. “¡Pero cómo –exclamaron casi al unísono-, fue tu cumpleaños ¿y no nos dijiste nada?!”. Apenadísimos, me invitaron una opípara cena, como no la he tenido en más de nueve décadas.

Querida Sharyn, nunca más te volví a ver, pero como verás, te llevo perennemente en mi recuerdo.

martes, 24 de septiembre de 2019

Un libro sin atributos

A raíz de la crítica que hice dos años atrás del libro La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy,  de Laurence Sterne (http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2017/07/tristram-shandy.html), y del trabajo de traducción al español de la misma obra por parte del escritor ibérico Javier Marías, me cayó, casi año y medio después y sin esperarla, la siguiente réplica (tipo “zanahoria y garrote”) en facebook de una tal Trinitat Caballé Horta (respeto redacción original): “Parece una persona inteligente, porque sabe escribir, lo demás me parece una exposición de mal gusto. ¿Pertenece usted a la Real Academia Española? ¿Cuántos libros ha escrito? Y si alguno ¿A cuántas lenguas traducido? Javier Marías es un monstruo literario no hay escritor alguno que le pueda. Sus libros y los que recomienda (en su ‘Zona Fantasma’) son magníficos nunca ninguno me ha de decepcionado. Usted tiene muy poca capacidad mental para leer novelas. Estoy leyendo 'The Master' ‘Retrato de un novelista adulto’ de Colm Tóibín, aconsejado por Javier Marías y por cuanto usted dice de sí mismo, se perdería leyéndolo. Hay que tener muchas conecciones (sic) mentales para leer buenos libros. La simpleza es la que la mayoría quiere.”

A riesgo de volver a incurrir en el mismo pecado y quedar expuesto al público vituperio por atacar a otra vaca sagrada de la literatura universal, quiero esta vez referirme a El hombre sin atributos, de Robert Musil, libro del que ya había dado noticia cuando me fue negado su préstamo en la Biblioteca Central Estatal Wigberto Jiménez Moreno, del Fórum Cultural Guanajuato, siendo necesaria una muy posterior adquisición de su versión electrónica al no estar ésta disponible en aquel tiempo (http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2019/07/archivo-muerto.html).

De acuerdo a los caprichosos estándares de la señora Caballé, soy un iletrado Don Nadie con discapacidad mental, pero si un maldito libro no me gusta, pues no me gusta y san se acabó, pero que conste que me esfuerzo hasta lo indecible. Además, a manera de refutación a tan distinguida dama por mi falta de méritos, pues no soy miembro de ninguna academia (lo que quizá no sea tan ignominioso, especialmente tratándose de la española) ni he escrito libro alguno ni, consecuentemente, he sido traducido a otra lengua, bastaría decirle que para degustar un buen melón no necesito de saber cultivarlos, como tampoco para lamentarme por uno malo. Pero volvamos al libro de Musil.


El primer volumen de la obra, que consta de dos, fue publicado en 1930, parte del segundo en 1933, pero el trabajo quedó inacabado, pues la muerte sorprendió al escritor en 1942,  siendo publicado el resto póstumamente en 1943, con lo que Musil había dejado escrito pero sin publicar -y en muchos casos con enmendaduras- por aquí y por allá. Todo esto fue reunido posteriormente en una sola edición en papel de 1,555 páginas y su equivalente electrónico de 1,853, que fue el que yo leí.

La trama de la novela es insulsa: un grupo de nobles, intelectuales, burgueses, aristócratas y hasta un general del ejército se reúnen para conformar la llamada Acción Paralela o Patriótica, destinada a honrar, no se sabe de qué manera, el setenta aniversario de la entronización en el Poder del emperador de Kakania (Imperio Austro-Húngaro) Francisco José. Y en este ambiente transcurren muchos de los avatares de los personajes, sin mayor pena ni gloria. Uno de ellos es Ulrich, el hombre sin atributos, un matemático de vida más bien ociosa, que se dedica, junto con el autor omnisciente, a disquisiciones sicológico-filosóficas sobre -entre otros temas- la genialidad, el amor y los sentimientos, en un lenguaje por demás embrollado y abstruso. Varias veces, durante la lectura del libro, estuve tentado a apagar mi tableta y tirarla a la basura, dando por terminada la empresa, pero el gusanillo de perderme de algo de valor dentro de uno de los “cien mejores libros de todos los tiempos” en una de las mil listas que para el efecto existen, me impulsó a llegar hasta el final.

Y no es que el libro no contenga media docena de pasajes realmente interesantes y hasta poéticos que a uno le llevan a decir prematuramente “valió la pena”, como el de los amores incestuosos entre Ulrich y su hermana Agathe, sino que, para las dimensiones del libro y el tiempo invertido en su lectura (poquito más de tres meses me tomó a mí), es demasiado escaso. O quizá sea mi “poca capacidad mental para leer novelas” y mis nulas “conecciones (sic) mentales para leer buenos libros” lo que me lleva a afirmar esto y ponerme en evidencia.

Mejor invertir el tiempo, digo yo, en cuatro otras buenas obras de dimensiones medias, que las hay, y no en un libro sin atributos y de dimensiones elefantiásicas. O darle a leer a Bill Gates la edición en papel del mamotreto de Musil para que, a su velocidad de 150 páginas por hora, se lo aviente en diez horas y veintidós minutos y pedirle que me lo platique pasado mañana, al estilo del mítico y legendario Severo Mirón, mediante una cápsula electrónica vía WhatsApp.

jueves, 19 de septiembre de 2019

A Sheffield sólo le interesa La Grande...

...me refiero a la gubernatura del estado de Guanajuato por Morena, no a la morena propiamente dicha, no sean mal pensados.

Desde que Ricardo Sheffield Padilla inició su gestión al frente de la Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco) hace cerca diez meses, he sido molestado telefónicamente casi a diario en mi casa por los odiosos representantes de quien se presenta a sí misma como Previsión Gayosso, ofreciendo, obviamente, sus servicios funerarios. No ha bastado con que al operador en turno se le diga que no me interesan sus ofertas, que es la enésima vez en los últimos varios meses que a uno lo molestan con lo mismo, que por favor borren mi teléfono fijo de la lista de cambaceo en la que basan sus insultantes acosos.

Hoy en la mañana, por ejemplo, a mi petición en tal sentido, se me respondió con un agresivo y altisonante “¡Bueno, ¿está usted interesado en el servicio, sí o no, señor?!”. Ante lo que no queda más que colgar, con la correspondiente maldición por la grosera impertinencia. Pero el hostigamiento llega casi a lo inverosímil, como la ocasión en que después que hube despotricado contra la muchachita que me llamaba, ésta sólo atinó a decir: “¡Ok, señor, de cualquier manera se va usted a morir!”.

Parece de risa, pero no lo es, pues únicamente representa uno más de los incontables ejemplos de la falta de un Estado de derecho en este bendito país, y a las pruebas me remito. Enseguida me comuniqué por teléfono a la dependencia de nuestro prócer, el señor Sheffield Padilla, al número que hizo famoso un pegajoso jingle: 5568-8722, donde, después de explicar mi problema, la dama que me respondió me dijo que me pondría en contacto con la persona adecuada, y vuelta a esperar, hasta que otra dama me respondió con voz cansina: “Lo pasaron mal, lo transfiero”. Por fin, la tercera dama sólo atinó a decir: “Ahorita todos están en junta, no hay quien lo pueda atender”. Oiga, señorita -le espeté a esta última persona-, estoy llamando al número oficial de la Profeco, en horario más que hábil, pues apenas son las once de la mañana, ¿y no hay quien me pueda atender ¡porque están en junta!? Entienda, el problema que quiero resolver está por desquiciarme. “Llame más tarde”, obtuve por toda respuesta.

¡Bendita 4T y arribistas de pacotilla como Mr. Sheffield!

Acto seguido, me fui a la página de la procuraduría del consumidor en Internet y ahí me enteré que mi teléfono está registrado para evitar publicidad de todo tipo (comercial, de telecomunicaciones y turística) ¡desde el 28 de noviembre de 2007, hace casi doce años! ¡Ya ni me acordaba! Tal pareciera que la Cuarta Revolución, que no simple Transformación, encarnada por nuestro líder máximo, hubiera decidido pasarse este registro por el arco del triunfo. De otra manera, no me lo explico.

Ojalá que alguien en la Profeco reviva mi desesperada petición de que no se me moleste más en casa y multe a Gayosso con el máximo que autoriza el artículo 18 bis de la ley federal de protección al consumidor, que es, según el propio sitio de la procuraduría, de $1’513,916.80.

De no ser atendida mi petición con toda oportunidad, pronto estaré requiriendo los servicios que tanto denuesto, aunque no con Gayosso, mi esposa ya ha sido puntualmente instruida al respecto.