martes, 25 de diciembre de 2018

Año Nuevo en París

En el invierno de 1986 mi hoy ex esposa -aquella con la que ni procreé ni congenié- y yo decidimos pasar el Año Nuevo en París. De nada sirvió, pues a finales de ese mismo año nos divorciamos, por lo que bauticé aquel viaje como el de nuestra luna de hiel. No obstante, dicho viaje lo planeamos, precisamente, para tratar de enderezar entuertos y durante él hacer nuestro mejor esfuerzo por arreglar las cosas y pasarla bien.

Así, la fría mañana del primer día de enero de ese año caminábamos despreocupadamente por las Tullerías. Desconfiado como siempre he sido, había dejado en la caja de seguridad del hotel cuanto de valor llevábamos en el viaje. Para contrarrestar el viento helado que partía el alma me puse una gruesa chamarra para el efecto en la que sólo guardé, en la bolsa interna del lado del corazón, una cartera con los pasaportes para nuestra identificación en caso de que fuera necesario utilizarlos, y en el bolsillo del pantalón del lado derecho unos cuantos francos, muy pocos, para lo estrictamente indispensable.

De improviso, se nos adelantaron dos muchachitos humildes y se nos plantaron enfrente, una niñita de no más de ocho años de edad y el que parecía ser su hermanito menor, de escasos seis. La damita, bastante despierta para su tamaño y envuelta en sus harapos, no dejaba de musitar su francés, y apuntando con su diestra manecilla y los dedos juntos en punta hacia su boca en movimientos rítmicos, no cesaba de solicitarnos unas monedas para que ella y su pequeñuelo, trataba de decirnos, tuvieran algo que llevarse al estómago. De inmediato pensé en Cosette, la entrañable muchachita de Los Miserables, de Víctor Hugo.



Acostumbrados como estábamos en México a lidiar con pedigüeños, traté de esquivarlos, pero la jovencita me jaloneaba de la chamarra e insistía en sus peticiones. Divertido, volteaba a ver a mi esposa y únicamente acertaba a decirle: “Estos chavos, ¿verdad?, qué ladillas”, sin dejar de reírme. Finalmente, logramos zafarnos y acelerar el paso. Una vez que hubimos puesto cierta distancia de por medio, inalcanzable para los mocosos, nos sentimos aliviados y a salvo. Recuperamos nuestro paso y seguimos caminando normalmente como hasta antes de toparnos con Cosette y el pequeño. Nos habíamos librado de ellos. Eso creímos ingenuamente.

Un par de minutos más tarde, cuando mucho, ahí estaban delante de nosotros las dos cositas de nuevo, solicitando dinero, pero esta ocasión la niña casi restregaba en mi cara una cartera y extraía de ella unos pasaportes con sendas fotografías de personas asombrosamente parecidas a nosotros. Mi inteligencia había sido severamente lastimada, aunque al cielo agradecía no haber metido ni un solo billete en la mentada cartera, pues de otra forma jamás hubiésemos vuelto a ver nuestros pasaportes.

Volví a sonreír, pero esta vez como imbécil e impresionado por la terrible audacia de los críos, que a tan tierna edad eran ya capaces de infligir golpe tan profesional. Llevé automáticamente la mano a mi bolsillo y extraje de él todas los francos que ahí portaba y se los entregué a Cosette por la invaluable lección recibida y por el grandioso servicio prestado, exigiéndole la inmediata restitución de mis pertenencias.

Después de devolvérmelas, Cosette y el pequeño salieron disparados en busca de algo que echarse a la panza. Mi futura ex esposa y yo nos vimos en la necesidad de regresar al hotel, humillados y con la cola entre las patas, en busca de más francos para seguir disfrutando nuestra inolvidable luna de hiel y el inicio de un nuevo año, 1986, el de la consumación de nuestra independencia.

miércoles, 19 de diciembre de 2018

Tráfico navideño

El lunes pasado que regresaba yo de un laboratorio clínico en el centro de la ciudad, donde dejé el cálculo en la uretra que le habían extraído a mi mujer semana y media antes para su análisis y ver qué le está provocando esos sedimentos, circulaba yo por su avenida principal y me detuve frente la luz roja de un semáforo detrás de otros autos, cuando de repente sentí un golpe en la parte posterior del mío, no muy duro, afortunadamente. De inmediato miré por el espejo retrovisor y me percaté de que una camioneta pequeña conducida por una joven mujer permanecía defensa con defensa contra mi auto. Mi mirada furibunda contrastaba con los ojos azorados de la damisela que yo alcanzaba a ver por el espejo.

Me moví un poco hacia adelante pero sin dejar de ver a la chica, como si esperara yo una disculpa de su parte y no la mirada congelada que ella me devolvía a través del retrovisor. Dudé entre bajarme para reclamarle o no hacer el ridículo increpando a una muchacha que en su loca prisa quería pasar por encima de todos los coches que la precedían, y decidí mejor arrancar cuando la luz verde se puso en el semáforo.

Yo, tan combativo, casi de inmediato me arrepentí por mi tibieza. Me debí haber bajado, me repetía, qué tal si, a pesar de la levedad, el auto se dañó y requiere reparación. Cuánto le podría haber sacado a la pobre, me contestaba, quizá con un poco de cera el coche quede como si nada. Pero eres un dejado, contraatacaba, eso no justifica tu timidez, pues ante todo hay que defender lo que a uno le corresponde.

Tienes razón, me puse de mi parte, además, ¿oíste cómo venía pitando la loca esa para que le abrieran paso?, ¡méndigas mujeres, les deberían prohibir manejar! ¿Cómo dijiste?, repuso mi otro yo. Bueno, tal vez me excedí en lo de méndigas. No, no, no, ¿cómo estuvo eso de que venía pitando? Sí, pues, ¡acuérdate!, se oyeron varios claxonazos antes del golpe.

Sólo entonces caí yo en la cuenta de que estaba tan distraído mientras esperaba que el tráfico navideño avanzara que no me percaté de que mi auto se estaba yendo hacia atrás y fue cuando escuché los pitazos desesperados de la pobre mujer que, aterrorizada por el vehículo que se le venía encima, trataba de llamar la atención del viejo que lo conducía para que reaccionara y metiera el freno, y muy seguramente pensando con dulzura: ¡pinches ancianos, deberían prohibirles manejar!

En mi descargo puedo decir que he tenido unos diítas del carajo, primero, con lo que le pasó a Elena, y luego, con lo de las ventas en el negocio que, a pesar de la época, no marchan todo lo bien que nosotros quisiéramos.

Pero estoy contento porque, como anticipado regalo navideño, les he de haber hecho el día a todos los que nos rodeaban en aquella aglomeración al ver que yo no reaccionaba ante los bocinazos de la bella dama y desternillándose de la risa tras el golpe. Además, creo que la chava tiene razón, pues por lo menos a un anciano así deberían prohibirle manejar.

¡Pinche yo!

martes, 11 de diciembre de 2018

Elena

Juro que desde antes de que le pasara lo que le pasó quería yo escribir este panegírico de mi esposa Elena, a la que conocí hace casi treinta años en la Ciudad de México. Vivía el tercer año del divorcio de mi primera esposa, con la cual no procreé ni muchísimo menos congenié, pero en ese entonces estaba ya harto de vivir todo lo que no en mis años de soltería y además tenía la oferta de IBM de México para irme a trabajar dos años a Estados Unidos, específicamente a Raleigh, Carolina del Norte, donde se concentraba gran parte del negocio en telecomunicaciones de la compañía.

La misión, si yo decidía aceptarla, era a partir de un año después: enero de 1990. Por supuesto, acepté. Transcurría, así, enero de 1989. Para entonces estaba ya aterrorizado ante la sola perspectiva de embarcarme solo en tan peligrosa aventura, de tal forma que cuando uno de nuestros clientes me presentó con una de sus colegas, Elena, y fuimos otro día un grupo de cuatro, ellos incluidos y una amiga de ambos, a cenar en un restaurante argentino de Polanco, lo primero que le pregunté a ella fue que si no quería acompañarme en dicha empresa. Obviamente, pensó que estaba yo loco. Pero como seguimos saliendo ya solos, vio que la cosa iba en serio.

Para no correr el cuento largo, invité a Elena y a sus padres a mediados de ese año a cenar al Restaurante del Lago de Chapultepec, con un anillo de compromiso en la bolsa de mi saco, que había adquirido en días anteriores en Raleigh, precisamente, y le ofrecí matrimonio, el cual se consumó el viernes 22 de septiembre de 1989, cumpleaños 67 de mi progenitora y a escasos ocho meses de haber conocido a la dulce Elena, que había conquistado a toda mi familia por su bonhomía sin par y por sus embelesadores ojos.

Y en verdad mi aventura Raleigh-ita hubiera resultado un auténtico desastre de no ser por Elena, a sus apenas 24 años, pero con una fuerza de carácter que ya quisieran muchas grandes personalidades, pues, para no variar, caí yo en una profunda melancolía, a grado tal que una noche le pregunté: “Elena, ¿qué estamos haciendo aquí?”, a la cual ella reaccionó con un llanto de impotencia, que yo interpreté como: “Imbécil, fuiste tú quien me trajo aquí ofreciéndome las perlas de la virgen y a la que dejas sola todo el día mientras te refocilas en el trabajo, y yo trato de alegrarte la vida diariamente a la hora del almuerzo yéndonos de picnic con la comida que con todo cariño te preparo durante la mañana, revoloteando en el parque a tu alrededor como una abeja para sacarte del marasmo, y nada, nomás no reaccionas. En mi lugar, tú te morías, estoy segura. ¡Reacciona por favor, amorcito!”. Perdón, lo de amorcito es cosa de ella, hasta la fecha.

Y realmente fue Elena la que consiguió que triunfáramos en tal aventura, pues me imbuyó de una fortaleza que hasta yo desconocía, al extremo de ser declarado al final de nuestra estancia el miembro más destacado del Centro Internacional de Soporte Técnico en Raleigh (ITSC-Raleigh, por sus siglas en inglés), entre asignados de todo el orbe, y ya con Carolina, nuestra hija, que había hecho su debut en este mundo apenas seis meses antes.

La estancia incluyó viajes agotadores alrededor del mundo para dar a conocer a colegas de IBM de otras latitudes las bondades de los productos que se estaban desarrollando en nuestros laboratorios, así como la elaboración de manuales, auténticos libros, donde se describían dichas bondades, y el soporte técnico día con día a ingenieros de sistemas de todo el globo. ¡Años maravillosos!

Pero, ¿qué le ocurrió a Elena? Pues nada, que el viernes pasado, 7 de diciembre, se despertó a las 6:50 de la mañana con un agudísimo dolor en el vientre. Asustadísimo, la acompañé al baño para que volviera el estómago, pero sin que arrojara nada. Los hijos se despertaron también alarmadísimos y les dije que me la llevaba de inmediato al hospital. Para nuestra desgracia, el más cercano a la casa es el Ángeles Inn (Inncosteable), pero como la pobre iba realmente en el alarido y el deducible de nuestro seguro de gastos médicos mayores es de un “módico” monto de 158 mil pesos, no lo pensé más y nos enfilamos ahí. De cualquier forma, esos varios miles de pesos los iba a tener que pagar ahí, en Médica Campestre, en el Aranda de la Parra o en Houston, si decidiera hacer el viaje. Y aunque, por necesidad, nos hemos vuelto fanáticos del IMSS, sinceramente creo que esta opción hubiera tenido funestas consecuencias.

Llegamos al Ángeles alrededor de las 7:30 de esa mañana y, como en todo resort que se precie, la trataron a cuerpo de reina y le sacaron radiografías, le hicieron una resonancia y determinaron que, además de una infección en los riñones, pudiera quizá tratarse de una simple gastritis, pero que habría que esperar al urólogo de guardia para que emitiera un diagnóstico más acertado. Como el urólogo de “guardia” no aparecía, fue ahí donde la tensión me hizo perder un tanto los estribos y le reclamé a la doctora que nos atendía: “¡En el Ángeles, con las tarifas que cargan, y no aparece el urólogo de guardia!”.

Ya para entonces habían desilusionado a mi mujer, pues la resonancia reveló que la simple gastritis se transformó en una piedra en la uretra que había interesado y perforado el riñón y la orina comenzaba a contaminar órganos internos. Yo nada más veía correr el taxímetro: mil 500 pesos la hora por el apartado en el que tenían a Elena con una cortina de por medio, y ahora esto. “Oiga, doctora, tal vez nosotros no estemos en posibilidades de cubrir una cirugía en este hospital”, a lo que la interfecta respondió: “Plantéeselo, por favor, al médico cuando venga a revisarla”.

Cuando finalmente el médico se presentó, dijo que había que operar de urgencia, que la paciente no soportaría ya ningún movimiento. Que se practicaría una laparoscopía y que esta sería ambulatoria, que Elena estaría en su casa pasadas las diez de la noche. Acto seguido, el doctor procedió a hacernos las cuentas del Gran Capitán: si dejábamos todo en sus manos, sin que el hospital se involucrara con sus propias tarifas, sino él encargándose de pagarle al nosocomio, todo el procedimiento nos saldría en aproximadamente 70 mil pesos o un “poquito” más.

Al final, la operación fue exitosa, Elena se encuentra felizmente en casa recuperándose y nosotros somos 72 mil pesos más pobres, digo, perdón, 76 mil, porque el proceso de retirarle el catéter que aún tiene en su cuerpo nos saldrá en 4 mil pesos adicionales dentro de tres semanas.

Pero el más feliz de todos soy yo, pues lo que pintaba color de hormiga ese viernes en la madrugada se tornó color de rosa y yo puedo seguir confiando en la fortaleza de Elena para seguir rescatándome de los pozos en que caigo una, otra, y otra vez. Como desde hace casi 30 años lo ha hecho.

¡Gracias, mi Estimada!

viernes, 16 de noviembre de 2018

Fernando El Grande

Noticias de Del Paso

Cuando Fernando del Paso publicó en 1987 su soberbia novela histórica Noticias del Imperio (editorial Diana) se armó tal revuelo que yo no dudé en comprarla casi de inmediato y la guardé celosamente ¡un cuarto de siglo!, pues recién la leí en 2012. El único pretexto que encuentro por no haberlo hecho antes es que en aquel entonces llevaba todavía una “vida productiva” que me impedía leer con el solaz que lo hago de 20 años a la fecha. No que antes no leyera, pero lo hacía más pausadamente.

Se llegó el día, pues, de enfrentar la angustia del siguiente libro a leer y desenterré, literalmente, pues hubo necesidad de desempolvarla, la magna obra de don Fernando, 25 años después de que se publicó y la compré. ¡Qué fascinante! Más que una novela, un auténtico documento histórico de la época del Imperio de Maximiliano y los avatares de Juárez para aniquilarlo (al Imperio y a Maximiliano), con datos duros y fidedignos que Del Paso se permitió investigar en la década que le llevó escribir una de sus tres obras maestras. Las otras dos, José Trigo (1966) y Palinuro de México (1977), le tomaron aproximadamente el mismo tiempo cada una, con remembranzas de la guerra cristera y el levantamiento ferrocarrilero, la primera, y del movimiento estudiantil del 68, la segunda.

De manera magistral, Del Paso alterna en su novela, casi equitativamente, un capítulo histórico con otro de la enloquecida Carlota y sus divagaciones o monólogos en su destierro, 60 años después del fusilamiento, por Juárez, de Maximiliano. Una experiencia en verdad maravillosa, producto de la creatividad e imaginación del autor, pero, insisto, con datos históricos fidedignos y con las permisividades literarias a las que todo escritor tiene derecho en una novela. Aprendí más historia aquí que en mis años escolares.

Por todo lo anterior, cuando se le otorgó el Premio Cervantes a Del Paso, vinieron a mi mente las otras dos grandes obras del laureado creador, y ante la insistencia de Caro, mi hija, por que le dijera los libros que deseaba por no recuerdo qué fecha importante, le mencioné José Trigo y Palinuro de México como opciones. Pues bien, me consiguió las dos, ambas editadas por el Fondo de Cultura Económica.

¡Qué decepción! Comencé con José Trigo y la abandoné a poco de empezarla. Quise reivindicarme con Palinuro, pero creo que ya estaba yo prejuiciado y también la hice a un lado apenas iniciada. Me dije para mis adentros ¡qué bueno que Del Paso ya sabía escribir cuando creó Noticias del imperio! La “lógica” detrás de mi pensamiento era que si algo distingue al hombre como el único ser inteligente de la Creación es el lenguaje, y por lo tanto, mientras más simple, directa y desembrollada sea la forma en que nos comunicamos mediante él, mayor prueba de nuestra inteligencia. De aquí mi aversión, perdón, por la poesía. Por algo decía Borges que Cervantes tenía un lenguaje de abarrotero, pero que con eso le bastó para escribir el Quijote. Aunque vino a mi mente el Ulises de Joyce y la odisea que padecí para su cabal comprensión y el gozo indescriptible que sentí una vez que lo hube hecho… ¡y en su idioma original!

Casualmente, muy poco tiempo después, la librería Efraín Huerta del Fondo de Cultura Económica aquí, en León, me invitó al curso de tres días Fernando del Paso: constructor de catedrales, planeado antes incluso de que al escritor mexicano le otorgaran el Cervantes, pero llevado a cabo hasta julio de 2016, bajo la batuta del crítico y autor literario Alejandro Toledo Oliver. Esas catedrales son las tres obras a las que me he venido refiriendo. Bien dice Toledo que todo escritor anda a la caza de su gran obra maestra, pero que Del Paso sobrepasó por mucho este objetivo, pues creó tres.

Tan pronto se presentó la oportunidad, expresé lo mismo dicho líneas arriba: el feliz descubrimiento de que Del Paso ya sabía escribir. Después de las consabidas risas, Alejandro me dijo que ciertamente la estructura de José Trigo la hace una obra de difícil comprensión, que no en balde, en su tiempo, don Fernando fue muy criticado y hasta objeto de burla por querer hacerla de Joyce y crear el Ulises mexicano, pero que, después de eso, Palinuro no debería representar mayor problema en su lectura, pues su estructura es mucho más simple. No es casualidad, entonces, que los monólogos de Carlota en Noticias del Imperio nos remitan al inimitable soliloquio de Molly Bloom al final del Ulises de Joyce.

El problema con Trigo es que, a semejanza de Rayuela, de Julio Cortázar, por su estructura, se puede leer linealmente o bien leer primero el capítulo uno de la primera parte y enseguida el último de la segunda, pues se corresponden, como si fueran la base de lados opuestos de una pirámide, y de ahí ir escalando ésta con el segundo capítulo de la primera  parte y el penúltimo de la segunda, que también se corresponden, y así hasta llegar al capítulo nueve de la primera parte que se corresponde con el nueve “inverso” de la segunda, después de los cuales sigue, en lo alto de la pirámide, un capítulo “puente”, con elementos complementarios a ambas partes. Si a esto agregamos que, muchas veces, la prosa no es sencilla, la complejidad de su lectura aumenta. A final de cuentas, como dice Alejandro Toledo, hay que dejarse llevar por la poesía de su escritura, pues, como el mismo Toledo afirma, Del Paso es más un poeta en prosa que en verso, pues en verso, cuando lo intentó a principios de su carrera o lo quiso retomar después, francamente resultó un poeta menor.

Podríamos ubicar como precursores de Fernando del Paso a Cervantes y a los escritores irlandeses Laurence Sterne y James Joyce, en ese orden cronológico, aunque no necesariamente de importancia.

Finalmente, como dice el multicitado Toledo, mejor un autor que nos deje pensando a otro lineal e inane que sólo nos haga pasar el rato. Para eso, mejor un texto de autoayuda, digo yo.  Retomaré con todo entusiasmo la “relectura” tanto de Trigo como de Palinuro una vez que haya terminado con Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo, que junto con las entrañables Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, y Jane Eyre, de Charlotte Brontë, me sirvieron de antídoto al frustrante intento inicial de lectura de las dos primeras “catedrales” de Del Paso.

Saliendo Del Paso

En la sección anterior, Noticias de Del Paso, hice notar la frustración que me provocó leer a Fernando del Paso o intentar hacerlo (José Trigo, Palinuro de México) después de su magna y posterior obra Noticias del Imperio. Bromeaba al comentar que qué bueno que Del Paso ya sabía escribir cuando emprendió la creación de este último libro, a tal grado me frustró el intento de acometer la lectura de sus dos obras anteriores.

Pues bien, quise “salir del paso” reintentando la lectura de Palinuro de México después de asistir al curso organizado por la librería Efraín Huerta del Fondo de Cultura Económica en la ciudad de  León, Guanajuato, y bautizado Fernando del Paso: constructor de catedrales, en obvia referencia a las tres obras aquí nombradas, cursillo al que también hice referencia en el apartado precedente e impartido por el crítico literario Alejandro Toledo Oliver.

Este reintento tuvo feliz término, pero resultó igualmente frustrante. Después de terminadas las 648 páginas del tabique queda la sensación de haber podido aprovechar el tiempo invertido de mejor manera. Y no es que su contenido no impresione, pues vaya que lo hace, y mucho. Impresiona la erudición de Del Paso, como bien lo apunta Francisco González Crussí en el prólogo de la obra. Innumerables sentencias cortas y otras no tanto de toda índole, médicas (sobre cualesquiera otras), políticas, científicas, musicales, matemáticas, pictóricas, arquitectónicas, mitológicas, sexuales, climáticas, filosóficas, cinematográficas, religiosas y hasta deportivas, que revelan una profunda sabiduría, pero que en cierto momento llegan a parecer necedades que invitan al inmediato abandono de la lectura, que fue lo que me ocurrió la primera vez.

Quizás la clave de esto nos la dé el propio autor (Palinuro) en el examen de conciencia que hace al final del capítulo XII de la primera parte del libro: “dirán de ti, Palinuro, que tu vida fue una obsesión constante con la muerte y con las palabras… no tanto porque no pudieras decir con ellas lo que deseabas, sino porque ellas decían de ti lo que no querías decir. Con el sexo, porque en el fondo lo despreciabas. Con la cultura, porque la falta de confianza en tu imaginación te obligó a tratar de suplirla acumulando conocimientos y datos eruditos.”, de los que está llena la obra hasta la saciedad. Aunque sería un juicio del autor bastante severo para consigo mismo, pues su novela incluye, aunque pocos para la extensión del mamotreto, pasajes verdaderamente bellos, como el dedicado a la erudición del primo Walter, en ese mismo capítulo.

Otra decepción viene del hecho de que se insiste mucho  en que esta obra contiene remembranzas del movimiento estudiantil del 68, pero éstas se reducen a una parodia o comedia -bastante extensa, eso sí- que se “monta” en el capítulo XXIV del libro. Otras referencias a lo largo del libro son, por escasas, prácticamente inexistentes. En este sentido, una obra más emblemática sobre el particular lo constituye Crónica de la intervención, de Juan García Ponce, que además de la proverbial cachondería del autor incluye al final del segundo volumen de que consta la obra, ahí sí, una entrañable remembranza de dicho movimiento, que magistralmente se inscribe dentro de una historia a propósito de la Olimpíada Cultural que paralelamente se dio a la deportiva en aquel fatídico año.

La obra de Del Paso versa sobre la vida de Palinuro (piloto de Eneas a la salida de una Troya destruida) y su prima y amante Estefanía. Obviamente, éste nada tiene que ver con aquél, más que de manera simbólica, y por lo tanto es Palinuro de México.

Tal vez Del Paso haya seguido el camino inverso de Joyce y Picasso, quienes partiendo de un realismo entendido por todos arribaron, al final de sus vidas, a sus obras más emblemáticas aunque quizás también las menos leídas, en el caso del primero, y las menos comprendidas, en el caso de ambos. Don Fernando inició en el 66 con José Trigo, que a manera de broma decían que era su Ulises, por lo complicado de su lenguaje y lo complejo de  su estructura. Siguió en el 77 con Palinuro de México y terminó en 1987 con su maravillosa y ampliamente elogiada por mí en la entrega anterior Noticias del Imperio. Por el contrario, Joyce empezó con sus incomparables y bellos Dublineses y Retrato del artista adolescente, siguió con el famosísimo Ulises y terminó con su inabordable e insondable Finnegans Wake. Y así como prometí, después de leer el Ulises de Joyce en inglés, jamás embarcarme en la imposible tarea del Finnegans, a pesar de contar con su formato electrónico, estoy a punto de prometerme, después de leer Palinuro, de tampoco involucrarme con José Trigo. Así pues, también me “saldría de Del Paso”.

Prefiero seguir con el que estoy ahora, Filosofía de la física I. El espacio y el tiempo, de Tim Maudlin, que si bien introduce conceptos complejos como el principio de razón suficiente (PRS) y el principio de identidad de los indiscernibles (PII), por lo menos se contienen, se autodefinen y se explican en el contexto de este hermoso volumen del Fondo de Cultura Económica, no como Palinuro, con el cual resulta imposible acudir a cada instante a Google para entender sobre las centenas, si no es que miles, de conceptos eruditos que el autor introduce, pues resultaría una labor de locos. Pero de dónde sale el prejuicio de que el libro es sobre el 68, o por lo menos mi prejuicio. Lo que pasa es que como leemos poco y mal nos volvemos presa fácil de estos malentendidos, ya sea como receptores o difusores. Por lo pronto, yo no leería una segunda vez esta obra, y si mi “recomendación” contribuye a que siga sin leérsele, ni modo.

Y no soy injusto, sigo insistiendo en que Noticias del Imperio es sublime y me fascinó, pero también creo que Fernando del Paso es autor de una sola obra y que ella le bastó, muy merecidamente, para el otorgamiento del Premio Cervantes en 2015.

miércoles, 14 de noviembre de 2018

De las obscenas comisiones bancarias


El mes pasado (octubre de 2018) Bancomer me hizo un cargo por 475.60 pesos (410 más IVA), pues no mantuve en mi cuenta de cheques un saldo promedio diario de 8 mil pesos durante el periodo. Esto, sin previo aviso, ya que hasta septiembre el requisito era de 4 mil. De inmediato me comuniqué a la oficina del director general del banco, Eduardo Osuna Osuna, y exigí un rembolso por dicha cantidad al no habérmelo advertido BBVA con antelación, y evitar así una engorrosa disputa ante la Condusef. Tomaron nota de mis datos y en un par de días me devolvieron el dinero. Casi al mismo tiempo cancelé mi cuenta, pues no puedo prescindir de 8 mil pesos permanentemente. Me quedé únicamente con mi Libretón de nómina, donde se deposita mensualmente mi pensión.

Es tal el cargo de conciencia de estas entidades por tan usureras cuotas que la comisión anual por tarjeta de crédito en la misma institución, 778.36 pesos (671 más IVA), la difieren a “tres meses sin intereses” sin ni siquiera uno solicitarlo.

Pero que no se piense que son los únicos. El banco por excelencia de la región, Banco del Bajío, tiene una exigencia de dos mil pesos diarios en cuenta de cheques durante el mes para no hacer el cargo de la correspondiente comisión, que si bien es un requisito de la cuarta parte del de Bancomer, nos obliga a mi esposa y a mí a tener cada uno en su cuenta esos dos mil pesos inamovibles. Este banco tiene una opción más “humanitaria”: una cuota mensual de 150 pesos más IVA para evitar cualquier saldo mínimo en la cuenta, lo que se traduce en 2,088 pesos anuales (1,800 más IVA) tirados a la basura.

No se crea que este es el fin de nuestro calvario con estos bancos, ya que para nuestro negocio tenemos con Bancomer una cuenta de cheques para pequeñas empresas, asociada a una terminal punto de venta (TPV), que tiene un requerimiento mínimo de 12 mil pesos diarios de saldo durante el mes para que no nos hagan el cargo de la malhadada comisión de 475.60 pesos mencionada al principio. Además, si no alcanzamos el límite mínimo de ventas a crédito al mes de 25 mil pesos, se nos cobra una comisión de 416.44 pesos (359 más IVA).

Ítem más. La comisión que se nos carga por venta con tarjeta de débito es del 1.75% (más IVA) de dicha venta. Con tarjeta de crédito es del 2.29% (más IVA), y a seis meses sin intereses, la modalidad que nosotros manejamos, tal comisión se eleva a un prohibitivo 10.70% (más IVA), todo esto sin perjuicio de los cargos que por intereses efectúan las instituciones bancarias a los usuarios del crédito.

Todo lo anterior representa típicamente una erogación por nuestra parte de miles de pesos al año, que multiplicados por los millones de clientes de esta voraz banca a lo largo y ancho del territorio nacional se traducen en las decenas de miles de millones de pesos de ganancias que estas sacrosantas instituciones obtienen, legal aunque no legítimamente, de sus cautivos, que no cautivados, clientes.

¿Y todavía hay alguien en su sano juicio que quiera oponerse a su regulación?

martes, 30 de octubre de 2018

Decepción (mea culpa)

Resulta imposible no incurrir en argumentos ad hominem tratándose de López Obrador, pero es obvio que su ignorancia, su deficiente formación académica y profesional, su falta de roce internacional al grado de no hablar otro idioma que el propio, el cual con dificultades balbucea, lo han llevado a tomar decisiones, ¡sin ser aún presidente!, como la cancelación del proyecto de Texcoco y la reforma educativa, la “suspensión” de la reforma energética, la dilución del Estado Mayor Presidencial, la reducción de salarios de la alta burocracia, con los riesgos que ello conlleva, la mudanza de las secretarías de estado y el costo exorbitante en recursos materiales y humanos que esto representa, la venta del avión presidencial, más lo que se acumule durante todo un sexenio que se antoja por demás ominoso aun antes de empezar.

Era imposible seguir con el antiguo régimen del PRIAN, que no representaba ninguna alternativa decente a este “peligro para México”. Simplemente los niveles de corrupción a que se llegó con el gobierno de Peña Nieto lo hacían imposible, por no mencionar las calamidades que también representaron las administraciones de Fox y Calderón, y ni qué decir de las siete décadas de dictadura perfecta.

Por todo lo anterior, voté en las pasadas tres elecciones por la única alternativa que nos faltaba, aunque, siendo honestos, esto no fuera estrictamente cierto ni por asomo, pero, bueno, era imperativo hacerlo, pues un sexenio más como el de EPN hubiera sido aniquilante. Era indispensable una sacudida. Desgraciadamente, el entusiasmo provocado por AMLO y el bono democrático que la ciudadanía le otorgó, rápidamente se están agotando, por lo menos conmigo y millones más de personas que como yo se sienten. El “pueblo es sabio”, pero el gobernante electo es ignorante y soberbio, para nuestra desgracia.

Cuando veo lo que está ocurriendo en los Estados Unidos con el imbécil que los gobierna y que nadie es capaz realmente de plantarle cara, en un país que si de algo se precia es de tener los mecanismos democráticos y de fuerza para hacerlo, me espanta imaginar lo que puede llegar a ocurrir en una nación tropical con un dictadorzuelo de pacotilla.

viernes, 26 de octubre de 2018

Elogio de una "pederasta"

Siempre fui muy llorón. Mi padre recordaba con embeleso cómo dejé una vez a mi madre en calzones en medio de la calle. Fue en el kindergarden donde “estudiaba” y yo salí berreando y corriendo detrás de ella para que no me dejara en esa casa de tormentos, me le prendí de las enaguas, que no era más que una falda ceñida a la cintura por medio de un elástico, y se la bajé hasta las rodillas. ¡Pobre señora!, ya imagino su desesperación, pues yo a esa edad era incapaz de percatarme de nada ni de guardar maldita la cosa en mi memoria para la posteridad, pero mi padre bien que se desternillaba de la risa cada vez que lo relataba.

Mi madre no era muy de manifestar sus sentimientos para con nosotros, mi padre y mis hermanos, en público, vamos, ni siquiera en privado, no porque no los tuviera, sino porque simple y sencillamente no se le daba. De ella heredé esa hosquedad, de la que tanto se quejan los míos hoy en día.

En fin, esa proclividad al llanto y la melancolía a esa edad pudiera explicarse como natural, pero que un güevoncito de siete años bien cumplidos siguiera suspirando con tristeza por su madre en primero de primaria, ya no lo era tanto, y, sin embargo, tal como se los platico. Mi “miss” en el Cristóbal Colón, en las calles de Sadi Carnot de la colonia San Rafael del entonces Distrito Federal, no dejaba de preocuparse y, angustiada, me llevaba a las oficinas de la señorita directora de primero y segundo para desembarazarse del problema.

Y ahí me tienen con esta dama, de no más de 25-30 años de edad, tratando de consolarme: “¿Qué te pasa, mi vida, estás triste?”. Cuando se enteraba que extrañaba a mi mami, se ofrecía a ir por mi hermano, que estudiaba con los “grandes” (tercero a sexto de primaria), al otro lado de la calle, donde, a diferencia de donde yo lo hacía en que laboraban puras “misses”, había solo maestros, mayoritariamente hermanos lasallistas. Y a mí se me iluminaba el rostro y de inmediato daba mi asentimiento.

La directora, enternecida con mi sorpresa y sentada en su sillón del escritorio, me daba unas nalgaditas, me rodeaba la cintura con su brazo, me arrepegaba contra sí y me daba un beso, y yo ya no requería de mi hermano, sino tan sólo que esa miss siguiera queriéndome como no se permitía ni se atrevía a hacerlo mi propia madre. “Bueno, ahorita vamos por él, mi cielo, mientras tanto, a tu salón”, y salía yo rumbo al matadero nuevamente, pero feliz y realizado por la altruista acción de este ángel.

Cuando sabemos que en la actualidad una acción así, que hace 62 años era absolutamente inocua, pudiera ser calificada casi casi como violación, no puede uno menos que lamentarlo. No porque no se esté de acuerdo en que así sea en vista de todos los crímenes que se dan hoy en día y que se daban incluso en la misma época que ahora relato, sino porque nada más ajeno a aquella miss encantadora que hacerme daño y ofrecerme en cambio el pecho de una madre amorosa.

¡He dicho!

viernes, 19 de octubre de 2018

París bien vale una lambada

En mayo de 2003 participé en una trivia de vinos que organizaba un periódico de la capital de la república con motivo del décimo aniversario de su aparición. El concurso estuvo abierto durante dos semanas y media y el ganador sería el que primero hubiera respondido acertadamente todas las preguntas de la trivia. El premio consistía en una visita para dos personas a los viñedos, bodegas y cavas de la compañía vitivinícola de Robert Giraud en Burdeos, Francia. Como yo, auxiliado por Internet, respondí el cuestionario el mismo día de su aparición antes de las doce del día, estaba seguro del triunfo.

En efecto, cuando el 30 de junio mi nombre fue anunciado como el del ganador durante una cata en la enoteca Tierra de Vinos que el diario organizó para los veinte participantes que primero respondieron el test, ello no constituyó sinceramente ninguna sorpresa para mí, aunque sí un enorme gusto para mi esposa y un servidor. El viaje por Air France podría ser tomado por el ganador en la fecha que mejor le acomodara.

Como por ese entonces andábamos involucrados en cuestiones más profanas como el cambio de residencia del Distrito Federal a cualquiera otra ciudad de la república para abrir cualquier tipo de negocio, decidimos posponer el viaje para finales de ese año, y así se lo hice saber al rotativo. Elena, mi esposa, muchísimo más despierta e inteligente que yo, fue la que se encargó de seleccionar el giro de nuestro potencial negocio y encontró así una tienda en León, Guanajuato, que estaba transfiriendo un franquiciante poblano harto de manejarla a distancia. Pues bien, nos mudamos en julio y empezamos a despachar en agosto, y henos aquí, más de quince años después y aún en ello.

Más tarde, le hice saber al matutino de la capital que estaríamos en posibilidades de hacer el viaje México-París-Burdeos a mediados de noviembre, pero la fecha se aproximaba y el diario no daba color, por lo que me vi obligado a enviar un correo electrónico de queja al secretario de Gobernación, Santiago Creel Miranda, bajo cuya égida se encontraba la Dirección General de Juegos y Sorteos, con copia al periódico. Esa misma tarde recibí un telefonazo de la representante del rotativo diciéndome que no era necesario llegar tanto, que al día siguiente recibiría yo por mensajería los pasajes para la fecha seleccionada.

Y así nos embarcamos, mi esposa y yo, en nuestra franco-aventura. Llegamos al hotel cuatro estrellas Edouard VII en el centro de París, donde se tenía una reserva a nuestro nombre por siete noches. Contábamos, además, con la promesa de que al día siguiente se nos harían llegar los boletos de tren París-Burdeos, lo cual, de acuerdo a Murphy, obviamente no ocurrió. Filosóficamente, le dije a mi esposa: “Mira, tenemos toda la semana con hotel pagado en París y un viaje de regreso a México garantizado, ¿por qué no tomamos uno de esos tours nocturnos a lo largo del Sena, ahora sí que con cena incluida, y no armo, como suelo, mayor pancho?”, y nos enfilamos a contratar un par de asientos en la embarcación que nos pasearía por el río Sena, con dos botellas de vino, tinto y blanco, por el mismo precio y, por supuesto, el pipirín.

Pues no solo eso, hasta conjunto musical traía el navío. Comprenderán que, después de una larga travesía y ya con cerca de un litro de vino en la sangre, pues mi mujer, aunque alegre, no bebe tanto como yo, a mí se me antojara bailar la clásica lambada, en aquellos tiempos tan de moda y que en esos instantes interpretaban nuestros músicos, en la exigua pista de baile de la embarcación. Y ahí me tienen, a mí, que no sé bailar ni la perinola y que por elemental vergüenza nunca danzo, dándole rienda suelta a mis más bajos instintos, afortunadamente ante puros extraños, que hasta rueda hacían alrededor de nosotros palmeando al pegajoso ritmo de la lambada y coreando ¡ue, ue, ue, ue…!, como en chilanga posada, pues. Seguro murmuraban entre ellos: “No cabe duda, el que lo trae en la sangre, lo trae”. Y yo, dale y duro al entre perneo, no en balde aquella inmortal creación de una tortería en la hoy Ciudad de México, que se atrevió a bautizar su creación estrella como lambada: pierna, huevo y chorizo. En fin, ¡memorable noche parisina aquella!

Cuando, ya de madrugada, regresamos al hotel, cuál no va siendo nuestra sorpresa de encontrarnos con dos pasajes de tren París-Burdeos-París para esa misma mañana y que alguien había deslizado por debajo de la puerta de nuestra habitación. Ni modo, a medio dormir y a prepararse, sin importar la cruda.

En Burdeos nos recibió el Director de Exportación de Robert Giraud, Francis Unique, que lo primero que nos dijo fue que el día anterior nos hubiéramos sentido muy importantes pues, como nos esperaban desde esa fecha, se la pasaron voceándonos por el altavoz un buen rato.

Y a conocer el châteaux de Giraud, con viñedos, bodegas y cavas incluidos. ¡Qué interesante y qué suprema belleza! Fue impresionante ver en las cavas botellas con, literalmente, siglos de añejamiento y que han sobrevivido a guerras y personajes históricos, como Napoleón. “De la calidad del contenido de esas botellas, yo no me responsabilizo”, nos sentenció Monsieur Unique. Cuando andábamos en esas, entró una llamada ¡para mí! al móvil de Francis. Era la representante del periódico de México que quería saber cómo nos la estábamos pasando. De maravilla, le dije, no tengo queja. Me comunicó que nos mandarían a un hotel de categoría superior al Edouard VII, en París. “Pero si estamos muy a gusto en éste y además ya está pagado”, protesté. “También el otro y estarán mucho mejor. Que disfruten mucho su viaje”, me respondió, sin más.

Al día siguiente, Francis nos llevó a comer a un restaurant gastronomique en plena campiña francesa, el Au Sarment (33240 Saint Gervais), el mejor en el que he estado en toda mi vida, hasta la fecha. ¡Qué delicia!

De regreso en París, comprobamos que nuestro ángel guardián en México no se había equivocado: el nuevo hotel era simplemente sensacional, y todavía nos quedaban un par de noches. Así que tuve una nueva ocurrencia: “Oye, Elena -le dije a mi esposa-, ya que no hemos gastado casi nada, excepto la bacanal en el Sena, ¿y si hacemos reservación en el famosísimo Restaurant de la Tour d’Argent, ahí donde te dan hasta el certificado de nacimiento o defunción del patito al orange que te estás refinando?”.

Y ahí vamos los esnobs, rumbo al despelucadero, pues aquí estoy viendo el ticket de consumo que aún conservo y que reza en su total ¡356 euros!, y nada que ver con el Au Sarment que les acabo de comentar. Lo verdaderamente memorable resultó cuando le pedimos al mesero que nos tomara una foto en la mesa con una cámara ¡desechable! Ni modo, los celulares no eran por entonces de uso tan generalizado, pero sí noté que de otras mesas emitían unas risitas furtivas y burlonas. Pero aún más lo resultó cuando se desató una tormenta pavorosa y típica de París, a tal grado que apagaron las luces del restaurante para que mejor pudiéramos apreciar la magnitud y belleza de los relámpagos. La catedral de Notre Dame, visible desde nuestra mesa, lucía esplendorosa y les juro que pude ver en un momento dado a Quasimodo desplazándose por sus corredores.

De regreso a México, me leí de un tirón en la aeronave Eugenia Grandet, de Honorato de Balzac. Me resulta incomprensible cómo el padre de Eugenia, Félix, individuo mezquino, avaro y miserable, evitó que durante su juventud ésta conociera un país tan esplendoroso como Francia, no porque lo diga la novela explícitamente, pero si hasta las necesarias velas para la iluminación le escatimaba por las noches, qué se podía esperar de otras experiencias más mundanas. Afortunadamente, Eugenia, sin volverse tampoco manirrota, pudo superar estas deficiencias de alma de su padre y le dio un uso más generoso a la fortuna heredada. Balzac no hace más que describir una situación mucho más generalizada de lo que imaginamos.

miércoles, 10 de octubre de 2018

Todo un personaje

Ya he relatado en ocasiones anteriores cómo las correrías de mi padre en el turismo y en la embajada de los Estados Unidos lo llevaron, y aun diría yo nos llevaron, a conocer y tratar a grandes personalidades, la menor de las cuales no es, por cierto, el mismísimo Secretario de Estado, en su momento, Henry Kissinger. Mi padre era una persona humilde y generosa, pero ello no obstó para que incluso este personaje se haya despedido de él diciéndole: "Señor Gutiérrez, cuando crea que pueda ser de utilidad para usted, no dude en contactarme". Esto no me lo platicó don Nicolás, sino que yo  fui testigo cuando se lo dijo una vez que lo hubimos dejado a buen resguardo después del Partido del Siglo, Italia-Alemania, en el mundial México 70 y, como recordarán, ya con unas cervezas de más Mr. Henry y yo.

Y casi lo mismo podría decirse de los astronautas de la Apolo 11, Neil Armstrong, Michael Collins y Edwin Buzz Aldrin, o de la secretaria particular de Jackie Kennedy, o de Sukarno, el primer presidente de una Indonesia independiente, o del legendario pitcher de los Dodgers de Los Angeles Sandy Koufax, ganador de tres premios Cy Young por decisión unánime (el primero en obtenerlo así y cuando el galardón era uno por toda la MLB y no por cada liga, como lo es ahora), o de los también legendarios Oliver Hardy y Stan Laurel, popularmente conocidos como el Gordo y el Flaco, o de Leo Carrillo, el súper famoso Pancho de la no menos conocida serie de televisión Cisco Kid, o de alguna Miss Universo cuyo nombre ya no recuerdo ahora, o de la Princesa Caramelo, que "inmortalicé" en algún relato anterior. En fin, de muchos de estos personajes conservé autógrafos que mi padre conseguía para nosotros, la gran mayoría de los cuales ha desaparecido con el tiempo, como lo han hecho quienes los plasmaron en papel.

Mi padre relataba con enorme placer y orgullo cómo Stan Laurel, el Flaco, lo complacía cuando le pedía que parodiara para él el famoso llanto que lo hizo tan popular en las pantallas, y cómo le pidió a Leo Carrillo, Pancho, que le enviara un saludo a sus hijos (nosotros) la noche que lo fuera a entrevistar Paco Malgesto en la televisión mexicana. Y ahí tienen a Paquito inquiriendo a Pancho si sabía hablar español, y él respondiendo: "Claro, me lo han enseñado mis amiguitos Coco, Ruly y Ceci, hijos de Nick, que me trajo a este estudio", o sea, mis hermanos y yo. Y ahí nos tienen a todos, incluida mi madre, desternillándonos de risa, producto de la pena y la emoción, ante el aparato televisivo por semejante osadía.

Con todo, nada se comparaba con la monumental responsabilidad asumida por mi padre a petición del Presidente de México Gustavo Díaz Ordaz durante la visita a nuestro país de Lyndon B. Johnson en 1968, una vez pasados los eventos protocolarios y cuando las familias de ambos presidentes se encontraron departiendo amistosamente en un salón de Los Pinos, ¡pero sin intérprete oficial! De inmediato Díaz Ordaz solicitó que se buscara a alguien, y no encontraron a nadie mejor que don Nicolás, que se hallaba ahí para la ocasión coordinando todo lo que tenía que ver con los traslados de Johnson y su familia en México. Mi progenitor se puso nerviosísimo, pues eso de ser intérprete "oficial" en un evento familiar al más alto nivel, literalmente, durante un encuentro binacional entre México y Estados Unidos, jamás lo hubiera soñado en su vida ni en toda la eternidad.

Una vez que hubieron presentado a mi padre con el Presidente Díaz Ordaz y percatándose éste del nerviosismo de Nick, le suplicó: "Don Nicolás, no se ponga usted así, esto es solo una charla informal, de familia, donde no se tratará ningún asunto de Estado, así que ánimo, no nos haga usted quedar mal".

El momento previo quedó inmortalizado en la foto que les adjunto, que apareció en la prensa de aquella época y donde mi padre es fácilmente identificable como el caballero de lentes que aparece justo a unos pasos del respaldo del asiento donde se apoltronó Lyndon B. Johnson, que aparece junto a su esposa Lady Bird Johnson, su hija Linda Baines Johnson (acuérdense que todos tenían que ser LBJ, para no desentonar con su rancho, así llamado, en Texas) y el propio Díaz Ordaz.

¡Gracias por estos hermosos recuerdos, Padre mío, tú sí que fuiste todo un personaje!

viernes, 28 de septiembre de 2018

"¡Nosotros somos sus fans!"

Mis fans, aunque no me refiero precisamente a los chavos de los tecnológicos regionales que participaron el miércoles pasado en el Evento Nacional Estudiantil de Innovación Tecnológica (ENEIT) que se llevó a cabo en el hotel Real de Minas de León, Guanajuato, y al que fui invitado como jurado por un conocido mío. Más bien este encuentro, donde se presentaron a concurso diversos proyectos en distintas áreas del saber tecnológico, hizo patente la ingente brecha generacional que se ha abierto desde que yo tenía la edad de estos jóvenes hasta nuestros días. En aquel entonces (1975) iniciaba mi vida profesional en IBM lidiando con enormes mastodontes computacionales, de toneladas de peso, y que disponían de una memoria real (random access memory, RAM, hoy en día) de ¡128 kilobytes!, pero que eran suficientes para correr todos los procesos de los grandes bancos de la época. Ya después vinieron máquinas de 256 y 512 kilobytes, y el gran salto, que constituyó todo un acontecimiento, a la primera computadora de un mega (1,024 kilobytes), que era ya incluso capaz de llevar a cabo procesos en línea, esto es, en tiempo real.

Pienso ahora en esos elefantiásicos entes como los asustados seres que se dejan intimidar por los minúsculos instrumentos del tamaño de un ratón, llamados teléfonos celulares, con capacidades en memoria no de megas, sino de gigas, es decir, miles de veces aquel mega del que tanto alardeamos hace más de 40 años, y con posibilidades de cómputo igualmente multiplicadas por factores inimaginables. Yo me inicié en esto de los celulares hace apenas un par de años y más que nada obligado por mi banco, pues es ya el único medio de manejar los códigos de acceso. Claro, ya que lo tengo, lo utilizo para las más cosas que puedo.

Pues bien, ahí nos tienen al poco más de medio centenar de jurados divididos en grupos de tres para evaluar, cada uno, alrededor de diez proyectos. A mi grupo le tocó calificar el desarrollo de aplicaciones (Apps) para móviles. Los chavos nos presentaban su producto, nosotros les hacíamos preguntas, que ellos respondían de la mejor manera posible, y terminábamos haciéndoles recomendaciones para sus desarrollos. Por todo lo dicho anteriormente, comprenderán ustedes que yo estaba un tanto al margen de la jugada, con jóvenes entusiastas platicándonos de los más diversos proyectos, desde el control de productos agropecuarios, hasta el diseño de ropa a la medida, pasando por software para empresas turísticas, herramientas para el estudio de los astros, hasta el control de la industria apícola. ¡Qué vitalidad y qué interesante! Se contagiaba uno de su emoción. Una cuarta etapa de la sesión consistía en la demostración en vivo, en los distintos stands de los participantes, de su producto.

Y yo, aunque no tan calificado como los estudiantes ni como mis dos compañeros de  jurado, después de más de 20 años en IBM a fines del siglo pasado, tampoco estoy tan descalificado como para evaluar las bondades o carencias de un desarrollo tecnológico. Gocé todo el proceso intensamente. Fue curioso, pero como indudablemente un servidor era el más veterano de todos, ahí nos tienen en los pasillos atiborrados donde se ubicaban los stands, con el paso incesante de personas, y a alguien ofreciéndome asiento para que estuviera más cómodo. Más que ofendido, me sentí halagado y, por supuesto, rechacé el ofrecimiento. Y otra vez, al final del día, al momento de capturar nuestras evaluaciones de los distintos proyectos en la computadora, alguien acercándoseme y preguntando si requería de ayuda para introducir la información. De nuevo, rechacé caballerosamente la gentil oferta. Tiene sus ventajas pertenecer al Inapam, además del pago de un porcentaje mínimo de predial y el descuento de 50% en el transporte foráneo.

No obstante, esta mañana obtuve una satisfacción que compensa cualquier impresión que uno pudiera ofrecer en contrario. Durante mi corrida matutina de cada tercer día en un circuito ex profeso cerca de la casa, un caballero septuagenario, con el que ya antes me había cruzado, me inquirió mientras lo hacía que qué edad tenía yo; 69, le respondí a voz en cuello, y ya al final, en la vuelta de enfriamiento, el mismo caballero, pero acompañado de su esposa, me volvió a preguntar por mi edad y el número de vueltas que le daba al circuito. Diez, le respondí, y la mujer se unió entusiastamente a la plática para, después de algunos elogios, animarme: “¡Nosotros somos sus fans!”. Ya anteriormente un chavo, que se desesperó de verme dar vueltas como mayate, se me plantó enfrente y me hizo la misma pregunta: ¿Pues cuántas vueltas da usted? “Diez, mi estimado, diez”.

Es una de las pocas cosas que creo hacer bien en la vida, no en balde llevo en ello casi 40 años, con mi máximo orgullo el 2:53:43 en el 92 maratón de Boston, el lunes 18 de abril de 1988, Día del Patriota, y que me mantiene en buena condición física hasta la fecha, no así mental. Como siempre he dicho, excelente hardware corriendo un pésimo software.

Por cierto, acabo de leer una maravillosa frase de Philip Roth, a propósito de nada, en su fascinante novela El teatro de Sabbath: “… la vida es futilidad, una experiencia terrible, pero lo realmente importante es la lectura.”. ¡Qué divino, totalmente de acuerdo!

viernes, 21 de septiembre de 2018

Estoy borracho...

... y escribo este artículo en la víspera de mi aniversario de bodas 29 con la dulce Elena. Comíamos, ella y yo solos en la casa, y le comentaba que poco antes me había sentado frente a la computadora para escribir algo, pero no tenía idea ni qué, aunque después de una botella de merlot (entre los dos, por supuesto), las ideas se aclaran, y lo que antes era apenas un atisbo sobre la futilidad de la existencia, se vuelve, así, un argumento sólido e incontrovertible.

Y es que, en efecto, pienso que el solo bochorno de la muerte nos debería llevar a pensar en la futilidad de la vida. Digo esto en base a la tragedia reciente que acaba de sufrir mi esposa con la pérdida dramática de su mejor amiga, o la experimentada por mí mismo en la persona de mi padre y su agonía de casi nueve años, cuadrapléjico y en cama, pero, sobre todo, por el magistral relato que hace Philip Roth de los últimos tiempos en la vida de su padre, aquejado de un tumor “benigno” en el cerebro, que de cualquier manera crecía e iba afectando su calidad de vida. Todo esto nos lo relata el laureado escritor norteamericano en su conmovedor libro Patrimonio / Una historia verdadera.

Ahí nos describe Roth cómo se tuvo que prodigar para hacer menos miserables los últimos años en la vida de su padre, una vez que le hubieron detectado el tumor. El señor, un exitoso agente de seguros que llega a ser responsable de toda una región en la compañía para la que trabajaba, es consciente de su mal y, ya viudo, trata de sobrellevarla conociendo incluso a otras damas, principalmente una, de la que se podría decir que se hace pareja.

Philip sufre, tanto o más que su padre, por todas las peripecias que les toca vivir juntos como consecuencia del mal que aqueja a éste. Me impresionó, más que nada, el pasaje en el que su padre, ya medio inválido y constipado de toda la vida, no alcanza a llegar al baño y desperdiga toda su porquería por donde va pasando hasta salpicar incluso los cepillos de dientes. Y ahí tienen al bueno de su hijo haciendo tras de él la limpieza de todo, incluidas las uniones de los mosaicos en el piso con los cepillos así inutilizados, aunque confiesa que ésta en particular resulta ser una misión casi imposible.

En fin, para no correr el cuento largo y después de que acordaran que el señor no se sometería a ninguna intervención invasiva para extirpar el tumor, se llega al momento de determinar qué hacer cuando el padre no pueda decidir ya por sí mismo el curso de lo que resta de su vida. Alguien le recomienda a Philip la alternativa legal de la voluntad anticipada en la que tanto él como su hermano mayor pudieran tomar la decisión sobre la acción a seguir en un momento dado, pero Roth no se atreve a planteársela a su padre, hasta que, armado de valor, se para frente a él y se lo propone. La sorpresa de aquél fue grande cuando éste, como buen agente de seguros y muy quitado de la pena, le respondió: “Claro, ¿dónde firmo?”.

Por ese entonces, a Philip le viene un padecimiento cardiaco después de una sesión de natación y requiere de un cuádruple bypass de emergencia. Su padre, ya en total postración no es informado, pero cuando del New York Times llaman al hospital para saber del estado de salud del famoso escritor, Roth se da cuenta del peligro de que el señor, fanático de ese diario, se entere indirectamente del mal de su hijo que, por otro lado, se siente feliz, “como la madre que alimenta a su bebé recién nacido”, dice, después de que sus arterias han sido liberadas y su corazón puede absorber libremente toda la sangre que necesita para su cabal funcionamiento. Como el recién nacido que mama, pues.

Entonces procede a informárselo personalmente a su padre, quien llora desconsoladamente al percatarse que ya no es de ninguna utilidad para sus hijos (suena más enternecedor en inglés: children).

Y así se llega al dramático desenlace de la historia. El señor Roth, con problemas respiratorios serios a causa de su mal, a punto de empezar a ser alimentado mediante una sonda directamente conectada a su estómago y quizá no siendo ya consciente del todo, requiere que su hijo menor y muy querido, por ausencia del mayor, tome la decisión que más convenga de acuerdo a lo estipulado en su voluntad anticipada. Así, Philip Roth se acerca a su padre y, lloroso, lo abraza y le musita cariñosamente al oído: “Papá, te voy a tener que dejar ir”.

Que conste, cuando hube terminado este artículo, ya estaba yo sobrio al diez por ciento y, después de releerlo, me pareció digno como para que otros lo lean, aunque mañana, mero día de nuestro aniversario de bodas, tendrá que correr la segunda botella de merlot, desde luego, pero esta vez en el restaurante al que he de llevar a mi esposa para la celebración plena de nuestro aniversario. A ver si así surge alguna otra idea.

martes, 11 de septiembre de 2018

Francés soberbio

Suena a pleonasmo, pero la alternativa, Un francés soberbio, aún peor, podría sonar a excepción. En fin, eso es lo que es Emmanuel Carrère: un soberbio, y si no, juzguen ustedes cuando el escritor afirma, “temeroso”, que él tampoco cumple con el mandato con el que Jesús invita al joven rico a abandonarlo todo y seguirle. Asevera Carrère: “Soy rico, talentoso, elogiado, tengo mérito y soy consciente de mi mérito: ¡por todo esto, ay de mí!” ¡Pobre! Insisto, ¡soberbio! Previamente, había afirmado ya que es inteligente. Únicamente le faltó añadir que, para ser perfecto, sólo le resta ser modesto.

Ello consta en su aclamado y fascinante libro El Reino (“página” 67%, ubicación 4740 de mi copia electrónica), que, junto con el resto de su obra, le valió el Premio FIL (Feria Internacional del Libro de Guadalajara) de Literatura 2017. El libro es un recuento de experiencias personales del autor y de los primeros años del cristianismo, que se centran, aunque no exclusivamente, en las magnéticas personalidades de los discípulos de Cristo Pablo y Lucas y sus apasionantes correrías a lo largo de la segunda mitad del siglo I de nuestra era, en pleno Imperio Romano, del que también se ocupa prolijamente.

Habiendo cursado mi educación básica, media y media superior en planteles confesionales de la Ciudad de México, esto me sonó a un interesantísimo repaso, claro que, dado mi actual agnosticismo, leído ya sin las angustias que me atormentaban en aquel tiempo, y con un placer sin igual, pues Carrère de verdad entró a un estudio profundo de la época o, como él mismo dice, se sobó el lomo de lo lindo, esfuerzo que mi ateísmo hace ver como una maravilloso novela histórica, ya que los personajes ahí involucrados existieron todos, aunque sin zarandajas de resurrecciones, milagros y chabacanerías por el estilo.

El autor, después de haber recibido una educación religiosa forzada, sin convicciones y descreída, como la mía, se convirtió realmente al cristianismo en su edad adulta gracias a una “revelación”, que él ubica en Le Levron hace más de veinticinco años y la atribuye a la “palabra misteriosa” de San Juan: “En vedad en verdad os digo: cuando eras joven tú mismo te ceñías la cintura e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te la ceñirá y te llevará a donde tú no quieras.”. Llegó, así, al extremo de la mojigatería (iba a misa y comulgaba todos los días, y confesaba sus pecados con regularidad), sólo para volver a dudar nuevamente, renegar de la Resurrección de Jesús y declararse agnóstico de tiempo completo, profundamente avergonzado de su gazmoñería previa. Esto no le impide admirar a Jesús, el personaje histórico, y tener en mucho sus enseñanzas, y la simplicidad, originalidad y poesía con que las transmite.

Carrère intenta una mínima recopilación de estas enseñanzas y concluye que “el que habla es un hombre, sólo un hombre, que nunca nos pide que creamos en él, sino únicamente que pongamos en práctica sus palabras.” Y agrega: “Pero no haría falta empujarme mucho para hacerme decir que, incluso sin creer en él, se puede extraer de esta recopilación lo que el apologista Justino, en el siglo II, llamaba ‘la única filosofía segura y provechosa’. Que si existe una brújula para saber si se toma o no una ruta falsa en cada instante de la vida, aquí la tenemos.”

Todo lo anterior justifica la frase de los guardias que apresaron a Jesús: “Nunca ha hablado nadie como este hombre.”

Si se me permite un punto de vista personal a propósito de lo afirmado hasta ahora, creo firmemente que todo en esta vida debiera reducirse a un único mandamiento de sólo cuatro palabras: no jodas al prójimo. No que yo lo cumpla, conste, pero debiera. De ahí en fuera, uno puede hacer con su vida lo que le plazca, hasta joderse a sí mismo, ¡sublime libertad!

No hay desperdicio en afirmar que el soberbio (magnífico) libro del francés soberbio (vanidoso) resulta ampliamente recomendable, y el cual Carrère se atreve a finalizar así: “Lo he escrito entorpecido por lo que soy: un hombre inteligente, rico, de posición: otros tantos impedimentos para entrar en el Reino. Con todo, lo he intentado. Y lo que me pregunto en el momento de abandonar este libro es si traiciona al joven que fui, y al Señor en quien creí, o si, a su manera, les ha sido fiel.

“No lo sé.”

Yo tampoco, primordialmente por la auto vociferada “humildad” de don Emmanuel.

domingo, 26 de agosto de 2018

Muerte por encargo

No fue fácil encontrar a un sicario. Después de mucho batallar en un mundo para mí ignoto y de contratarlo por medio de interpósita persona, lo tenía finalmente ante mí para ultimar los detalles del encargo.

 - Se trata -le dije-, de ejecutar a un hombre que me ha hecho la vida imposible desde hace bastantes años, provocándome malestares y depresiones sin fin.

- Para eso estamos, jefe –respondió el matón-, pero si me permite el atrevimiento, yo no hubiera permitido que durante tanto tiempo me hicieran la vida imposible, ¿por qué no se encargó usted personalmente del asunto desde antes o no lo intenta ahora que ha acumulado el suficiente rencor?

- No, te equivocas –le respondí casi de inmediato-, no hay rencor, y en cuanto a realizarlo yo por mi propia mano, no puedo, no tengo los cojones necesarios, vamos, soy un cobarde. Además, si fallara, este individuo sería capaz de cobrárselas todas juntas y hacer de mi vida sobre la Tierra un infierno aún mayor por el resto de mi existencia. Por ello, por la falta de rencor y por la peligrosidad del individuo, te pediría que tu trabajo fuera rápido y efectivo, sin mayor sufrimiento para él, no tiene caso. Lo que más quisiera yo en esta situación es evitar la venganza, con que lo elimines de la faz del mundo es suficiente.

- Me queda claro, patrón –estuvo de acuerdo el mercenario-, pero esta es una chamba muy delicada, por lo que el individuo tiene que ser identificado inequívocamente y sus patrones de movimiento y conducta perfectamente determinados, máxime si, como usted mismo dice, es de la más alta peligrosidad.

- No te preocupes –concluí aliviado-, esa es la parte más sencilla de todas, pues lo tienes frente a tus ojos: soy yo.

- ¡No mame, patrón –se sorprendió el esbirro, abriendo desmesuradamente los ojos y arqueando otro tanto las cejas-, cómo cree que me lo voy a cargar a usted!

- Porque eres un profesional –lo refuté con firmeza-, y porque te he pagado generosamente y por anticipado el trabajo.

- ¡Muy bien! –respondió con orgullo el maleante, animándose de nuevo y ya sin ninguna reticencia-. Únicamente habría que acordar el lugar y la fecha.


Y aquí me tienen, esperando el día y la hora, que sólo mi verdugo y yo conocemos con toda precisión.

(Este texto, manuscrito y signado, fue encontrado entre las ropas del hombre asesinado ayear a las afueras de la ciudad. No se tienen pistas del autor material del crimen; en cambio, se ufanan las autoridades, las del autor intelectual son contundentes e incontrovertibles, lástima que este ya no pueda declarar, pues murió instantáneamente.)

miércoles, 22 de agosto de 2018

Consignas

-  La guerra es la paz

- La libertad es la esclavitud

- La ignorancia es la fuerza

Más que consignas del Partido del Gran Hermano en la esplendorosa novela de George Orwell 1984 (1949) parecen las de un siglo XXI ya algo entrado en años. Y si no, con respecto a la primera, cómo juzgar entonces la decisión de Felipe Calderón el 11 de diciembre de 2006 de lanzarse a la guerra contra el narco pensando que con ello traería la paz a un país dividido por la controvertida elección que lo elevó fraudulentamente al Poder, y con tan catastróficos resultados hasta nuestros días. O cómo juzgar la oposición al indulto/amnistía (perdón y olvido) a quién sabe quién que propone López Obrador en este 2018, cuando resulta mucho más conveniente seguir inmersos en dicha guerra para no pensar en minucias como la educación, la salud, la corrupción, la pobreza, la desigualdad o el crecimiento económico.

Igualito que en la novela de Orwell, donde una hipotética Londres enclavada en Oceanía se la pasa en guerra continua ya no se sabe contra quién, si contra Asia Oriental o Eurasia, da lo mismo, pues algunas veces se dice que es contra la primera y otras contra la segunda, lo importante es que la gente esté más ocupada en ello y deje de pensar en sus problemas. ¡Maravilloso paralelismo!

Y qué decir del segundo eslogan, la libertad es la esclavitud, en esta época imbécil de redes sociales, donde cualquiera se siente en “libertad” de ofender a quien se le dé la gana con los peores epítetos y calificativos, en mayúsculas y con repulsivos y vomitivos sintaxis y errores ortográficos. Pero ellos se creen muy libres, no se percatan de que Cambridge Analytica se está robando toda su información personal y poniéndola a subasta en un muy moderno mercado de esclavos. Tan imbéciles como sus comentarios resultan estos insufribles depredadores. ¡Soberbio presagio de Orwell! Así como el Gran Hermano vigila en todo tiempo y lugar a sus oprimidos súbditos, no importando qué tan libres se pudieran sentir ellos en un momento dado.

En este sentido, es magistral la descripción sobre cómo el héroe de la novela, Winston Smith, y su amante Julia creen haberse topado con un miembro subrepticio de la disidencia (Hermandad)  hacia el Gran Hermano en la persona del funcionario O’Brien. Éste les hace creer, en efecto, que es un miembro encubierto y poderoso de tal Hermandad y, para demostrárselos, apaga temporalmente las pantallas que los vigilan para que ellos puedan explayarse y pasar a formar parte de la multicitada Hermandad. ¡Craso error! A partir de ese momento se les apresa y se les hace objeto de un sofisticado lavado de cerebro que incluye desde los más crueles tormentos, que el lector mismo siente en carne propia, hasta otros más “amigables”, pero todos destinados a la “conversión” de los “infieles”.

Por último, arribamos al eslogan que mejor podría calificar a la época actual: la ignorancia es la fuerza, y cuyo representante paradigmático no podría ser otro que el Gran Imbécil (en contraposición con el Gran Hermano) que “gobierna” Estados Unidos,  y que ha hecho de ésta, la época de la pos verdad, de las noticias falsas (fake news) o de la verdad alternativa. Resulta embelesador enterarse de que la profesión de nuestro héroe, Winston Smith, en 1984 es la de reescribir las noticias del Times de épocas anteriores para hacerlas coincidir con la doctrina del Gran Hermano, habiendo sido así como se enteró de que en tiempos pretéritos había habido disidencia, incubándose en él el gusanillo que lo lleva a descubrirse ante O’Brien.

El final de la novela es por demás aleccionador y espeluznante: a Winston Smith, después de haber sido sometido a un lavado de cerebro exitoso, pues nadie más convencido que él del sistema del Gran Hermano, le sorrajan los esbirros de éste un disparo en la nuca, para que no se diga que no murió convencido de aquello en lo que creía. ¡Genial!

1949 = 1984 = 2018. Años de publicación y época actual, y un promedio aritmético casi perfecto; 69 en total, mi edad, ¡ya estoy muy viejo!