jueves, 28 de noviembre de 2019

Aniversario luctuoso

Quiero destacar  algunos aspectos autócratas, megalómanos, egocéntricos y autoritarios de Andrés Manuel López Obrador en su primer aniversario en la Presidencia de la República. Cómo olvidar su flamígera y “autorizada” condena de Hernán Cortés por acontecimientos ocurridos hace 500 años al llamarlo el primer delincuente electoral por autoproclamarse alcalde, según él, apenas hubo desembarcado en nuestras tierras, y también pionero en corrupción por haber despojado de sus tesoros al emperador Moctezuma. No nos vienen mal sus lecciones de “historia”. México lleva doscientos años de ser independiente y este sujeto sigue viviendo con traumas de hace medio milenio.

¿Y cómo calificar la presentación a la prensa durante una mañanera de su panfleto Hacia una economía moral, contraviniendo toda norma ética para sacar un beneficio personal de la explotación sin recato de su alta investidura? ¿Quién más en este país puede gozar de semejantes ventajas para promoverse desvergonzadamente ante todo mundo?

La celebración, durante otra mañanera, de su propio cumpleaños diciendo que ya andaban a esa hora los mariachis por los pasillos de Palacio entonando Las Mañanitas para festejarlo, no tuvo desperdicio. Pero cuando añadió que otros dos personajes muy admirados por él eran también del 53: Miguel Hidalgo, de 1753, y José Martí, de 1853, su egolatría no conoció límites, para enseguida añadir: “Me rayé, ¿vedad?”, dando paso a esa risotada ahogada y autocontenida tan suya, y concluir: “Magínense” (sic), pues literalmente así solicita nuestro héroe a su audiencia que haga junto con él un ejercicio de imaginación. Incurre continuamente en semejante barbaridad, y en otras muchas, que de tanto exponerse son ya proverbiales. Muchos no toleran ni verlo ni escucharlo, yo paradójicamente lo disfruto para detestarlo cada día más.

¿Y qué me dicen de la güeva que le daría recibir al poeta Sicilia? No lo dijo con ese término, pero estoy seguro que lo pensó y lo trocó por el más políticamente correcto “flojera”. ¿Ese es el respeto que le merece un reconocido defensor de los derechos humanos al Presidente de todo México? ¡Qué pena!

Pero su máximo desliz autoritario, la cancelación del aeropuerto de Texcoco y su sustitución por el de Santa Lucía, apenas ahora va cobrando su verdadera relevancia al surgir la pregunta: ¿y cómo nos vamos a desplazar a dicho aeropuerto?, independientemente de los reconocidos otros inconvenientes y que han sido desmenuzados hasta la saciedad por máximos expertos en ingeniería e inversiones. Desplazamiento no solo entre aeropuertos, sino el independiente de cualquier transbordo. ¿Será necesaria la construcción de un tren interurbano que facilite tal movimiento, haciendo que el caldo resulte más caro que las albóndigas y sin derechos de vía a través de una zona densamente poblada?

Sugiero que nuestro personaje mejor se deje adornar por la gente que lo idolatra con colguijes de todo tipo, como acostumbra durante sus giras los fines de semana, le pongamos un poco de heno en los pies y lo exhibamos en uno de tantos establecimientos comerciales a lo largo de la temporada que hoy inicia.



jueves, 21 de noviembre de 2019

Cafre al volante

Cuando en 1971 estudiaba en la Facultad de Ciencias de la UNAM en el Distrito Federal, salía yo de mi casa en la colonia Clavería de la delegación Azcapotzalco a las seis en punto de la mañana y me enfilaba a toda velocidad en mi democrático vocho rumbo al sur de la ciudad, tal ha sido siempre mi obsesión con el tiempo. No era inusual que debido a las altas velocidades alcanzadas a esas horas, ya fuera por el periférico o por Insurgentes, llegara al estacionamiento de la facultad incluso antes de las 6:30 ¡a mi clase de siete! Como ni la biblioteca estaba abierta a esas horas, me quedaba estudiando en el coche.

Un día, sin embargo, circulando a toda prisa por Insurgentes, se me emparejó en un semáforo una destartalada camioneta sedán de tiempos inmemoriales que semejaba un viejo tanque de guerra, hasta oxidada lucía. Como ya me venía cazando desde calles atrás, emprendimos a partir de ahí una fiera lucha para ver quién ganaba. Mi coche era de modelo reciente, pero ¡ah cómo batallaba para emparejársele a la tanqueta!, que jalaba a una velocidad impresionante. De repente, en una esquina, vi la oportunidad dorada de sacar una ventaja definitiva a mi rival en una luz de tránsito que estaba por cambiar al rojo, pero un desalmado que circulaba por el carril contrario quería dar vuelta en U en el referido lugar. Al ver éste que yo ya no iba a poder frenar, se fue metiendo poco a poco no para lograr su propósito, sino para obligarme a virar abruptamente para evitar un encontronazo con él.

La velocidad que había alcanzado era tal que el mínimo movimiento hacia la derecha que hice con el volante provocó que mi coche coleara, lo que me obligó a volantear hacia la izquierda, y ya imaginarán ustedes el zigzagueante descontrol del automóvil, que terminó por volcar sobre su costado derecho, momento en el cual lancé un desgarrador “¡Mamá!”, y no sé cómo el auto volvió a quedar de pie. Muerto del susto y la desesperación, volví a poner el coche en marcha y traté de moverlo, pero fue imposible, pues todo el costado derecho, incluidas las ruedas, estaba inservible. Lo moví lentísimamente hasta estacionarlo en batería enfrente de un invernadero cerca del Sanborns de San Ángel. Para mi sorpresa, se estacionó junto a mí la tanqueta con la que poco antes había entrado en liza. Su conductor me inquirió que por qué iba tan rápido, que él tenía necesidad de hacerlo porque iba a no sé dónde, pero que yo parecía estudiante y que para clase de siete no eran aún ni las 6:30, que si iba a la universidad, que subiera a su camioneta y me daba un aventón.


Todavía en shock y como autómata subí a su vehículo después de tomar mis libros y me dejé llevar hasta justo enfrente de la torre de Rectoría, sobre Insurgentes, donde me apeé de su camioneta después de agradecerle el traslado y emprendí el camino rumbo a la facultad, cruzando el extensísimo prado que va de la Biblioteca Central hacia la Torre de Ciencias. Iba temblando como perro en busca de la ayuda de algún compañero, pero todavía era muy temprano. Entré al salón, fueron llegando algunos compañeros, ninguno de mi entera confianza, e hizo su aparición el maestro de Métodos Numéricos ¡y dio comienzo la clase! Como gozaba del aprecio del profesor, éste me hizo pasar al pizarrón para resolver un problema que había quedado pendiente la clase anterior. Puso borrador y gis en mis manos y me dijo: “¡Pero no se ponga usted así, mire nada más cómo está temblando! Va a ver que sí puede”. De los nervios, quebré la tiza, escribí como pude y se acabó el tormento. “¿Ya ve cómo no estaba tan difícil?”, concluyó el catedrático, obviamente ignorante de todo.

Cuando terminó la clase, le expliqué a uno de mis mejores amigos lo que había pasado. Sorprendidísimo e incrédulo, se ofreció a llevarme en su coche hasta donde había quedado el mío. Comprobamos que la policía no pudiera detectarlo y que, en efecto, el auto no podía moverse. En aquellos lejanos años, lo usual era que los coches no estuvieran asegurados, y yo me apegaba estrictamente a la “norma” en este sentido.

Insensible y estúpidamente, procedí a llamarle en ese momento a mi pobre madre desde un teléfono tragamonedas para informarle que me había volcado en Insurgentes. Enseguida noté el cambio en el tono de su habla y en su respiración, y con el corazón palpitándole aceleradamente me preguntó con un hilo de voz que cómo estaba, que dónde estaba, que cómo era posible que hasta entonces me estuviera comunicando. Ella, que en Dios creía y en mí adoraba. Cuando me di cuenta de mi idiotez, hice todo lo que estuvo a mi alcance para asegurarle que no tenía de qué preocuparse, que ya hasta a clase de siete había asistido, que inmediatamente le telefonearía a mi padre a la embajada americana para que enviara a uno de sus choferes por el coche. Así lo hizo y al pobre hombre le tomó dos horas trasladar el auto a vuelta de rueda hasta el taller donde arreglaban los vehículos de la representación diplomática.

Cuántos sinsabores de este tipo no habrán contribuido para que la vida de mi abnegada madre se extinguiera “prematuramente” a la edad de 70 años.

viernes, 15 de noviembre de 2019

Tabúes

En esta ciudad no tengo yo un médico de cabecera, además de que todas las últimas veces he estado atendiéndome en el Seguro, donde lo que menos existe es esta figura, que queda sustituida por la del médico familiar y con la que es prácticamente imposible desarrollar una relación de empatía. En la Ciudad de México, sin embargo, vaya que establecí una liga de este tipo hace casi cuarenta años con un galeno del Hospital ABC. Lo conocí por intermediación de mi hermano y en aquellos lejanos días me prescribió un medicamento contra la ansiedad. Es un ferviente defensor del morir con dignidad y varios lustros después él mismo platicó en su columna periodística cómo “aconsejó” en este sentido al que probablemente ha sido el más grande editorialista político de México.

Hace un par de meses bromeé con mi esposa sobre la posibilidad de viajar a la capital del país para recibir “consejo” de mi doctor en vista del hartazgo existencial que me invade y que ya en un artículo anterior hice patente. Elena, mi mujer, “tomó el toro por los cuernos” y me dijo que por qué no, que lo fuera a ver y que tal vez de todo ello pudiera resultar algo bueno. Así pues, hice la cita, misma que tuvo lugar el viernes 8 de noviembre.

Llegado el momento y sin mayor preámbulo, le planteé a mi amigo a bocajarro que si existía algo así como una muerte digna para un enfermo terminal emocional, a lo que respondió que no está lejos el día en que esto comience a pasar en el mundo, especialmente en países pioneros en estas lides, como Holanda, donde se está empezando a hablar y legislar sobre la asistencia a personas invadidas, precisamente, de un hartazgo existencial. Y es que en los Países Bajos no existen esas ligas familiares tan fuertes como en los “bajos países”, como el nuestro, donde todavía son tan estrechas y la gente no abandona a sus enfermos de soledad tan fácilmente.

Acto seguido, me “confesó” y me auscultó minuciosamente, sobre todo cuando se enteró que no hago visitas regulares al médico y que, a mis 70, nunca me he sometido al “tormento” contra mi virilidad de revisión de próstata. No se anduvo con miramientos y me checó todo. Vamos, para cuando mi di cuenta, ya hasta el tacto me había hecho. Quedé impresionado. ¿Y esto es a lo que tanto le tememos los “machos” por constituir un acto flagrante contra nuestra dignidad?, me inquirí. Otro tabú más que se hacía añicos.

Mi querido doctor me ordenó que me vistiera y me esperó en su oficina. “Raúl -me dijo-, te revisé ya el corazón, los pulmones, la presión y la próstata, y no tienes nada. Sería bueno que te realizaras en León la química sanguínea que aquí te anoté y me enviaras los resultados por correo electrónico para ver qué te prescribo contra tu ansiedad y/o depresión. Eso sí, sigue corriendo”. Nos despedimos muy afectuosamente.

Para celebrarlo, al día siguiente me fui a echar una comilona a Les Moustaches, casi enfrente del hotel y donde no había estado hacía mucho tiempo, la cual consistió de una botella de vino tinto Torremolinos Crianza, agua mineral, ostiones a la Rockefeller, nieve de limón (costumbre del restaurante), salmón a las brasas, un espresso doble con mini galletitas de chabacano, una tartaleta de hojaldre con fresas, un chinchón dulce con su chaser y música de piano de fondo en vivo. Y, lo mejor de todo, una conversación larga y tendida con la familia ¡a través de WhatsApp!, pues aunque me llevé un libro, me pareció más sencillo ponerme millennial y compartir la alegría del momento con los míos, a los que les describía todo lo que hacía y deglutía, con reiterados elogios a mi médico. Y así, por casi tres horas.

Como digo, a pesar de que ya había estado ahí, esta vez el restaurante resultó excepcional, tanto en la preparación y exquisitez de los platillos como en el servicio. No cabe duda de que no se cansan de superarse a sí mismos en casi medio siglo de existencia. Mi mejor experiencia culinaria en los últimos varios años.

Si soy capaz de disfrutar así, ¡quizá no esté todo perdido conmigo, hombre!