viernes, 21 de enero de 2022

Ὀδυσσεὺς, Ulysses, Ulises

Uno griego (Odiseo), el otro anglo (Ulysses) y el último criollo (Ulises). El primero, obra del inmortal y mítico Homero, el segundo del genial James Joyce y el tercero de nuestro orgullo José Vasconcelos. La misma idea, pero tan diversa.

Estoy leyendo el formidable libro El infinito en un junco / La invención de los libros en el mundo antiguo, de  Irene Vallejo, y recordé fascinado el rechazo de Ulises a la inmortalidad en compañía de una diosa, Calipso, y de inmediato pensé en los otros dos Ulises, el del Bloomsday, de Joyce, y el criollo, de Vasconcelos.

Lo que afirma Vallejo del Ulises original no tiene desperdicio: “El astuto Ulises no fantasea, como Aquiles, con un destino grandioso y único. Podría haber sido un dios, pero opta por volver a Ítaca, la pequeña isla rocosa donde vive, a encontrarse con la decrepitud de su padre, con la adolescencia de su hijo, con la menopausia de Penélope. Ulises es una criatura luchadora y zarandeada que prefiere las tristezas auténticas a una felicidad artificial. El regalo que le ofrece Calipso es demasiado parecido a un espejismo, a una huida, al sueño de una droga alucinógena, a una realidad paralela. La decisión del héroe expresa una nueva sabiduría, alejada del estricto código de honor que movía a Aquiles. Esa sabiduría nos susurra que la humilde, imperfecta y efímera vida humana merece la pena, a pesar de sus limitaciones y sus desgracias, aunque la juventud se esfume, la carne se vuelva flácida y acabemos arrastrando los pies.”

El Ulises de Joyce, por otra parte, no es tan dramático, es una fiesta, y no transcurre durante los diez años que le tomó a Odiseo volver a casa con Penélope, sino durante ¡un solo día!, 16 de junio de 1904, el Bloomsday, desde que Telémaco (Stephen Dedalus, personaje fugado de otra novela de Joyce, El retrato del artista adolescente) abandona a sus amigos en La Torre, y Leopold Bloom, por su parte, se despide de Calipso (Molly, su esposa) para sus actividades diarias, que lo llevarán a cruzarse casualmente con Stephen más tarde en el día. Y de ahí pa’l real: asiste al funeral de un amigo en el cementerio (correspondiente al Hades en la Odisea), al tráfago de la redacción de un periódico (Eolo), las sirenas y el cíclope tampoco faltan; echado en el pasto flirtea con una dama (Nausicaa), con cuya visión termina masturbándose, sólo para al final descubrir que se trata de una coja, y de ahí continuar con Circe, cuando Dedalus ya lo acompaña, y al que Bloom quiere proteger como si fuera su propio hijo, Rudy, muerto apenas nacido. Tras la bacanal que sigue, Leopold se separa de Stephen y regresa a su casa (Ítaca) para reencontrase con su esposa, que ahora encarna a Penélope.

Es en este momento cuando, según el célebre escritor mexicano Salvador Elizondo y mucha gente más, tiene lugar el pasaje más hermoso de la novela, el soliloquio de Molly Bloom, que finaliza así: “…y el Gibraltar de mi niñez cuando yo era una Flor de la montaña sí cuando me ponía la rosa en el pelo como hacían las muchachas andaluzas o me pondré una roja sí y cómo me besaba junto a la muralla mora y yo pensaba bien lo mismo da él que otro y entonces le pedí con la mirada que me lo pidiera otra vez sí y entonces me preguntó si quería sí decir sí mi flor de la montaña y al principio le estreché entre mis brazos sí y le apreté contra mí para que sintiera mis pechos todo perfume sí y su corazón parecía desbocado y sí dije sí quiero Sí.”

Hermoso, ¿no es cierto?

Finalmente, el Ulises criollo de Vasconcelos es la entrañable autobiografía de este gigante de la cultura mexicana, que quiso, a la manera de los otros dos Ulises, contar su historia personal, no a lo largo de un día como Joyce hace con Bloom, sino a lo largo de su vida, no nada más de diez años como hace Homero con Odiseo.

Si bien esta historia, la de Vasconcelos, se ve enturbiada en la parte final de su vida por rasgos fascistas, yo la disfruté enormemente y aprecié en su justo valor la inconmensurable aportación de don José a la educación y la cultura del auténtico pueblo mexicano, no de ese que ha quedado últimamente tan degradado en labios de un imbécil demagogo.

No imaginan la emoción que me embarga al gritar a los cuatro vientos un sonoro y entusiasta ¡viva! desde lo más profundo de mi corazón por estos tres Ulises tres auténticos patrimonios de la humanidad.

jueves, 13 de enero de 2022

Novaks Djokovid

Así fue como pronto se le conoció en la red al tenista soberbio (que no serbio) Novak Djokovic por su negativa a presentarse en el Abierto Australiano de tenis en Melbourne con la debida protección para él y sus congéneres.

Tan sencillo que hubiera sido que ahí mismo le administraran la vacuna y fin de la historia, pero no, la infinita arrogancia que suele caracterizar a muchos de estos personajes lo hizo montarse en su macho y negarse en redondo a hacerlo, aduciendo no sé qué oscurantistas e inaceptables pretextos, y con probable total incongruencia, pues no creo que a sus pequeños hijos los haya dejado fuera de los esquemas de vacunación propios de la infancia.

De ídolo que con su ejemplo diera una lección al mundo -sobre todo a jovencitos que por doquier lo admiran- aprovechando toda la publicidad que se generó a su alrededor y su innegable condición de deportista talentoso de élite, a villano de pacotilla y modelo a seguir para los ignorantes anti vacunas que pululan tanto en Estados Unidos como en Francia y el mundo todo.

Nunca nadie con tanta influencia en la sociedad podría enviar un mensaje tan equívoco, especialmente en momentos tan aciagos para la humanidad con las continuas olas que está provocando el maldito virus.

Hago votos por que alguien que gusta de manifestar su libertad de manera tan lamentable sea objeto de la libertad que a su vez manifestará un público vacunado y culto para hacerle la vida imposible al imprudente egoísta, provocando su rápida eliminación y vuelta a casa a rumiar su derrota por partida doble. O mejor aún, que el proceso de defenestración no termine todavía y le cancelen su visa de cualquier forma, sentando así un saludable precedente.

¡Nunca mejor aplicada la sentencia de ídolo con pies de barro! Cómo olvidar la ocasión en que maltrató a un recogebolas o la otra en que agredió “accidentalmente” a una jueza de línea. Generoso en la victoria pero mezquino en la derrota.

¡Qué diferencia con otros auténticos caballeros de las canchas!, aunque a Novak ya le surgió un defensor en la persona del impresentable tenista ¡australiano! Nick Kyrgios. ¡No me ayudes, compadre!

Madame Bovary

Leí por primera vez Madame Bovary, de Gustave Flaubert, hace más de cuarenta años, y sólo recordaba que su trama me había cautivado y para nada me pareció complicada, aunque, paradójicamente,  la hubiese olvidado completamente. Por ello me extrañó que Mario Vargas Llosa proclamara en su Piedra de toque del sábado 18 de diciembre de 2021 en el periódico español El País a esta novela y su autor como precursores de obras y autores tan complicados como Ulises, de James Joyce, y El ruido y la furia o ¡Absalón, Absalón!, de William Faulkner. Así pues, me aboqué nuevamente a la lectura de la sublime obra de Flaubert, y me cautivó tanto o más que las veces anteriores, pues su linealidad y sencillez son felizmente asequibles.

En este sentido, creo que La Fiesta del Chivo, del propio Vargas Llosa, y La educación Sentimental, del mismo Flaubert, se apegan más al criterio que don Mario atribuye a las obras de Joyce y Faulkner, sin llegar a incurrir en las complejidades de estos. En particular Vargas se atiene a una estructura no lineal en su Fiesta y continuamente echa mano de flashbacks en la trama de esa novela.

La educación sentimental la leí bastante tiempo después de Madame Bovary esperando encontrar yo algo tan cautivador como ésta, pero qué va, el libro no me gustó nada, me aburrió y probablemente se atenga más al juicio que Vargas Llosa nos quiere meter con calzador sobre Bovary.

Y ya que andamos en ésas, déjenme decirles que el argumento de Madame me conmovió tanto como lo ha de haber hecho la primera vez. Es inconcebible cómo la vida de una dama puede llegar a ese nivel de corrupción, sin desembocar en la depravación de personajes de otras novelas, pero igualmente digno de recriminación. Me impresionó particularmente lo que el autor afirma poco antes del final de la novela: “Se conocían demasiado el uno al otro para entregarse a esos transportes que multiplican por cien la pasión. Y Emma estaba tan harta como él. Volvía a reconocer en el adulterio aquella misma insulsez del matrimonio.”

Impresionante. Me hizo recordar a mi querido Schopenhauer, que afirmaba precisamente que es a lo que nos conduce el querer siempre algo más, que finalmente desemboca en ese hartazgo. Y su máxima consiste en mejor llegar a querer no querer, de lo que algunos simples concluirían su invitación al suicidio como leitmotiv de su filosofía.

De cualquier forma, los excesos de Emma Bovary la condujeron a ella a eso, al suicidio, al no poder pagar sus deudas y ser rechazada vilmente por su primer amante, a quien había acudido para que la auxiliara en ese sentido.

En su lecho de muerte, al único que reconoció Emma por su bonhomía fue al cornudo del marido, Charles Bovary.