martes, 25 de agosto de 2020

Sapiens

A raíz de mi despido del periódico para el que colaboraba todo los domingos pensé en no pergeñar ya nada más, pero cómo permanecer impávido ante una obra de la envergadura de Sapiens / De animales a dioses / Una breve historia de la humanidad, del historiador y filósofo israelí Yuval Noah Harari, especialmente con la importancia que ahí se le da a los “imperios”, a la ciencia y la tecnología, y al capital, máxime en esta época oscurantista en la que se sataniza a todos estos baluartes “neoliberales” del progreso.

Es difícil que un libro logre capturar el interés de uno desde la portada hasta la cuarta de forros de la manera en que éste lo hace, pero además con el gusto y la emoción que una actividad (mental) así proporciona. Renace en uno el interés por la vida y el deseo de aprender más y más. Todo ello contrastado con el ambiente de muerte y desesperanza que actualmente vivimos. ¡Gracias, Yuval!

Harari nos hace ver, por ejemplo, cómo las potencias de antaño (España, Inglaterra) se preocupaban no sólo por conquistar para su Señor las tierras descubiertas (el Nuevo Mundo, la India), sino que cargaban en sus empresas con toda una pléyade de científicos (arqueólogos, etnólogos, botánicos, biólogos, geólogos, lingüistas, filólogos, sociólogos, geógrafos, físicos et al), pues casi tanto como dominar y subyugar les interesaba saber, a diferencia de sus pares chinos y árabes, que se preocupaban únicamente de su entorno, sin mayor preocupación por el saber. De esta suerte, los ingleses lograron trazar, después de años de estudio e investigación, el origen de sus propias lenguas a partir del sánscrito y la escritura cuneiforme. Puedo imaginar el gozo que un hallazgo de esa índole haya logrado provocar en los sabios responsables de tan loable y humanista empresa.

Por ello, cuando veo a nuestro Presidente haciendo girar el trapiche ayudado por una recua de jamelgos (no, no me refiero a los miembros de su Gabinete, sino a las pobres bestias encargadas de hacerlo), me lleno de una profunda amargura, frustración y tristeza.

Pero no todo ha sido coser y cantar en la historia de la humanidad, y así nos enteramos cómo el Homo sapiens ha depredado todo cuanto a su paso ha encontrado a lo largo de decenas de milenios, incluidas la naturaleza (animales y plantas) y especies emparentadas a la suya, como la de los neandertales, lo mismo en Oceanía, embarcándose desde Indonesia, que en América, a partir del estrecho de Bering.

Es curioso, no he terminado de leer el libro y sin embargo me sentí impelido a escribir sobre él por la profunda emoción y placer que en mí está provocando. Me falta la parte más apasionante, el futuro, la revolución científica. Generalmente me preocupo por saber cuánto me falta para terminar un libro, pero en éste me produce una enorme alegría el saber que todavía me falta poco más de un centenar de páginas para finalizarlo, no quisiera que acabara nunca. Podrías seguir, alguien me diría, con los otros dos que el autor ha escrito: Homo Deus / Breve historia del mañana y 21 lecciones para el siglo XXI, pero mucho me temo que pudieran resultar reiterativos, por lo que prefiero saborear al máximo el que actualmente degusto.

Después de éste, vendrá algún otro, muy seguramente Las uvas de la ira, del Nobel norteamericano John Steinbeck, que hasta donde entiendo, describe algo muy similar a lo que actualmente estamos viviendo (ambientado en la época de la Gran Depresión), pero ya lo estaré comentando en un artículo posterior, si ustedes, desde luego, me lo permiten, pues todavía recuerdo el airado comentario de algún lector cuando escribía para el periódico de marras y que se animó a enviar un escrito a la tribuna del lector comentando que no me entendía nada, que mi espacio estaba siendo totalmente desperdiciado y que podría aprovecharse de una mejor manera. Lo cual no dudo ni tantito.

lunes, 17 de agosto de 2020

Decadencia

Los hijos representan en buena medida la decadencia de uno. Yo tengo dos: Carolina, 42 años menor, y Raúl, 44. Quién me manda empezar tan tarde. El caso es que ambos son en la actualidad profesionistas exitosos: Caro, diseñadora de publicidad estrella por casi cinco años en Cuadra, empresa líder en la manufactura de artículos de pieles exóticas, y el júnior, ejecutivo fiduciario en Banco del Bajío por más de tres. Ambos millennials, y como tales, expertos en cuantas armas tecnológicas les pongan enfrente. Yo, a pesar de ser un “egresado” de IBM de la vieja guardia, nunca pude seguirles el ritmo.

Raúl, por ejemplo, es un experto en el manejo del riesgo. Y me lo demuestra con sus sofisticadas apuestas en eventos deportivos. ¡Nunca pierde!, y por más que me explica cómo le hace para obtener ganancias con el azar, jamás le entiendo y únicamente asiento falsamente cuando trata de hacerlo. Sería un magnífico agente bursátil o un diseñador inigualable de estrategias de inversión en cualquier institución financiera. Al final de cuentas fue a lo que se dedicó con mi amigo en Miami cuando lo envié allá una vez que hubo terminado su carrera. ¡Y mi amigo se ha hecho multimillonario con ello!

Carolina se cuece aparte, pues se ha hecho indispensable en Cuadra, además de que ha realizado decenas de trabajos como free lance, incluyendo algunos para las Naciones Unidas que le han redituado prestigio internacional e ingresos.

Pero sobre lo que quería llamar su atención es sobre mi decrepitut (como diría el Peje) y lo que Caro ha hecho en menos de un año para contrastarla aún más. La muchacha heredó mis genes para eso de la corrida y mi neurosis, de tal suerte que cuando comenzó a correr en serio en algún punto de este año, jamás imaginé lo que iba a ser capaz de conseguir, y pues sí, ha completado ya dos medios maratones personales: uno en el parque que tenemos enfrente de la casa y otro, el sábado pasado, en la presa de El Palote, en el que su promedio por kilómetro en 22 de distancia fue ¡casi un minuto menor que el mío en siete el día de hoy en el miso lugar! Si esto no es decadencia, que alguien me diga cómo llamarlo ton’s (otra vez, el Peje dixit). Claro, no es lo mismo tener 71 años que 29, ¿vedad?

Como quiera que sea, Elena y yo nos sentimos orgullosos de haber formado unos hijos de excelencia en toda la extensión de la palabra, y con eso basta.

Además, con mi vuelta a la presa el día de hoy, completé 7,735 kilómetros desde que corro ahí, ¡casi un quinto de la circunferencia de la Tierra!

Una vez dicho todo lo anterior, ya me puedo suicidar… digo, perdón, morir tranquilo.


miércoles, 12 de agosto de 2020

Impunidad

Todo este sainete de Lozoya no va a terminar en nada, como siempre en México, donde únicamente tontos útiles de la ralea de Javier Duarte son tratados “con todo el peso de la ley”, pero cuándo ha caído un pez realmente gordo. ¡Nunca! Y ya lo estamos viendo, con eso de la prescripción de delitos y demás patrañas acabaremos como siempre: con las celdas vacías. Además, como si esta fuera la primera vez que se intenta algo. Para no ir más lejos, recordemos la pléyade de directores generales que han pasado por Pemex: Jorge Díaz Serrano, Rogelio Montemayor Seguy, Raúl Muñoz Leos, Luis Ramírez Corzo, Juan José Suárez Coppel y el susodicho Emilio Lozoya Austin, a cual más con currículos qué indagar. Recordemos que incluso el primero de los mencionados, Díaz Serrano, pasó cinco años a la sombra, aunque debido más a vendettas políticas que a otra cosa.

Y en cuanto al nivel sin precedentes al que podrían llegar hoy en día las investigaciones –como muchos se llenan la bocota al afirmarlo- al estar indiciado el ex presidente Peña Nieto, baste decir que el asesino Luis Echeverría Álvarez estuvo 847 días en prisión domiciliaria, condenado por el juez que analizó el expediente elaborado por la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMSPP) y dejado en libertad por un amparo tramitado por su abogado Juan Velázquez, nunca exonerado. Quedaba la denuncia ante un tribunal internacional, que nunca nadie quiso levantar. Por lo tanto, la noticia del martes 11 de agosto de la supuesta investigación contra el repudiado EPN vende muchos periódicos y sirve de magnífica cortina de humo a López Obrador, pero nada más.

De veras, en este país nunca va a pasar nada que honre el Estado de derecho. Es increíble que otra nación de esta América nuestra, Perú, nos haya puesto el ejemplo con transas similares y con la misma Odebrecht, condenando no a uno, sino a tres ex presidentes: Ollanta Humala, Alejandro Toledo y Alan García, llegando este último al extremo del suicidio para liberarse de la vergüenza, muy al estilo japonés. Por cierto, a propósito de japoneses, qué decir de la condena en el mismo Perú de otro inefable ex presidente, Alberto Fujimori. Me cae, en este pobre y vilipendiado México nunca ocurrirá algo parecido. ¡Jamás!


A propósito de impunidad, qué decir de la reyerta que se traen ese par de hígados: López Obrador y Felipe Calderón. Bien saben ustedes lo que me enerva el Peje, que no es menos que la rabia que me produce el otro, pero en esta ocasión sí que tendría que darle la razón a nuestro inepto presidente.

Felipe de Jesús Calderón Hinojosa tenía en su gobierno a alguien al que amaba tanto como se quiere sólo a un amigo, a un hermano, vamos, a un hijo: Juan Camilo Mouriño Terrazo, mejor conocido como Iván. Cuando fallece éste trágicamente en aquel fatídico avionazo en plena Ciudad de México, Felipillo vuelca toda su ciega confianza en su secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna. Tan ciega, que nunca se enteró de las tropelías que el impresentable policía cometía todos los días desde su encumbrado puesto. Calderón, obviamente, pecó por cualquiera de dos buenas razones: por acción o por omisión, o bien estaba enterado de cuanto su protegido hacía, en cuyo caso es un delincuente, o bien nada sabía, a pesar de que todo mundo lo comentaba, en cuyo caso es un estúpido.

En cualquier país respetable del mundo, Felipe Calderón sería indiciado y estaría probablemente en prisión, como lo está García Luna en Estados Unidos, y su carrera hubiera llegado ya a un vergonzoso final, pero no en México, donde hasta se le permite el descaro de querer formar un nuevo partido, México Libre. Qué mayor prueba de impunidad que ésta.

Si a todo lo anterior le agregamos al incapaz energúmeno que tenemos ahora en la presidencia y lo aderezamos con las severas crisis de salud, seguridad y económica que actualmente padecemos, obtenemos la mezcla perfecta para provocar un estallido social de consecuencias inimaginables en un futuro no muy lejano.

¡Guadalupe Santísima nos ampare!

jueves, 6 de agosto de 2020

Le ronca

Elena, mi esposa, no roncaba, pero de unos años a la fecha es de a tiro por noche. El problema llegó a ser tan acuciante que hasta al otorrino fuimos a ver. Su diagnóstico fue contundente: tiene un problema con los cornetes que necesita de intervención quirúrgica. Cuando nos lo comunicó, yo le dije que estaba en parte de acuerdo con él, pues mi mujer no parece contar con cornetes, sino con potentes, sonoras trompetas. Obviamente, nos olvidamos del asunto.

Sin embargo, alguna vez que dormí de corridito, no tuve más remedio que reconocerlo a la mañana siguiente diciéndole que se había portado de maravilla al no haber emitido sonido gutural alguno durante toda la noche. No obstante, cuando desayunábamos con los hijos en la cocina, éstos no pudieron evitar comentarle socarronamente a su madre que ese día sí que habían oído sus ronquidos. El hijo, que duerme en la habitación más lejana, le comentó que hasta allá llegaba el estrépito, a lo que la hija respondió: ahora imagínate yo, que duermo a pared de por medio de ellos. Elena no tuvo más remedio que indicarles con un movimiento de cabeza que el autor de sus insomnios no había sido otro más que ¡su padre! Los vástagos se morían de la risa. De inmediato la inquirí: ¿tú también me oíste? Vaya que si te oí –me respondió-, ya que tampoco me dejaste dormir. A mí no me quedó más que cínicamente concluir: ¿será por eso que no te oí yo a ti, Elenita? Sí que he de haber estado cansado esa vez, yo que tengo el sueño tan ligero.

Pero estábamos hablando de los ronquidos de Elena. En ocasiones no me queda otra más que despertarla de madrugada para no pasarme la noche en vela. Además, sólo le basta poner la cabeza en la almohada para, casi al instante, dormirse, digo, perdón, roncar. Mientras que yo hay veces que paso horas tratando de conciliar el sueño. Cuando ocurre que ambos dormimos y ella empieza a roncar, pueden llegar a darse diálogos nocturnos del siguiente tipo cuando me despierta:

- Elenita –le digo, zarandeándola un poco-, Elenita…

- (Ininteligible).

- Elenita… –con un zangoloteo más vigoroso.

- Mhhh… síii, ¿qué?... –responde desde las catacumbas.

- Elenita – le reitero-, estás roncando.

- ¡Cómo voy a estar roncando si estoy despierta! –me ataja con pasmosa lucidez y se da media vuelta para seguir roncando.

Estoy seguro de que el sueño nunca la abandona, vamos, nunca es consciente, por eso sus respuestas me sorprenden aún más. Mis risotadas, obvio, no logran despertarla, pero lo bueno es que el proceso me proporciona al menos algunos minutos de paz, mientras sus ronquidos no suben de intensidad.

Juro que en tales ocasiones me dan ganas de agarrarla a besos, cual niña chiquita que sale con sus ocurrencias.