domingo, 27 de febrero de 2022

Antídoto existencial

Lo único capaz de disuadirme de mis obsesiones suicidas es la lectura sobre las grandes hazañas de la humanidad. Tal fue el caso de la lectura del libro que comenté la vez pasada, El código de la vida, de Walter Isaacson (http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2022/02/fascinante-historia.html), sobre la vida y milagros de los científicos detrás de la edición genética. El libro me llevó a interesarme por los detalles técnicos del hallazgo en la página de la Organización Nobel, donde se incluyen auténticos artículos científicos sobre los descubrimientos premiados, que le permiten a uno gozar de ellos al entenderlos cabalmente.

Fue así como me enteré de que el mecanismo creado por las bacterias para defenderse de los virus les llevó a aquellas centenas de millones de años desarrollar, pero al hombre mucho menos tiempo descubrirlo y extenderlo para la edición de genes, útil para la cura de enfermedades, el mejoramiento de cultivos y, ¡horror de horrores!, la “mejora” de la raza humana. Cómo no maravillarse con la chingonería del Humanismo y la Ilustración y, al mismo tiempo, llenarse de terror ante sus muy posibles repercusiones éticas. Baste recordar el caso del científico chino que modificó el genoma de un par de gemelas, antes de su nacimiento, para liberarlas del VIH de los padres, y que en un principio le supuso el reconocimiento de héroe nacional en todo el país en su carrera contra los EU, pero que ya después le costó varios años en prisión y una multa de cientos de miles de dólares por parte del mismo gobierno “comunista” por violar todas esas normas éticas.

Todo lo cual me llevó a leer también el libro La doble hélice, del norteamericano James Watson, descubridor de la estructura del ADN -de ahí el título- en 1953, junto con el inglés Francis Crick, y cuya lectura convenció a la también norteamericana Jennifer Doudna -siendo aún una niña-, “heroína”, junto con la francesa Emmanuelle Charpentier, del libro de Isaacson, de dedicarse a la bioquímica. Ganadoras, ambas, del Nobel de Química 2020. El de Watson, escrito hasta 1967, es un libro mucho más personal, narrado en primera persona y nada pretencioso, donde nos relata amenamente la forma en que Crick y él arribaron al descubrimiento de la estructura del ADN y que les valió el Nobel en 1962. Muy recomendable también. Es un libro de recuerdos, escrito a toro pasado 14 años después, y en el que le ayudaron con precisiones varios de los colegas de aquellos tiempos.

James Watson aún vive -tiene 93 años- y Crick murió en 2004. El primero ha tenido a lo largo de su existencia detalles odiosos de racismo, que le valieron incluso la condena de instituciones que siempre lo respetaron. Aspectos abominables del genio que incluso cínicamente llegó a afirmar alguna vez que todo era parte de la diversidad humana, que sería muy aburrido que todos pensáramos igual.

En fin, yo sólo quería recalcar el hecho de lo fregona que ha sido la raza humana, en cuanto a su intelecto, desde su aparición en escena en el universo -bastantes meses después de las bacterias y los virus- y lo mucho que me emociona leer sobre sus hallazgos, no así sobre sus miserias sociales. Cómo me hubiera gustado a mí  ser un científico y/o escritor de renombre y poder así gozar de primera mano de las lindezas de estas dos nobles profesiones, lo cual hubiese contribuido seguramente también a alejar de mi mente los fantasmas de la auto extinción, igualmente fascinante. Desgraciadamente no pude ser el primero en probar el teorema de Fermat, ni la conjetura de Poincaré (ya también teorema), pero aún me aguarda, desde hace casi 163 años, la demostración de la hipótesis de Riemann, cuyo solo enunciado rivaliza con los mejores versos en la poética de Octavio Paz: todas las raíces no triviales de la función zeta se encuentran sobre la línea ½ real del plano complejo. ¡Qué hermosura!

Y en esas estamos, mientras otros impulsos no nos ganen la partida… y la partida.

martes, 15 de febrero de 2022

Fascinante historia

La microbióloga francesa Emmanuelle Charpentier se dedicó siempre al estudio de las bacterias -especialmente Estreptococo pyogenes, causante por igual tanto de enfermedades inocuas como mortales- con el afán de producir fármacos para mejor combatirlas. Fue así que, por auténtica serendipia, dio el primer paso para un descubrimiento sorprendente por sí mismo: si un virus infectaba a dicha bacteria y ésta sobrevivía, la E. pyogenes era capaz de copiar código del virus invasor e incorporarlo a su propio genoma, generando con ello un mecanismo de defensa la próxima vez que el virus la invadiera, pues con este mecanismo era capaz de neutralizarlo mediante cortes con “tijeras” genéticas. Y esto ocurría no con una bacteria en particular, sino con una amplia variedad de ellas.

Insisto, esto constituía una maravilla de la naturaleza per se, pero otra científica norteamericana, por su lado, la bioquímica Jennifer Doudna, llevaba a cabo investigaciones con un mecanismo conocido como interferencia de ARN que formaba parte esencial de este fenómeno de autoinmunidad, y uniendo lo que las dos científicas estaban investigando, llegaron a una herramienta genética que les permitió plantearse una pregunta única en la historia de la ciencia: ¿se puede controlar este instrumento genético para cortar el ADN en una ubicación determinada por los investigadores? La respuesta es ampliamente conocida.

Es así como se emplea ya para la mejora de cultivos, por ejemplo, o para la cura de enfermedades graves o, en un caso extremo, delicado y con implicaciones éticas, para la edición del código genético con la finalidad de “mejorar” los caracteres hereditarios. Las dos primeras cosas, insisto, ocurren ya, y la tercera sería (es) muy probable en manos poco escrupulosas, por lo que es urgente regular al respecto.

Esta historia es descrita magistralmente en el libro de divulgación científica El código de la vida / Jennifer Doudna, la edición genética y el futuro de la especie humana (Penguin Random House, mayo de 2021), de Walter Isaacson, y lo hace con toda su saga de intrigas, conflictos, envidias y hasta vilezas entre científicos. El solo hecho de que el autor del libro, norteamericano, se decante en el título únicamente por su paisana Doudna nos dice ya bastante, aunque, hay que decirlo, ya en el texto las trate por igual, como merecedoras, ambas, del Premio Nobel de Química 2020 por sus increíbles descubrimientos y creaciones.

Leer el libro y escribir sobre el tema, después de estudiarlo cuidadosamente, provoca casi tanta emoción como el de las galardonadas mismas al hacer sus investigaciones, aunque he de reconocer que éste se me dificultó un poco más por estar yo más familiarizado con los textos de divulgación en matemáticas y física (clásica y cuántica).

Es difícil imaginar los ejércitos de científicos que se encuentran detrás de todo gran descubrimiento, como éste. Por lo mismo, no es sorpresa enterarnos de los celos y hasta pleitos legales entre ellos, y cómo no, con tanto en juego de por medio: reconocimiento, fama, prestigio, premios y registro de patentes que se traducen en millones de dólares y euros para ellos y las universidades a las que pertenecen y los patrocinan, pero, sobre todo, para los laboratorios que las adquieren. Esta es quizá la parte mezquina del asunto, en la que todo se enturbia con un tufo pestilente, pues, a final de cuentas, a esto sólo tendrán acceso los más ricos.

Lo relevante, en todo caso, es el progreso de la ciencia y la participación cada vez más activa de la mujer en ella, y aquí se demuestra fehacientemente con las dos que lograron este avance sin igual en la historia de la humanidad.

jueves, 3 de febrero de 2022

El infinito

Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido.

El infinito en un junco, Irene Vallejo

Al principio me resistía a leer El infinito en un junco / La invención de  los libros en el mundo antiguo, de Irene Vallejo, pues, prejuicioso que soy, me parecía muy árido y aburrido el tema. ¡Qué va!, ya que si bien doña Irene aborda la historia del libro, habla profusamente de los clásicos greco-latinos y nos platica cómo los romanos hicieron sus bibliotecas a la manera de los griegos, dividiendo en dos sus recintos: por un lado los textos helénicos y por el otro los propios, en un espacio considerablemente menor al de aquellos, lo cual no los acomplejaba, al contrario, los motivaba para emular a sus conquistados, pues jamás pusieron en duda la superioridad de la cultura griega sobre la propia. Una actitud encomiable sobre cómo el imperio se dejaba conquistar por sus súbditos en este terreno. Así, no es raro que con el transcurrir de los siglos surgieran émulos latinos tanto o más ilustres que los originales. Por citar un ejemplo mayúsculo, ahí tenemos a Virgilio y Homero, pero son múltiples los ejemplos “menores” en este sentido, y la autora los documenta prolijamente.

Tampoco deja de llamar la atención el temor de los antiguos ante la invención de la escritura, pues, alegaban éstos, ello provocaría que sus cantos no se memorizasen más, transfiriéndose de boca en boca, y se olvidaran tras esos complicados caracteres que surgían por doquier. ¿Qué opinarían ahora no solo con la invención y prevalencia del libro, sino con el surgimiento de Internet, donde cualquier imbécil con un celular en la mano se ha vuelto un erudito capaz de resolver cualquier duda con el poder de su dedo, mas no de su cerebro? Y con información falsa, con una alta probabilidad.

Las cosas buenas, alega Vallejo, perviven a través de los siglos, como lo ha hecho este instrumento que tanto provocó el temor de nuestros antepasados en tiempos inmemoriales. No en balde los adminículos que hemos inventado y las herramientas que los manejan imitan impúdicamente a un libro, como hace Google Play con el paso de las páginas de un libro electrónico, parodiando hasta sus dobleces.

Pero sí, creo que nuestros temores debieran ser mayores a los de los bardos que temieron el olvido de sus obras, puesto que, por lo que apunté antes, la gente ya no es dada a investigar ni leer para documentarse como hacíamos los antiguos universitarios que hasta de simples calculadoras carecíamos. Las generaciones actuales no leen y se les dificulta “entender” una cifra de más de dos dígitos.

No sé qué más necesita el humano para fascinarse de manera auténtica y natural que la lectura de un libro como éste. Yo lo disfruté enormemente y me llevó a escribir alrededor de él desde mi “colaboración” anterior. Y es que Irene relata, junto con la historia de la invención del libro que hábilmente va entreverando en su escrito, los pormenores, en sendos apartados, de la Grecia que imagina el futuro y Los caminos de Roma, con toda su pléyade de grandes novelistas, dramaturgos, fabulistas, poetas, cuentistas, ensayistas…, de una manera tan deliciosa -adentrándose hasta en los chismes de la época- que queda uno atrapado en su prosa y no para hasta agotarla.

Cuánta dicha puede deparar la simple lectura de un libro, que no la lectura de un libro simple.