viernes, 28 de septiembre de 2018

"¡Nosotros somos sus fans!"

Mis fans, aunque no me refiero precisamente a los chavos de los tecnológicos regionales que participaron el miércoles pasado en el Evento Nacional Estudiantil de Innovación Tecnológica (ENEIT) que se llevó a cabo en el hotel Real de Minas de León, Guanajuato, y al que fui invitado como jurado por un conocido mío. Más bien este encuentro, donde se presentaron a concurso diversos proyectos en distintas áreas del saber tecnológico, hizo patente la ingente brecha generacional que se ha abierto desde que yo tenía la edad de estos jóvenes hasta nuestros días. En aquel entonces (1975) iniciaba mi vida profesional en IBM lidiando con enormes mastodontes computacionales, de toneladas de peso, y que disponían de una memoria real (random access memory, RAM, hoy en día) de ¡128 kilobytes!, pero que eran suficientes para correr todos los procesos de los grandes bancos de la época. Ya después vinieron máquinas de 256 y 512 kilobytes, y el gran salto, que constituyó todo un acontecimiento, a la primera computadora de un mega (1,024 kilobytes), que era ya incluso capaz de llevar a cabo procesos en línea, esto es, en tiempo real.

Pienso ahora en esos elefantiásicos entes como los asustados seres que se dejan intimidar por los minúsculos instrumentos del tamaño de un ratón, llamados teléfonos celulares, con capacidades en memoria no de megas, sino de gigas, es decir, miles de veces aquel mega del que tanto alardeamos hace más de 40 años, y con posibilidades de cómputo igualmente multiplicadas por factores inimaginables. Yo me inicié en esto de los celulares hace apenas un par de años y más que nada obligado por mi banco, pues es ya el único medio de manejar los códigos de acceso. Claro, ya que lo tengo, lo utilizo para las más cosas que puedo.

Pues bien, ahí nos tienen al poco más de medio centenar de jurados divididos en grupos de tres para evaluar, cada uno, alrededor de diez proyectos. A mi grupo le tocó calificar el desarrollo de aplicaciones (Apps) para móviles. Los chavos nos presentaban su producto, nosotros les hacíamos preguntas, que ellos respondían de la mejor manera posible, y terminábamos haciéndoles recomendaciones para sus desarrollos. Por todo lo dicho anteriormente, comprenderán ustedes que yo estaba un tanto al margen de la jugada, con jóvenes entusiastas platicándonos de los más diversos proyectos, desde el control de productos agropecuarios, hasta el diseño de ropa a la medida, pasando por software para empresas turísticas, herramientas para el estudio de los astros, hasta el control de la industria apícola. ¡Qué vitalidad y qué interesante! Se contagiaba uno de su emoción. Una cuarta etapa de la sesión consistía en la demostración en vivo, en los distintos stands de los participantes, de su producto.

Y yo, aunque no tan calificado como los estudiantes ni como mis dos compañeros de  jurado, después de más de 20 años en IBM a fines del siglo pasado, tampoco estoy tan descalificado como para evaluar las bondades o carencias de un desarrollo tecnológico. Gocé todo el proceso intensamente. Fue curioso, pero como indudablemente un servidor era el más veterano de todos, ahí nos tienen en los pasillos atiborrados donde se ubicaban los stands, con el paso incesante de personas, y a alguien ofreciéndome asiento para que estuviera más cómodo. Más que ofendido, me sentí halagado y, por supuesto, rechacé el ofrecimiento. Y otra vez, al final del día, al momento de capturar nuestras evaluaciones de los distintos proyectos en la computadora, alguien acercándoseme y preguntando si requería de ayuda para introducir la información. De nuevo, rechacé caballerosamente la gentil oferta. Tiene sus ventajas pertenecer al Inapam, además del pago de un porcentaje mínimo de predial y el descuento de 50% en el transporte foráneo.

No obstante, esta mañana obtuve una satisfacción que compensa cualquier impresión que uno pudiera ofrecer en contrario. Durante mi corrida matutina de cada tercer día en un circuito ex profeso cerca de la casa, un caballero septuagenario, con el que ya antes me había cruzado, me inquirió mientras lo hacía que qué edad tenía yo; 69, le respondí a voz en cuello, y ya al final, en la vuelta de enfriamiento, el mismo caballero, pero acompañado de su esposa, me volvió a preguntar por mi edad y el número de vueltas que le daba al circuito. Diez, le respondí, y la mujer se unió entusiastamente a la plática para, después de algunos elogios, animarme: “¡Nosotros somos sus fans!”. Ya anteriormente un chavo, que se desesperó de verme dar vueltas como mayate, se me plantó enfrente y me hizo la misma pregunta: ¿Pues cuántas vueltas da usted? “Diez, mi estimado, diez”.

Es una de las pocas cosas que creo hacer bien en la vida, no en balde llevo en ello casi 40 años, con mi máximo orgullo el 2:53:43 en el 92 maratón de Boston, el lunes 18 de abril de 1988, Día del Patriota, y que me mantiene en buena condición física hasta la fecha, no así mental. Como siempre he dicho, excelente hardware corriendo un pésimo software.

Por cierto, acabo de leer una maravillosa frase de Philip Roth, a propósito de nada, en su fascinante novela El teatro de Sabbath: “… la vida es futilidad, una experiencia terrible, pero lo realmente importante es la lectura.”. ¡Qué divino, totalmente de acuerdo!

viernes, 21 de septiembre de 2018

Estoy borracho...

... y escribo este artículo en la víspera de mi aniversario de bodas 29 con la dulce Elena. Comíamos, ella y yo solos en la casa, y le comentaba que poco antes me había sentado frente a la computadora para escribir algo, pero no tenía idea ni qué, aunque después de una botella de merlot (entre los dos, por supuesto), las ideas se aclaran, y lo que antes era apenas un atisbo sobre la futilidad de la existencia, se vuelve, así, un argumento sólido e incontrovertible.

Y es que, en efecto, pienso que el solo bochorno de la muerte nos debería llevar a pensar en la futilidad de la vida. Digo esto en base a la tragedia reciente que acaba de sufrir mi esposa con la pérdida dramática de su mejor amiga, o la experimentada por mí mismo en la persona de mi padre y su agonía de casi nueve años, cuadrapléjico y en cama, pero, sobre todo, por el magistral relato que hace Philip Roth de los últimos tiempos en la vida de su padre, aquejado de un tumor “benigno” en el cerebro, que de cualquier manera crecía e iba afectando su calidad de vida. Todo esto nos lo relata el laureado escritor norteamericano en su conmovedor libro Patrimonio / Una historia verdadera.

Ahí nos describe Roth cómo se tuvo que prodigar para hacer menos miserables los últimos años en la vida de su padre, una vez que le hubieron detectado el tumor. El señor, un exitoso agente de seguros que llega a ser responsable de toda una región en la compañía para la que trabajaba, es consciente de su mal y, ya viudo, trata de sobrellevarla conociendo incluso a otras damas, principalmente una, de la que se podría decir que se hace pareja.

Philip sufre, tanto o más que su padre, por todas las peripecias que les toca vivir juntos como consecuencia del mal que aqueja a éste. Me impresionó, más que nada, el pasaje en el que su padre, ya medio inválido y constipado de toda la vida, no alcanza a llegar al baño y desperdiga toda su porquería por donde va pasando hasta salpicar incluso los cepillos de dientes. Y ahí tienen al bueno de su hijo haciendo tras de él la limpieza de todo, incluidas las uniones de los mosaicos en el piso con los cepillos así inutilizados, aunque confiesa que ésta en particular resulta ser una misión casi imposible.

En fin, para no correr el cuento largo y después de que acordaran que el señor no se sometería a ninguna intervención invasiva para extirpar el tumor, se llega al momento de determinar qué hacer cuando el padre no pueda decidir ya por sí mismo el curso de lo que resta de su vida. Alguien le recomienda a Philip la alternativa legal de la voluntad anticipada en la que tanto él como su hermano mayor pudieran tomar la decisión sobre la acción a seguir en un momento dado, pero Roth no se atreve a planteársela a su padre, hasta que, armado de valor, se para frente a él y se lo propone. La sorpresa de aquél fue grande cuando éste, como buen agente de seguros y muy quitado de la pena, le respondió: “Claro, ¿dónde firmo?”.

Por ese entonces, a Philip le viene un padecimiento cardiaco después de una sesión de natación y requiere de un cuádruple bypass de emergencia. Su padre, ya en total postración no es informado, pero cuando del New York Times llaman al hospital para saber del estado de salud del famoso escritor, Roth se da cuenta del peligro de que el señor, fanático de ese diario, se entere indirectamente del mal de su hijo que, por otro lado, se siente feliz, “como la madre que alimenta a su bebé recién nacido”, dice, después de que sus arterias han sido liberadas y su corazón puede absorber libremente toda la sangre que necesita para su cabal funcionamiento. Como el recién nacido que mama, pues.

Entonces procede a informárselo personalmente a su padre, quien llora desconsoladamente al percatarse que ya no es de ninguna utilidad para sus hijos (suena más enternecedor en inglés: children).

Y así se llega al dramático desenlace de la historia. El señor Roth, con problemas respiratorios serios a causa de su mal, a punto de empezar a ser alimentado mediante una sonda directamente conectada a su estómago y quizá no siendo ya consciente del todo, requiere que su hijo menor y muy querido, por ausencia del mayor, tome la decisión que más convenga de acuerdo a lo estipulado en su voluntad anticipada. Así, Philip Roth se acerca a su padre y, lloroso, lo abraza y le musita cariñosamente al oído: “Papá, te voy a tener que dejar ir”.

Que conste, cuando hube terminado este artículo, ya estaba yo sobrio al diez por ciento y, después de releerlo, me pareció digno como para que otros lo lean, aunque mañana, mero día de nuestro aniversario de bodas, tendrá que correr la segunda botella de merlot, desde luego, pero esta vez en el restaurante al que he de llevar a mi esposa para la celebración plena de nuestro aniversario. A ver si así surge alguna otra idea.

martes, 11 de septiembre de 2018

Francés soberbio

Suena a pleonasmo, pero la alternativa, Un francés soberbio, aún peor, podría sonar a excepción. En fin, eso es lo que es Emmanuel Carrère: un soberbio, y si no, juzguen ustedes cuando el escritor afirma, “temeroso”, que él tampoco cumple con el mandato con el que Jesús invita al joven rico a abandonarlo todo y seguirle. Asevera Carrère: “Soy rico, talentoso, elogiado, tengo mérito y soy consciente de mi mérito: ¡por todo esto, ay de mí!” ¡Pobre! Insisto, ¡soberbio! Previamente, había afirmado ya que es inteligente. Únicamente le faltó añadir que, para ser perfecto, sólo le resta ser modesto.

Ello consta en su aclamado y fascinante libro El Reino (“página” 67%, ubicación 4740 de mi copia electrónica), que, junto con el resto de su obra, le valió el Premio FIL (Feria Internacional del Libro de Guadalajara) de Literatura 2017. El libro es un recuento de experiencias personales del autor y de los primeros años del cristianismo, que se centran, aunque no exclusivamente, en las magnéticas personalidades de los discípulos de Cristo Pablo y Lucas y sus apasionantes correrías a lo largo de la segunda mitad del siglo I de nuestra era, en pleno Imperio Romano, del que también se ocupa prolijamente.

Habiendo cursado mi educación básica, media y media superior en planteles confesionales de la Ciudad de México, esto me sonó a un interesantísimo repaso, claro que, dado mi actual agnosticismo, leído ya sin las angustias que me atormentaban en aquel tiempo, y con un placer sin igual, pues Carrère de verdad entró a un estudio profundo de la época o, como él mismo dice, se sobó el lomo de lo lindo, esfuerzo que mi ateísmo hace ver como una maravilloso novela histórica, ya que los personajes ahí involucrados existieron todos, aunque sin zarandajas de resurrecciones, milagros y chabacanerías por el estilo.

El autor, después de haber recibido una educación religiosa forzada, sin convicciones y descreída, como la mía, se convirtió realmente al cristianismo en su edad adulta gracias a una “revelación”, que él ubica en Le Levron hace más de veinticinco años y la atribuye a la “palabra misteriosa” de San Juan: “En vedad en verdad os digo: cuando eras joven tú mismo te ceñías la cintura e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te la ceñirá y te llevará a donde tú no quieras.”. Llegó, así, al extremo de la mojigatería (iba a misa y comulgaba todos los días, y confesaba sus pecados con regularidad), sólo para volver a dudar nuevamente, renegar de la Resurrección de Jesús y declararse agnóstico de tiempo completo, profundamente avergonzado de su gazmoñería previa. Esto no le impide admirar a Jesús, el personaje histórico, y tener en mucho sus enseñanzas, y la simplicidad, originalidad y poesía con que las transmite.

Carrère intenta una mínima recopilación de estas enseñanzas y concluye que “el que habla es un hombre, sólo un hombre, que nunca nos pide que creamos en él, sino únicamente que pongamos en práctica sus palabras.” Y agrega: “Pero no haría falta empujarme mucho para hacerme decir que, incluso sin creer en él, se puede extraer de esta recopilación lo que el apologista Justino, en el siglo II, llamaba ‘la única filosofía segura y provechosa’. Que si existe una brújula para saber si se toma o no una ruta falsa en cada instante de la vida, aquí la tenemos.”

Todo lo anterior justifica la frase de los guardias que apresaron a Jesús: “Nunca ha hablado nadie como este hombre.”

Si se me permite un punto de vista personal a propósito de lo afirmado hasta ahora, creo firmemente que todo en esta vida debiera reducirse a un único mandamiento de sólo cuatro palabras: no jodas al prójimo. No que yo lo cumpla, conste, pero debiera. De ahí en fuera, uno puede hacer con su vida lo que le plazca, hasta joderse a sí mismo, ¡sublime libertad!

No hay desperdicio en afirmar que el soberbio (magnífico) libro del francés soberbio (vanidoso) resulta ampliamente recomendable, y el cual Carrère se atreve a finalizar así: “Lo he escrito entorpecido por lo que soy: un hombre inteligente, rico, de posición: otros tantos impedimentos para entrar en el Reino. Con todo, lo he intentado. Y lo que me pregunto en el momento de abandonar este libro es si traiciona al joven que fui, y al Señor en quien creí, o si, a su manera, les ha sido fiel.

“No lo sé.”

Yo tampoco, primordialmente por la auto vociferada “humildad” de don Emmanuel.