jueves, 29 de octubre de 2020

Me dio fiebre carbonosa

A algunos contemporáneos míos y con gustos similares que yo, les dio por celebrar su primer medio siglo de existencia corriendo ¡50 kilómetros!, y nos invitaban a quienes no habíamos alcanzado dicha meta a que nos les uniéramos, aunque sólo fuera un tramo de la ruta. Yo los acompañaba durante 10 o 20 de esos kilómetros, pues nunca he cubierto una distancia mayor a un maratón.

Sin embargo, me incliné también por lo simbólico y a partir de esos primeros diez lustros  de vida empecé por correr 50, pero no kilómetros, sino minutos, que iría incrementando con el paso del tiempo a razón de uno por año. Iba a ser muy difícil que el cronómetro marcara exactamente ese número de minutos; no obstante, oprimiría el botón de stop tan pronto apareciera el 50 en el reloj. Para mi sorpresa y regocijo, ese 22 de octubre de 1999, en el parque Naucalli de la zona conurbada de la Ciudad de México, el adminículo marcaba ¡50:00.50, cincuenta minutos, cero segundos y cincuenta centésimas! Quedé anonadado y lo interpreté como un buen augurio.

Y así seguí, hasta que se llegó el 22 de octubre de 2020, fecha de mi 71 aniversario, en el que me correspondía trotar ese mismo número de minutos. Para variar un poco la ruta a la que estoy acostumbrado en el Parque Metropolitano de la presa El Palote de mi querido León, Guanajuato, empecé a correr por la cortina de la presa, terreno un tanto pedregoso. Y hete aquí que cuando aún no cubría ni un par de kilómetros del trayecto, me trompiqué con algo y perdí el equilibrio, pero cuando quise meter las manos para no irme de bruces, tropecé de nuevo con alguna otra piedra, y con la inercia que llevaba y las manos lejos de mí, fui a barrer con la quijada cuanta tierra encontré bajo mi rostro. Me incorporé de inmediato para que nadie me viera, escupiendo profusamente sangre por la boca, pues los dos incisivos inferiores por poco perforan mi labio de lado a lado. Cualquiera que se hubiera percatado del incidente, de inmediato habría ocurrido a auxiliar a un pinche anciano en tal trance. Seguí trotando, como si nada, para alcanzar el objetivo trazado. Conforme avanzaba, muchos de los que corrían en sentido contrario al mío, me miraban con rostro extrañado. Yo sentía con la lengua los dientes de abajo fuera de su posición, pero aun así, continué. Una vez completados los 71 minutos, me encaminé, preocupado y presto, al coche en el estacionamiento del parque. Los malditos dientes seguían fuera de su lugar.

Cuando llegué a la casa -su casa, como dicen los pueblerinos-, la imagen que me devolvía el espejo era penosa (ver foto adjunta), más aún cuando observé los incisivos fuera de su posición, mismos que, con un movimiento firme del índice de mi mano derecha, volví a su posición original, lo cual me ahorró la ida al dentista. Ahora sólo espero a que vuelvan a fortalecerse como para estar en condiciones de morder una manzana nuevamente, cosa que no creo que ocurra durante las próximas varias semanas.

Por eso digo que me di fiero cabronazo, ¿o cómo era?

lunes, 26 de octubre de 2020

Caterva de imbéciles

Hace unos días, a raíz del anuncio del colectivo Sí por México, López Obrador atacó casi de inmediato la similitud, dijo, entre su logotipo y el del despreciable dictador Augusto Pinochet Hiriart, Sí Pinochet, cuando el siglo pasado lanzara un referendo para que el pueblo decidiera si quería seguir con su dictadura o no. Todos sabemos el abrumador rechazo que obtuvo el tirano en aquellos lejanos tiempos, pero eso es lo de menos. Lo de más es la profunda abyección del gobierno que padecemos desde hace un par de años. A eso dedican su tiempo los cortesanos del régimen: a servir a su Señor.

Es repugnante imaginar la labor de Jesús Ramírez Cuevas, vocero de la Presidencia, metido en cuerpo y alma en asunto tan baladí sólo para satisfacer a su jefe y darle armas para que ataque de la manera más vil a un colectivo que busca –quiero imaginar- ser un contrapeso de su autoritario mandato. Pero, además, le elabora láminas y presentaciones para que López Obrador se “luzca” perdiendo el tiempo en tan peregrinas estupideces. El Presidente le da órdenes para que muestre tal o cual chart de asuntos tan críticos para la nación, le pide que le pase un micrófono de mano para que él pueda acercarse a la pantalla y lo tiene, en fin, como un tramoyista de tercera (eso parece) más que como un digno Coordinador General de Comunicación Social y Vocero del Gobierno de la República.

En semejantes idioteces se gastan nuestros dineros, pues el de Ramírez, por supuesto, no es el único caso: ahí tienen a Irma Eréndira Sandoval Ballesteros emitiendo exoneraciones y hasta auto exoneraciones a modo para satisfacer al tiranuelo, él sí émulo de don Pinochet. Del avión del propio Amlo, los quesos de Sheffield, las “estadísticas” de López-Gatell, los detentes de YSQ, la BOA de la Sonora Santanera y un largo etcétera sería cansino seguir hablando, ya otros muchísimo más calificados que yo lo han hecho con más sapiencia e incluso humor.

Un día típico de nuestro inefable personaje ha de ser la consabida desmañanada, entre cuatro y cinco de la madrugada, para su reunión de seguridad a las seis y su conferencia de “prensa” diaria de siete a nueve o diez. De ahí, a desayunar, tomar la siesta, a jugar beisbol en CU, en la tardecita, y regreso a Palacio para reuniones con sus lacayos, que ya para entonces habrán reunido grandes cantidades de de información útil, como la de Ramírez, que el Preciso nos recetará en cadena nacional al día siguiente, aderezada con sus consabidas mentiras, calumnias, rencores e insultos. Y a las ocho de la noche, o a más tardar las nueve, a ponerse el mameluco (pareciera que le hablo a la piyama) y vuelta a empezar.  

Pero lo que sí definitivamente preocupa, insisto, es que toda esta runfla de imbéciles se la pasen perdiendo el tiempo de forma tal, en vez de ponerse a gobernar.

¡Pobre México! Como diría aquel famoso periodista, me dan ganas de apapacharlo.

martes, 20 de octubre de 2020

Un siglo

 A mi padre, a trece años de su muerte y cien de su nacimiento.

Mi padre, Nicolás Gutiérrez Gil (Nick para los gringos), ese personaje de quien tanto he hablado en mis escritos, cumplió trece años de fallecido el 20 de octubre, y el 26 del próximo mes de noviembre se cumple un siglo de su nacimiento. Como he dicho hasta la saciedad, trabajó por más de cinco lustros en el turismo, conduciendo él personalmente su propio auto y trasladando a los turistas a todo lo largo y ancho del territorio nacional. A pesar de ello, casi nunca tuvo un percance serio más que en dos ocasiones. Una vez, regresando ya de madrugada a la casa, después de dejar al pasaje en su hotel tras un largo viaje de vuelta del interior de la república, un borracho lo embistió en Melchor Ocampo y Parque Vía, en plena Ciudad de México. El impacto hizo que su cabeza rebotara contra el espejo retrovisor, lo que le provocó una impresionante herida en la sien derecha y un colgajo de piel que mi padre se hubiera arrancado si un camillero no llega y se lo impide con una orden terminante, indicándole que el trozo de carne le sería re injertado y que de ello no quedaría más que una inocua cicatriz.

Y la otra, al cruzársele una no tan inocua vaca en la carretera sobre una superficie gravosa que provocó que su auto volcara al momento de frenar, con todo y acompañantes. Todos vivieron para contarlo, pero don Nicolás fue el más afectado, con varias costillas rotas y algunas semanas de convalecencia en cama ya en casa. Todavía recuerdo cómo le removían las gruesas cintas adhesivas con que le envolvían el tórax y la sangre que le brotaba durante procedimiento tan salvaje.

Sin embargo, lo que más recordaba don Nico en este mismo tenor fue cuando regresaba de un viaje por un territorio de altas cumbres con un matrimonio maduro de americanos en la parte posterior del carro. Se habían detenido a comer en el camino para no hacer el trayecto tan cansado. La decisión resultó contraproducente, y mi padre sabía que corría ese riesgo.

Regresaron al coche y reanudaron la marcha, pero en el camino, mi padre fue sintiendo el efecto que precisamente había querido evitar. Los ojos se le cerraban de sueño y hubiera querido detenerse no a mascar un chicle ni a tomar un café, sino a tenderse cuan largo era sobre el pavimento y quedarse profundamente dormido. No obstante, continuó adelante, hasta que un grito desaforado de la dama que transportaba le rompió los tímpanos, despertándolo:

- Watch out, Nick!!! What are you doing?! –cuando mi progenitor se encaminaba al desfiladero.

Mi padre dio un volantazo lo más suave que pudo hacia su izquierda, totalmente espabilado, pero, más que nada, absolutamente avergonzado. Cómo justificar ante los gringos su total incompetencia e irresponsabilidad al haberlos expuesto así a una muerte segura. Con la cara quemándosele de la pena, se atrevió a mirar por el espejo retrovisor para intentar una excusa imposible, pero ¡los gringos iban completamente dormidos! Mi padre no daba crédito, tuvo que voltear para cerciorarse de que el espejo no lo estaba engañando ni le había devuelto una imagen parcial, pero no, ambos estaban sumidos en un sueño profundo. ¡Pero si fueron los gritos de la mujer lo que yo escuché, no me los imaginé!, se repetía sin salir de su azoro.

Todas las anécdotas que relato sobre él las platicaba mi padre en tiempo real, es decir, recién le habían acontecido, pero sobre todo, a partir de que estuvo postrado en el lecho que sería el de su muerte, cuadripléjico, nueve años antes de que ésta llegara. Y lo hacía una y otra vez, como todo buen anciano que se precie de serlo, y yo no me cansaba de escucharlo, como si fueran primicias las que me estuviera revelando.

Vaya esto como justo homenaje a tu memoria, amantísimo Padre, que acompaño de la foto donde apareces, tras bambalinas, de lentes, justo antes de hacerla de intérprete entre los presidentes de México y Estados Unidos, Gustavo Díaz Ordaz y Lyndon B. Johnson, en Los Pinos, en 1968. ¡Una más de tus hazañas!

sábado, 17 de octubre de 2020

Robo de señales

Con cariño, para las nuevas suscriptoras de este servicio: Adri, Betty, Clau, Hilda, Lila y Mary Tere.

A finales de la década de los 70 del siglo pasado, asesoraba en el desarrollo de su primer sistema en línea, junto con otro compañero, a Banca Serfin (hoy Banco Santander), cuyo corporativo se encontraba en la ciudad de Monterrey, Nuevo León. Aunque su parte operativa se concentraba básicamente en la Ciudad de México, hubo la necesidad de trasladarse a la Sultana del Norte algunas ocasiones, pues allá se encontraba buena parte de su planta de analistas, diseñadores y programadores de sistemas, que muchas más veces tuvo que hacer el viaje en sentido inverso.

En uno de esos viajes que nos tocó hacer al norte, nos hospedamos en el hotel Ancira. Una mañana bajé a desayunar al restaurante del hotel y cuando salí, mi colega ya me esperaba en una acogedora sala, atiborrada, en la recepción del inmueble. No perdí tiempo y me encaminé directamente a los elevadores, desde donde le hice señas a mi compañero de que regresaría tan pronto hubiera tomado mis pertenencias. De repente, vi que una atractiva dama entraba corriendo al ascensor, casi al límite de su capacidad, sin oprimir ningún botón. Al llegar a mi piso, como viera que nadie más bajaría ahí, me dispuse a salir el primero. No obstante, alguien más salió después de mí y no me preocupé por averiguar quién. Recorrí el largo pasillo y me introduje en el cuarto, donde, después de lavarme los dientes, me dispuse a tomar mi portafolio, pero en eso, alguien llamó a la puerta.

Creyéndolo mi compañero, me acerqué a abrirle la puerta, no sin antes, por precaución, asomarme por la mirilla. ¡Era la mujer que había subido atropelladamente al elevador! ¿Y ahora?, me pregunté, al tiempo que descorría el cerrojo. Cuando la tuve enfrente, me saludó e inquirió sin más: “Hola, ¿me invitas a pasar?”. Para entonces ya mi ritmo cardiaco se había acelerado por arriba de lo normal. “Sí, adelante”, respondí estúpidamente, como autómata. La muchacha, partiendo plaza, fue y se sentó en la orilla de la cama, desde donde comenzó el siguiente diálogo:

- ¿Me regalas un cigarro? –se autoinvitó.

- No fu… fu… mo – le respondí verdaderamente aterrorizado.

- ¿Me lo podrías encender, por lo menos? –preguntó ella, extrayendo de su bolso una cajetilla y unos cerillos.

- Sí, cla… cla… ro, -asentí yo con manos temblorosas y fallando a la primera.

- ¿Y qué te haces? –ella, arrojando humo por boca y nariz.

- Pues mi… mi… ra, ahorita a las diez, tengo una cita con un cliente, pe… pe… ro, dentro de doce horas podríamos aprovechar para dar un paseo, ¿qué… qué… te parece?

- Me parece muy bien, entonces en la noche vengo por ti, adiós -me aseguró, levantándose para irse.

- Hasta luego –me despedí, recobrando paulatinamente la compostura.

Después de una jornada laboral intensa en Serfin, por la noche, como a eso de las 21:30, tomé el teléfono y marqué al cuarto de mi colega: “Oye, ¿y si nos vamos a echar un cabrito a la Macroplaza?, no vaya a ser que esta dama en verdad cumpla sus amenazas y se apersone aquí a las diez. Muerto de risa, me respondió: “¡Qué güey eres!, pero como quieras, pasa por mí, aquí te espero”.

Y así fue como un año más preservé mi virginidad, a los tiernos 29.

miércoles, 14 de octubre de 2020

¿Señor Montero?

El día de hoy fui a correr al Parque Metropolitano. De repente, alguien que venía detrás de mí se me emparejó y tomó mi paso, más lento, a la derecha, preguntándome a bocajarro: “¿Señor Montero?”. Sorprendido de que alguien me reconociera viniendo desde atrás, atónito respondí: “Para servirle”. Y el diálogo continuó:

- ¿Por qué ya no escribe en el periódico? Yo lo leía todos los domingos y sus artículos me parecían muy interesantes y entretenidos –me dijo.

- Le agradezco su gentileza. Lo que pasa es que hubo un intento de censura al cual yo me opuse rotundamente y la relación que hasta entonces había mantenido con el diario se dañó irreversiblemente. Pero no lo detengo, usted llevaba un paso más veloz que el mío, ¡adelante! –le respondí.

- No, no se preocupe, me voy con usted. Ha de haber sido por sus ataques a Diego Sinhue, ¿verdad? –continuó mi acompañante.

- Pues fíjese usted que no, fue un artículo contra Sheffied el que no les pareció. Me dijeron que para poder publicarlo tenía que eliminar todos los insultos contra el procurador federal del consumidor, y lo único que hacía era llamarle sinvergüenza, cosa con la que hasta Sheffield yo creo que está de acuerdo. No, no parece que les tengan temor a las autoridades estatales, pero me da la impresión de que a las federales les tienen pavor –expliqué yo.

- Fíjese que hasta tentado estuve de enviar un mensaje o comunicarme telefónicamente con los editores del periódico para manifestar mi extrañeza y queja por su intempestiva ausencia –se lamentó él.

- ¡Qué bueno que no lo hizo!, hubieran sido capaces hasta de cancelarle su suscripción, pero no se preocupe, ya que yo no he dejado de escribir, sólo que ahora no para una audiencia tan amplia, sino únicamente para quienes siempre han sido recipiendarios de mis artículos como una primicia, antes de que aparecieran publicados en el diario. Ha sido un verdadero alivio, pues ahora escribo más seguido, sin censura de ningún tipo ni presiones de otra índole. Si usted me da su correo electrónico, lo memorizo y le prometo que desde la próxima queda incluido en tan selecto grupo –me adorné.

- ¡Hombre!, se lo agradezco mucho, encantado de conocerlo personalmente, mi correo es… -se cibernetizó mi nuevo amigo.

- El gusto es mío, pero corra, corra, usted va mucho más aprisa que yo – me despedí.

Increíble, casi cuatro meses después de perder mi “empleo” y este individuo aún se acordaba de mí -por la foto que aparecía junto con el encabezado de mis artículos- y hasta de mi segundo apellido, o apeído, como dicen los leoneses. Hay gente lista, no cabe duda.

Perdí al joven jogger a la distancia, pero queda permanentemente grabado su nombre en la lista de mis corresponsales.

¡Gracias por esta ayuda a la autoestima, querido amigo! 

martes, 13 de octubre de 2020

Repugnante y canalla, lo que mejor lo describe

Hubiera querido comentar el libro que acababa de leer, La condición humana, de André Malraux, pero cayó en mis manos la novela autobiográfica de la escritora, editora y cineasta francesa Vanessa Springora, El consentimiento (Lumen, 2020) -que devoré de un tirón en dos sentadas-, sobre un depredador sexual, el también escritor galo Gabriel Matzneff.

Al principio, me chocaba un tanto que V. -como se llama a sí misma en el libro la autora-, una adolescente de apenas 14 años de edad, contra los 50 de G. –como nombra a su contraparte-, se dejara seducir epistolarmente por éste, conocido de la madre, que en un inicio manifiesta su oposición rotunda a tal relación, pero ante la evidencia de los hechos no le queda de otra más que ceder e incluso empezar a recibir y departir con la pareja en la propia casa materna, de la que el padre ya ha huido, en un típico caso de disfuncionalidad familiar.

Me chocaba también enterarme de la aquiescencia de la niña a que el hombre le hiciera todo cuanto a este se le ocurriera, desde la práctica de la felación hasta follarla por donde no debía, para evitarle así los dolores de la ruptura de su himen, pasando por el horror que al pedófilo le provocaban las ronchas que a la joven le salían en razón de una alergia cutánea. No obstante, ella se enamoró sinceramente del ya para entonces famoso escritor, a pesar de sus sospechadas infidelidades y de las felonías asentadas en sus obras, como la de pagar a un miserable niño filipino de once años de edad para que se dejara fornicar, entre muchas otras.

Me chocaba, en fin, estar leyendo a una respetable dama de 48 años de edad hoy en día, felizmente casada y con un hijo, y enterarme de cuestiones estrictamente del ámbito personal e íntimo y en las que ella había participado de manera tan activa y aparentemente sin rubor alguno. Estaba, pues, revictimizando a la víctima.

Porque qué responsabilidad podría tener, en todo caso, una criatura de 14 años de edad frente a un buitre cincuentón que no tardó en mostrarle el cobre más auténtico del que su alma estaba hecha. Llegó el día en que el patán se inventó un viaje fuera de la ciudad, dejándole a V. tanto las llaves de su estudio como las de la habitación del hotel donde solían vivir, pero hete aquí que Vanessa lo sorprendió al otro lado de una calle que no acostumbraban visitar, de espaldas y muy cogido de la mano de otra colegiala igual que ella.

V. entró en shock y emprendió la huida sin que el otro se hubiera percatado y anduvo vagando por los barrios de París hasta que se decidió a ir a la casa de un filósofo amigo de Gabriel, ¡Emil Cioran!, a refugiarse y a plantearle sus inquietudes, si la ocasión se presentaba. Y esta se presentó. Cioran le dijo a su “protegida” algo así como que el arte estaba por encima de cualquier otra consideración, que G. era un gran escritor y que así sería reconocido en el futuro, “o tal vez nunca lo sea, ¿verdad?, pero tienes que volver con él”. A todo lo anterior, la esposa de Cioran, que fue quien le abrió la puerta a V., asentía con condescendencia moviendo la cabeza afirmativamente.

Todo lo anterior le abrió los ojos a Vanessa, fue enterándose poco a poco de cómo el despreciable literato se jactaba de todas sus bajezas en sus libros y en sus diarios íntimos, dentro de los cuales, por supuesto, ella ocupaba un lugar preponderante, aunque no único.

El tipo hasta se dio maña para abrir un sitio web por interpósita persona en el sudeste asiático y en el que aparecían fotos de Vanessa a sus 14 años de edad. Los abogados le recomendaron a V. que no perdiera grandes cantidades de dinero y tiempo intentando algo contra G., pues el anonimato, las leyes laxas de aquellos lares y la carencia de copias de las fotos que Matzneff había publicado en su sitio web, hacían de ello una guerra imposible de ganar.

No en balde exclama Vanessa que sólo los literatos y los curas la libran con éxito en estos menesteres. La foto que incluyo con este trabajo es de Matzneff con otra de sus víctimas (Francesca Gee) en los Jardines de Luxemburgo, París, en 1973 -cuando V. tenía sólo un año de edad y G. 37-, y quien también lo denunció públicamente.

No obstante, Matzneff encara a la justicia francesa a pesar de su avanzada edad (84 años), como si fuera un vil criminal de guerra nazi. ¡Qué bueno! 

viernes, 9 de octubre de 2020

Child abuser

Pero no todo era pesar en UCLA, ni mucho menos, pues me tocó de Host Family una pareja joven, Mr. And Mrs. Ashburn, con tres preciosas nenas, Leslie, Allison y Stacy, de cinco, tres y un años de edad, respectivamente, auténticos querubines de visita en la Tierra. Con esta familia tuve oportunidad de convivir muchísimo más, a tal grado que cuando la señora y las hijas iban por mí a la universidad para salir de paseo, las niñas se abalanzaban sobre mí y se prendían de mis piernas como lapas, hasta la chiquita, que no podía ser menos que las hermanas. El marido, administrador de un exclusivo club para ricos en Bel Air, nunca salía con nosotros, pero tuve la oportunidad de convivir con él cuando me fui a hospedar a su casa y cuando me invitó, junto con su familia, a departir con ellos en las instalaciones del refinado club, con balneario y toda la cosa. Un auténtico paraíso.

Las niñas eran verdaderamente encantadoras, especialmente la pequeña, que apenas daba sus primeros pasos y que cuando, por lo mismo, caía de nalguitas al piso, exclamaba muy circunspecta: “Ooops!”, a pesar de su tierna edad, provocando la hilaridad de la madre y mi admiración por el fluido manejo del idioma del angelito.

A las más grandes les gustaban ya emociones más fuertes. Así, a Allison, la de en medio, la agarraba yo de sus dos manecitas y la hacía girar como en un volantín de feria, representando ella la fuerza centrífuga y yo la centrípeta, y asiéndola firmemente para que no fuera a darse un madrazo. Esta actividad no la podía llevar a cabo con ninguna de las otras dos, pues como en todo juego de feria que se respete, quedaban fuera del rango de edad permitido: ni tan grandotas ni tan chiquitas.

Un día que fueron a recogerme al campus, no fui consciente, sino hasta después de los abrazos, que Allison llevaba su bracito izquierdo en cabestrillo, para que, acto seguido, Leslie me espetara a la cara: “¡Le zafaste el brazo a mi hermana!”. “¡Ya, Leslie, ya! –la atajó la madre-, no lo hizo a propósito, fue un accidente, estaban jugando”. Cómo me habré puesto yo que en seguida la madre, toda apenada, me dijo que no me preocupara, que no era nada serio. Yo creo que el doctor le puso el cabestrillo a Allison para que la criatura no se sintiera tan libre y se expusiera a que volviera a ocurrirle lo mismo, pero sobre todo, para que al imbécil que le había dislocada su extremidad no se le ocurriera de nuevo violentar a un ser tan inocente. Me sentí como un child abuser.

De veras que resulta admirable que una dama con tres niñas chiquitas y, por lo mismo, con múltiples responsabilidades de madre, esposa y ama de casa, se comprometiera, además, para hacerla de anfitriona de un lagartón de 24 años de edad y mucho más problemático que sus pequeñas.

Comprenderán ustedes que lleve perennemente en el recuerdo y con el mayor agradecimiento a los Ashburn, sobre todo cuando me pongo a pensar que las criaturas de entonces rondarán ahora los 47, 49 y 51 años de edad.

Esto pone fin a la saga sobre mi remota vida en LA, no los perturbo más con el mismo tópico. 

miércoles, 7 de octubre de 2020

Crazy Lady

De la misma época de cuando fui estudiante de verano en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) en 1974 data la siguiente historia.

La universidad tenía para estos estudiantes un programa, Host Family (Familia Anfitriona), en el que un particular de la localidad podía invitar a uno o hasta dos de estos jóvenes para que fueran a cenar a su casa o de paseo a la playa o, incluso, pernoctar en su hogar. En una ocasión surgió como por encanto una matrona de poco más de cincuenta años de edad que buscaba a dos jóvenes que fueran a convivir con ella y cenar en su casa. Los “afortunados” fuimos un argentino, Armando Garsd –por entonces próximo a cursar un posgrado en medicina en el campus Davis de la universidad-, y yo. El día indicado esperamos a la dama en cuestión a la entrada del Hedrick Hall, y no tardó en hacerse presente en un tremendo lanchón V8 fuera de época, el cual abordamos con cierta desconfianza, y nos condujo a su casa.

La señora (¿señorita?) ya tenía preparada la cena, que nosotros pensamos combinaría de maravilla con la botella de vino con que la habíamos obsequiado. Sin embargo, los problemas empezaron desde que entramos a su vivienda, un tanto lúgubre, y cuando notamos que íbamos a cenar ¡en la cocina!, donde había una larga mesa rectangular literalmente empotrada en la pared. Y ahí nos dispuso la interfecta: sentados Armando y yo en el costado largo de la mesa que no colindaba con ningún muro, uno al lado del otro, mirando hacia la pared y sin vernos entre nosotros. Ella ocupó la cabecera de la mesa y, por supuesto, sin contacto visual con ninguno de los dos. Ya imaginarán ustedes lo weird (bizarro) de la escena. No recuerdo de qué pudimos platicar en situación tan embarazosa, pero yo sólo tenía un deseo inconmensurable de que todo aquello terminara de una buena vez.

¡Qué va! Terminada la insípida “cena”, la mujer nos mostró dónde estaba el fregadero y nos indicó que nos correspondía lavar los platos, mientras ella se echaba un cigarro y empinaba los restos de vino que quedaban en la botella. Los dos latinos, tan dados a la hospitalidad, no dábamos crédito a lo que vivíamos. Armando se encabronó, sin hacérselo notar abiertamente a la dama, y exclamó en un inglés champurrado y casi gritando: “¡Ah!, ¿quieres que lavemos los platos? No hay problema, me encanta lavar platos, es lo que suelo hacer en casa”, y me musitaba al oído: “Esta mierda vieja va a aprender lo que es meterse con quien no debe”, ante mi angustia de que la “mierda vieja” nos oyera cuchichear en español. Y se dio a la tarea de la peor manera posible, dejando los platos más asquerosos de lo que ya de por sí estaban. Los mal enjuagaba y me los pasaba para que yo los “secara”. El trapo que utilicé para tal propósito quedó hecho una murga.

En tales circunstancias, estaba yo ya casi al borde del colapso. Pero aún faltaba lo peor, pues una vez que hubimos terminado de “lavar” la loza, apareció nuestra amiga con una escoba, y la imagen que pasó por nuestras mentes –más tarde lo corroboraría con Armando- fue que esta bruja iba a emprender el vuelo, pero no, acto seguido, me dio la escoba diciendo: “Como él ya lavó los platos, te toca a ti barrer lo que se haya desparramado por el piso”. Sin chistar, obedecí, ya que lo único que quería era que esta crazy lady nos devolviera a nuestra casa, el Hedrick Hall.

Días después, cuando escribí para el Melting Pot –nuestro periódico veraniego- la anécdota anterior, las coordinadoras del curso no paraban de reír y me rogaban que escribiera más acerca del asunto, pues seguramente algo se me habría quedado en el tintero. No sé cómo algo así pueda provocar tanta risa cuando para mí constituye uno de los episodios más bochornosos de mi existencia.

martes, 6 de octubre de 2020

Terrorista meshica

Recién terminada la carrera, me enrolé en un curso de verano de inglés en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA). Transcurrían los meses de julio y agosto de 1974. Como compañero de cuarto (roommate) en el Hedrick Hall me tocó un iraní, Kavous Ardalan, que resultó ser limpio, silencioso, ordenado, respetuoso y muuuy dormilón. Yo creo que por esto último se levantaba muy de buenas todos los días. Sin embargo, a mí no terminaba de caerme bien, por no decir que hasta gordo me resultaba.

Un “diálogo” típico por las mañanas entre ambos era del siguiente tenor:

- ¡Hola, Raúl, buenos días! ¿Cómo amaneciste? –inquiría Kavous con su mejor semblante.

- (Gruñido) –le respondía yo que, para no variar, me despertaba encabritado.

El iraní, para no importunarme, no insistía más y yo bajaba a desayunar al comedor, pues ya para entonces estaba bañado, rasurado y todo lo demás, en tanto que él apenas comenzaba su día. Obviamente, Ardalan llegaba al curso ya bien avanzada la primera sesión; siempre era el último. Alguna vez, una de estas charlas matutinas dentro del curso derivó hacia los ferrocarriles y la coordinadora empezó a decir con qué nombre se le conocía a cada uno de los carros que conforman un convoy. Cuando llegó al último, Cabús, la risa fue generalizada, ya que esta palabra es homófona de Kavous, quien, por supuesto, aún no se presentaba.

Se llegó, sin embargo, una mañana en nuestro cuarto en que el diálogo que describo al principio dio un vuelco inesperado:

- ¡Buenos días, Raúl! ¿Cómo estás? –preguntó “Cabús”, como ya entonces le llamábamos.

- ¡Enojado! –contesté yo, que esa mañana, sin motivo,  me sentía particularmente encabronado.

- Pues yo estoy feliz –respondió el otro, aparentemente valiéndole madre todo-. ¿Y sabes por qué?

- No, no lo sé, y en una de esas, tal vez ni me interese –intenté cortar de tajo.

- ¡Porque me contestaste, Raúl, porque me contestaste! –me desarmó él.

Sentí como que me pegaba un torpedo en mi línea de flotación y no me quedó más que reír sonora y espontáneamente frente a tan sincera “ocurrencia”.

A partir de entonces “perdoné” a Kavous por todos los inconvenientes a mí causados y fuimos los mejores amigos durante el resto del curso.

Es más, en base a estos recuerdos, hace nueve años emprendí la búsqueda en Internet de su paradero, pues desde entonces no sabía de él, ¡y lo localicé! Le dio un gusto enorme saber de mí y recordar la anécdota que arriba refiero. Es doctor en economía y finanzas por las universidades de Santa Bárbara, en California, y Ontario, en Canadá, y profesor en finanzas en la Escuela de Administración del Colegio Marista, en Poughkeepsie, Nueva York. Ha escrito siete libros sobre la materia.

¡Salve, oh gran Kavous!