sábado, 28 de octubre de 2017

Paliativo contra el hartazgo

El único paliativo contra el hartazgo de la existencia que yo conozco es la lectura. No siempre fue así. Recuerdo que en mis años mozos, preparatorianos, cursaba yo la materia de literatura universal en la Universidad la Salle del Distrito Federal, hace exactamente medio siglo. Como todo en aquella época, tomaba esto como una más de mis ineludibles obligaciones que había que cumplir a la perfección. Así, memorizaba la lección al pie de la letra sobre lo que el maestro nos había dejado leer de la antología que nos servía de apoyo como libro de texto para el referido curso. Y cuando digo memorizaba, me refiero a ello literalmente, como si fuera yo una moderna computadora: tanto el material crítico del antólogo sobre las creaciones de los más grandes autores de la historia hasta nuestros días, como los extractos de sus obras incluidos en el libro, de tal suerte que cuando el profesor me solicitaba que expusiera el tema, ahí estaba yo recitando como tarabilla todo lo que había grabado en mi mente. Era impresionante, pues parecía como si estuviera yo leyendo directamente del texto, a tal grado que no faltaba el compañero ladilloso dos pupitres atrás del mío que, al alimón conmigo, recitaba: “coma, punto y seguido, dos puntos, punto y coma, punto y aparte…”, provocando las risotadas de toda la clase y el consecuente enojo del maestro.

Muchos años después, cuando ya había arraigado en mí el vicio por la lectura, recordaba con nostalgia aquella antología, lamentando haberme deshecho de ella no sé cómo. La necesitaba entonces para que me sirviera de guía y consejera para el angustiante y aterrador momento de decidir el siguiente libro a leer. Fue así como un día me aventuré a recorrer las librerías de viejo del centro histórico de la Ciudad de México para tratar de encontrar, si no mi antología, algo que hiciera las veces de aquel magnífico libro. Fracasé. Cansado, terminé en la matriz de la librería Porrúa implorando por una buena antología de literatura universal. El dependiente únicamente acertó a poner en mis manos la Historia social de la literatura y del arte, de Arnold Hauser, en tres tomos (el título en inglés resulta más propio: The social history of art, pues ciertamente el autor habla del arte en general, desde el Paleolítico hasta el cine del siglo XX, pasando por el Neolítico, Egipto, Mesopotamia, Creta, la Antigüedad Clásica greco-romana, la Edad Media, El Renacimiento, el Manierismo, el Barroco, el Rococó, el Clasicismo, el Romanticismo, el Naturalismo y el Impresionismo). No lo dudé mucho y la compré. Y como ya he hecho en algunas otras ocasiones, la dejé añejar algunos años y la vine a consumir aquí en León en 2009. Qué lectura tan espléndida.

Hace poco, de nuevo, ante “el aterrador momento del siguiente libro a leer”, desempolvé estos libros para matar dos (o más) pájaros de un tiro: tener algo que leer y obtener sugerencias para siguientes lecturas. La relectura fue tan espléndida como la primera vez.

Algo que resultó literalmente música para mis oídos es la forma en que Arnold Hauser concluye su estudio sobre el Romanticismo al final del volumen dos de su obra: “Para el clasicismo la poesía era el arte principal; el Romanticismo temprano estaba en parte basado en la pintura; el Romanticismo posterior, sin embargo, depende enteramente de la música. Para Gautier la pintura era todavía el arte perfecto; para Delacroix es ya la música la fuente de las más profundas vivencias artísticas. Esta evolución alcanza su punto culminante en la filosofía de Schopenhauer y en el mensaje de Wagner. El Romanticismo alcanza en la música sus triunfos más grandes. La gloria de Weber, Meyerbeer, Chopin, Liszt, y Wagner llena toda Europa y supera el éxito de los poetas más populares… La confesión de Thomas Mann de que el significado del arte le llegó por vez primera con la música de Wagner es altamente sintomática”. (El subrayado es mío.)

Quizás lo anterior me obligue nuevamente a leer a mis admiradísimos Schopenhauer y Mann. Por lo pronto, llamó mi atención lo que al autor señala en otra parte de su estudio referente a que el público en tiempos del romántico Walter Scott buscaba no ya tan sólo entretenimiento, sino aprender. Ello me llevó a interesarme por tal vez la obra cumbre de este autor: Ivanhoe, y me aboqué a conseguir el libro electrónicamente a través de mi tableta: conseguí una impecable edición de Penguin Random House ¡por tan sólo 29 pesos!, misma que devoré en dos semanas. Esta novela histórica de la época de Ricardo Corazón de León versa sobre un drama caballeresco medieval inglés del siglo XII, en el que, por supuesto, el amor juga un papel preponderante, pero no un amor carnal, sino otro más bien platónico, entre la judía Rebecca e Ivanhoe, que termina casándose con su amor de toda la vida: Rowena, de creencias idénticas a las suyas. La novela no se apega estrictamente a los acontecimientos históricos, pero contiene simbologías entre aquella época y la que al autor le tocó vivir, así como una serie de valores de consumo universal. De aquí el regusto por el libro. La edición incluye, además, un magnífico estudio de Graham Tulloch sobre la obra.


Actualmente sufro con Historia del tiempo / Del big bang a los agujeros negros, del insigne Stephen W. Hawking, porque hay que leer de todos los géneros (novela, cuento, ensayo, poesía) y sobre todos los temas (filosofía, ciencia, historia, sociología, economía, finanzas), “no para saber más, sino para ignorar menos”, como dijera la célebre Sor Juana Inés de la Cruz.

lunes, 9 de octubre de 2017

Muerte buena

Tengo un amigo, médico, defensor a ultranza de la eutanasia para enfermos terminales y practicante él mismo de este bálsamo en personas que en tales circunstancias acuden en su auxilio. Fue así como ayudó a bien morir al más reputado periodista y politólogo del país, aquejado por un cáncer terminal muy penoso y agresivo, y quien, en su última columna, publicada de manera póstuma, hasta oportunidad tuvo de despedirse de todos sus lectores. Hace unas semanas, el galeno escribió un artículo provocador en el periódico donde colabora todos los domingos y va un paso más allá: se pregunta si es lícito ayudar a morir por enfermedades no terminales, y mencionaba el dramático caso del holandés Mark Langedijk, de 41 años, divorciado, con dos hijos, 21 intentos fallidos por redimirse del alcohol, depresión profunda y quien luchó y obtuvo de parte de las autoridades sanitarias de su país el permiso para poner fin a su vida mediante la administración profesional de una inyección letal, cosa que ocurrió en julio de 2016, rodeado por sus padres, hermanos y su mejor amigo, un párroco, después de una reunión de despedida donde se comió y se bebió. Mis respetos y admiración para todos ellos.

En un caso mucho más cercano, una ex compañera de trabajo, muy querida, padece esclerosis múltiple. En una ocasión, hace pocos años, me llamó por teléfono aquí a León y desesperada me pidió que con toda honestidad le dijera qué haría yo en su lugar. Honestamente le respondí que, en su caso, ya no querría más seguir adelante. Me preguntó que si le podía sugerir algo, y saqué a colación a mi amigo. Me pidió de favor que lo contactara e hiciera una cita para ella. Platiqué con el doctor y el encuentro quedó pactado. Ambos sabían bien a lo que iban, no era necesario decir más nada.

Después del encuentro, mi admirado amigo me llamó por teléfono:

- Oye, Raúl, tu amiga no desea morir.

- Será que ya la quiero yo matar- afirmé inquisitivamente.

-No –repuso-, pero estos no son casos de ‘enchílame otra’ y a lo que sigue. Una de las particularidades de un buen médico es el establecimiento de empatía con sus pacientes y poder derivar de aquí los impulsos sicológicos que realmente los mueven. Y lo que menos quiere tu amiga es morir.

Poco después llamó mi amiga para agradecerme lo que por ella había hecho, hablando maravillas del médico, su consulta, y de que ni siquiera había querido cobrarle, muy a pesar de despachar éste en el hospital ABC del, todavía, Distrito Federal.

Por último, en una situación infinitamente más personal, mi padre, de quien tanto hablo en mis escritos, quedó baldado de por vida por un maldito que lo intervino quirúrgicamente de una compresión cervical en febrero de 1999, que le ocasionó una parálisis del cuello para abajo que lo mantuvo prácticamente nueve años en cama sin poder valerse por sí mismo ni para sus necesidades más elementales. Las depresiones que en ocasiones le venían eran de pronóstico reservado, y a veces me pedía, cuando éstas pasaban, que lo ayudara a poner fin a “todo esto”. Mismas veces en que yo le llegaba a comentar que lo podría hacer si él realmente estaba convencido, pero en seguida desviaba la conversación y se ponía a hablar de cualquier otra cosa, de futbol, por ejemplo, y del equipo de sus amores, ¡el Cruz Azul! De broma lo puyaba diciéndole que si lo único que esperaba para morir era que éste fuera campeón, bien se veía que él, mi padre, quería ser inmortal. Sin embargo, un buen día, en octubre de 2007, se puso mal, muy mal, y lo llevaron de emergencia al nosocomio, de donde, al darse cuenta de su situación, exigió que lo devolvieran inmediatamente a su casa y, una vez en ella, se dejó morir en pocas horas, después de varios años finales de su vida muy miserables.

Eutanasia. Buena muerte o, mejor aún, muerte buena, que yo recomendaría hasta para quienes simplemente estamos hartos de la existencia.

miércoles, 4 de octubre de 2017

Deprimente vivencia democrática

Ninguna experiencia tan democrática (nos aterroriza a todos por igual) como un sismo. En 1957 era yo un chiquillo de siete años de edad. Tenía una hermana menor, de cinco, y un hermano mayor, de nueve, y vivíamos todos,  junto con nuestros padres, en pleno Distrito Federal. La madrugada del domingo 28 de julio de ese año, mi padre entró en pánico y, arrodillado en el piso, no dejaba de dar tumbos de un lado a otro implorando a María Santísima y a Dios Nuestro Señor que cesara el fuerte movimiento de tierra que en aquellos momentos se estaba dejando sentir en toda su intensidad. Intentaba, además, ponernos a salvo despertándonos para emprender la huída desde el segundo piso de nuestra vivienda hacia la calle, pero mi madre se lo impidió diciéndole que nos dejara dormir, que sólo nos asustaría. Ninguno de nosotros tres nos enteramos de nada sino hasta que amaneció, cuando mi madre hizo amorosa burla de las solicitudes celestiales de mi padre apenas hacía unas horas.

Durante la semana, fuimos a conocer los estragos que el terremoto había ocasionado en la gran ciudad. Lo que más llamó mi atención fue un enorme edificio en construcción, apenas en sus sólidas estructuras de hierro, pero ahora dobladas y retorcidas como charamuscas. ¿Qué fuerza tan extraordinaria pudo obrar tal prodigio?, me inquiría yo a esa tierna edad y con los ojos despavoridos. Luego fuimos a ver cómo el Ángel de la Independencia había emprendido su vuelo y cómo la Torre Latinoamericana había permanecido incólume, aun más impasible que los tres hermanitos el domingo anterior en la madrugada.

El jueves 19 de septiembre de 1985 fue harto distinto. Yo era ya un lagartón de 35 años de edad que regresaba de correr a su casa escuchando en el radio del coche el popularísimo programa Batas, pijamas y pantuflas, con Sergio Rod y Gustavo Armando Calderón, quienes, ignorantes de que en pocos minutos dejarían de existir, chacoteaban de lo lindo como todos los días. Al llegar a la casa, bajé del coche y, cuando subía las escaleras rumbo al baño en el segundo piso, empezó un zangoloteo como jamás había sentido yo en toda mi vida. Al carecer de las herramientas de mi padre, no me quedó más remedio que guarecerme en el umbral de la puerta de mi estudio mirando hacia un rincón del techo, que se movía de manera impresionante y crujía cual si estuviera hecho de madera, pero era de concreto macizo y sólido ladrillo, esperando que se derrumbara en cualquier momento. Al poco rato todo cesó y pareció que no había sido más que otro movimiento telúrico a los que tan acostumbrados estábamos los chilangos.

Qué va. Mi esposa, a quien todavía no conocía en aquel entonces y de apenas 20 primaveras, vivía en el edifico Ignacio Ramírez en pleno Tlatelolco, y de inmediato se dirigió a la ventana, pues siempre tuvo curiosidad por ver cómo se movía la Torre Latinoamericana, bajo los efectos de un fenómeno geológico de tal magnitud, sobre sus pilotes hidráulicos, pero no se lo permitió el estruendo del edifico Nuevo León al derrumbarse dentro de la misma unidad habitacional. Junto con sus padres y su hermana, volaron por las escaleras para salvar los varios pisos que los separaban de la calle. Su edificio quedó inservible y les impidieron vivir más en él, a partir de la noche de ese fatídico día. Varias semanas después les permitieron ir a rescatar lo que de más valor pudieran tener en su departamento, pero dispondrían tan sólo de unas horas. La indemnización que les dieron les alcanzó apenas para adquirir un modesto piso en el sur de la ciudad, después de un largo tiempo de vivir en la casa de la madrina de Elena, mi mujer.

Ese mismo 19 de septiembre, al momento preciso del terremoto, un amigo mío corría cerca de su casa por los rumbos de la Prado Churubusco. Mientras lo hacía, entró en terror, pues al sentirse mareado y dar tumbos de un lado a otro, pensó lo peor tratándose de un deportista ocasional: un ataque al corazón. Lívido, con las manos sobre el pecho, se derrumbó boca arriba en el pasto del camellón por el que trotaba, y cuál no va siendo su enorme dicha al ver que los cables y postes de luz se movían como si estuvieran sobre la cubierta de una embarcación a la deriva en un mar tempestuoso. Se incorporó y se puso a correr lo mejor que pudo para ir en auxilio de los suyos a la casa donde vivía.

¡Bonito León, Guanajuato, donde la vida no vale… poco!