lunes, 24 de julio de 2017

De la ligereza

Siempre se me ha hecho más difícil abordar un libro de las llamadas ciencias “blandas”, como la sociología, que de  las denominadas “duras” (física, matemáticas) y las “semiduras”, como la economía. No ha mucho abordé uno de dichos textos blandos: La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas S. Kuhn, que tal vez por el tema y por ser su autor un sociólogo doctorado en física no resultó tan “blando” y me pareció fascinante.

No estaba ocurriendo así con De la ligereza, del sociólogo y filósofo francés Gilles Lipovetsky. Un buen amigo mío confiesa que él lee poco, y si lo que lee no le gusta, no le da más de uno o dos capítulos antes de claudicar. También afirma que no hay libro de administración de negocios (él es el director del Campus Tecnológico de la filial en Guadalajara de una de las corporaciones más grandes e importantes del mundo) que no le haya dado a uno más del 90% de su contenido neto al llegar al capítulo tres, que el resto sólo sirve para dar volumen y justificar el precio. Germán Dehesa le da la razón a mi amigo, pues afirmaba que si un libro no le gustaba habiendo leído veinte páginas, lo dejaba a un lado.

Algo extrañamente similar me estaba ocurriendo con Lipovetsky, ya que durante esas fatídicas primeras veinte páginas no abandonaba la idea circular de que lo ligero había llegado para quedarse entre nosotros, y no mucho más. Para bien o para mal, mi obcecación y terquedad me llevan más bien a buscar en todo libro esas veinte páginas que lo rediman, y afortunadamente en este caso no hubo que esperar mucho.

Dice el autor que su texto aborda la ligereza “que se materializa en observables figuras concretas, en la historia de las sociedades y sobre todo en el mundo actual” y que en las páginas de su libro “no se encontrará ni una apología ni una condena moral o política de la ligereza”. Sin embargo, no deja de preguntarse “¿Cómo glorificar la ligereza consumista cuando ha hecho mermar el valor y la deseabilidad de la alta cultura, cuando genera la obsesión por el consumo y contribuye a degradar la ecosfera?”.

En este tenor, son impresionantes las cifras que aporta Lipovetsky: “En 2012 se produjeron en el mundo 288 millones de toneladas de materias plásticas, la mayor parte de las cuales acabará antes o después en el ambiente, sobre todo en los océanos”. Además: “Las bolsas de plástico, esas maravillas de la ligereza tecnológica capaces de sostener una carga dos mil veces superior a su peso, plantean cada vez más problemas ecológicos: a principios del siglo XXI se fabricó un billón de unidades que necesitarán cuatro siglos para empezar a degradarse”, pero en el ínter, “el plástico superligero pone en peligro el ganado, las especies marinas y el litoral”.

En el mismo sentido: “La civilización de lo ligero tiene una necesidad creciente de energía y materiales sólidos… Para obtener 30 gramos de platino hay que tratar 10 toneladas de mineral; una tonelada de cobre exige entre 100 y 350 toneladas de roca… En la vida, lo ligero se experimenta como lo contrario de lo pesado; pero en la esfera de producción de cosas no puede prescindir de lo pesado.”

En cuanto a las energías: “las centrales térmicas de carbón producen más del 40% de la electricidad mundial… las energías eólicas aportan el 1.5%… y la solar veinte veces menos. En estas condiciones sólo el gas y el carbón podrían reemplazar a la energía nuclear, pero al precio de aumentar las emisiones de CO2”. Es decir, “la energía nuclear aparece como la industria que permitirá salir de una transformación climática catastrófica en la segunda mitad de este siglo”, pero mientras tanto, para gloria de Trump, continuará la primacía del carbón durante los próximos 30 años.

Por otro lado, Monsieur Lipovetsky se lamenta amargamente de que la llegada de Internet y Google ha degradado lastimosamente el rigor y la calidad del quehacer académico y de investigación, y casi afirma que estas dos actividades tendrían que ser el producto de la sangre, el sudor y las lágrimas que Churchill derramara en otra época y por otras razones, y para ello “vuelve” a otorgar al maestro el papel seminal que debe jugar en la consecución de tan noble fin.

Y así por el estilo, Gilles Lipovetsky aborda el tema de la ligereza/pesantez en múltiples otras áreas, tan diversas como la vida, el cuerpo, la moda, el arte, el diseño y la arquitectura, y a tal nivel de erudición en estos últimos campos en cuanto a estilos, autores y obras que no puede uno menos que dudar que el señor lo haya visto todo y tenga conocimiento tan amplio de todo. De verdad, es impresionante. Yo intenté seguirle el paso en cuanto a las obras de arte y arquitectónicas que citaba, así como en cuanto ¡a la moda!, consultando las imágenes respectivas en Internet, y desistí, pues resultó una labor ingente e imposible de cumplir. Imagínense ahora haberlo vivido y experimentado todo personalmente. Muy seguramente dispondrá de un equipo de trabajo muy amplio, eficiente y capaz.

Como quiera que sea, este libro resultó a final de cuentas fascinante también, sobre todo cuando el autor, como buen filósofo, incluye casi al terminar un pensamiento de Nietzsche que me parece impecable: “Lo que hace falta: es preciso ser un hombre ligero o un hombre aligerado por el arte y el saber.”

lunes, 3 de julio de 2017

Tristram Shandy

En un escrito anterior prometí comentar acerca del libro que entonces estaba leyendo, La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy o, simplemente, Tristram Shandy, del irlandés Laurence Sterne. A decir verdad, el libro me pareció una bobera, a pesar de “la vida y las opiniones del caballero” Javier Marías, el célebre escritor ibérico y traductor al español de la obra, que, como en aquel entonces, aquí reproduzco: “Tristram Shandy es mi libro favorito: es, a un mismo tiempo, la novela clásica más cercana al Quijote y a la del siglo en que escribo; tanto su recuerdo como su frecuentación esporádica me producen un indefectible placer; puede abrirse por cualquier página, con asombro y sonrisa siempre. No creo haber aprendido más sobre el arte de la novela que durante su traducción. Sin duda, mi mejor obra.” ¡Qué despropósito!

Más que de la vida, versa únicamente sobre las “opiniones” de Tristram Shandy, narrador en primera persona de la novela, que sólo en el volumen VII del libro, donde la voz de Tristram se confunde con la del propio autor al tratarse de una reseña autobiográfica de éste, hace honor al largo título de la obra. El resto no es más que una anodina e inane descripción de la vida igualmente simple de otros (Mr. Shandy, el tío Toby y su fiel escudero Trim, Mr. Yorick, criados, sirvientes y parejas de los protagonistas), con múltiples digresiones de las que el mismo autor, en boca del narrador, hace mofa y que lo llevan a uno a creer que se pierde el hilo de la narración, que es lo que Sterne persigue con toda intención.

Tristram narra esa vida de los otros desde antes incluso de que él viniera al mundo, el chusco modo en que fue concebido, el accidente que ocurrió con su nariz al nacer, la no menos equívoca manera en que fue bautizado con el nombre de Tristram, cuando su padre quería que fuera Trismegisto y consideraba que estos tres accidentes del destino (concepción, forma de la nariz y nombre) marcan indefectiblemente la vida de cualquiera. Pero, además de esto, son poquísimos los episodios en que estemos siendo testigos en realidad de la vida y las opiniones de Tristram Shandy, salvo el referido volumen autobiográfico de Sterne, que curiosamente lo produjo para esta novela por entregas (enero de 1760 a enero de 1767) en un momento en que el tema parecía totalmente agotado.

Fuera de tres o cuatro pasajes del libro que verdaderamente me envolvieron, la mayor parte de él me pareció falto del encanto en que Marías seguramente querría que cayéramos. La lectura, además, se hace pesadísima con las mil 107 notas  que se incluyen al final del libro, muy a pesar de la advertencia de don Javier de acudir a ellas sólo cuando no se entienda algo y dejar el resto a los eruditos para no perder el ritmo de la novela, ¿pero quién le garantiza al lector que no está omitiendo algo de “vital” importancia, sobre todo cuando se es tan obsesivo como el que esto escribe? Y sí, muchísimas de las notas de Marías son de una supina petulancia y extremadamente prolijas. Además, en ellas insiste de continuo en alertarnos sobre las connotaciones sexuales de la obra, como una fijación, vamos. Y es que el autor tuvo en su época, ¡hace exactamente un cuarto de milenio!, fama de lascivo, aunque, comparado con lo que se escribe en la actualidad, su literatura estaría hoy en día primordialmente dirigida a un público infantil. Por otro lado, no hay peor cuento verde, como le llaman los paisanos del traductor, que el que se tiene que explicar, pues termina por perder toda su gracia y hasta por volverse odioso, algo que en el caso de Marías se cumple a cabalidad con la mejor de las intenciones.

Lo que me parece también un despropósito es tratar de establecer un paralelismo entre Sterne y Cervantes y, peor aún, entre el Tristram y el Quijote. No se puede atribuir más que a mi incultura e ignorancia el que yo no haya oído hablar de Sterne sino hasta el seminario de Alejandro Toledo sobre Del Paso en la librería Efraín Huerta del Fondo de Cultura Económica en 2016, en cambio a Cervantes y el Quijote llevo yo oyéndolos mentar no menos de 60 años, no importa que no haya emprendido su cabal lectura sino hasta 2005 con motivo del cuarto centenario de la aparición de la primera parte de la obra, aunque ya con anterioridad me obligaran a leer y comentar pasajes selectos de la novela durante mis años mozos de secundaria, hace más de 50. Por la misma época, sin embargo, tuve oportunidad de leer algunas de las Novelas Ejemplares del mismo autor, que me embelesaron.

Con Sterne, no obstante, la frustración de buscar sin encontrar su novela, como ya relaté en el mismo escrito a que hago referencia al principio, me llevaron a “conformarme” con la lectura de la que sí encontré: su “obra maestra”, como la llama Marías, Viaje sentimental por Francia e Italia, y de la que no recuerdo absolutamente nada, excepto el desencanto que me produjo. Esta obrita (por sus dimensiones) es “una originalísima sátira de los libros de viajes que no fue bien entendida por el público”, de nuevo según Marías.

Se puede establecer un paralelismo entre la traducción del Tristram y la edición conmemorativa del Quijote, de la Asociación de Academias de la Lengua Española y Alfaguara, que yo leí: la ingente cantidad de notas explicativas, al final del libro en aquél y a pie de página en éste, con una notable diferencia: mientras que las mil 107 de Marías se tornan insoportables en un momento dado, los millares del Quijote resultan frescas, pertinentes y ágiles.

Tristram ha sido controversial desde el momento de su aparición hasta la fecha, y Javier Marías y un servidor somos un vivo ejemplo de ello, pero ha habido otros a lo largo de la historia que dan testimonio de lo mismo. Como se vio, Marías decidió hacer de esta obra de Sterne un proyecto de vida, el vastísimo trabajo documental al final del libro y la traducción misma de esta novela de alrededor de 600 páginas así lo atestiguan. Todo esto más digno de un trabajo doctoral universitario que de otra cosa.

Me desconcierta lo que dice Andrew Wright en la introducción al libro de Sterne: “no es exagerado decir que, de todos los novelistas ingleses de primera fila del siglo XVIII, ha sido Sterne el que ha ejercido un influjo más penetrante en la literatura del siglo XX: James Joyce, Virginia Woolf, Samuel Beckett y Michel Butor son tan sólo los ejemplos más ilustres de esta influencia.” No soy especialista, pero me niego a notar atisbos de dicha influencia en Los dublineses, Retrato del artista adolescente y hasta en Ulises, de Joyce, por no hablar de La señora Dalloway y Al faro, de Woolf, no así en Esperando a Godot, de Beckett, cuyo absurdo se podría avenir un poco más con el estilo de Sterne en Tristram, algo de lo que tal vez ni el propio Beckett era consciente.

En fin, yo más bien me pondría del lado de sus detractores, los novelistas Samuel Richardson, Oliver Goldsmith, Tobias Smollett y Horace Walpole, y el Dr. Samuel Johnson, el mejor crítico literario en idioma inglés. Curiosamente, entre sus defensores se encuentra el biógrafo de este último, James Boswell.

Finalmente, me sorprende que Javier Marías no tenga como su libro favorito al Quijote de su paisano Cervantes en vez del Tristram de Sterne y sobre quien se supondría que aquél ejerció una influencia definitiva. Para mí, además de la diferencia abismal que considero existe entre ambas novelas, sí tengo al Quijote como uno de mis libros favoritos, no sé si como el que más, pero peleando férreamente el puesto. No quisiera decir que contra Los Buddenbrook, de Thomas Mann, pero ya lo dije, aunque la opinión resulte sumamente injusta para con tantos otros libros que se han leído y que, como Vargas Llosa atinadamente señala, nos han permitido vivir realidades tan ajenas a las de nuestro pobre y diario existir.