miércoles, 25 de noviembre de 2020

In memoriam de Diego

Para Diego Armando Maradona, por hacerme testigo protegido y otorgarme el criterio de oportunidad de presenciar en vivo las tres más grandes hazañas de su vida: los dos goles contra Inglaterra en cuartos de final y el campeonato del mundo, en México ‘86.

En 1986, IBM de México fue patrocinador y parte del comité organizador del Mundial de futbol de ese año en el país. Como tal, entre otras cosas, prestó terminales remotas en todas las sedes e instaló un centro de cómputo en el CIP (Centro Internacional de Prensa), sito en Campos Elíseos, a un costado del hotel Presidente Chapultepec. Yo fui el responsable de la instalación del software de comunicaciones encargado del manejo de la red así conformada. En compensación, unos meses antes, IBM obtuvo de las autoridades del comité bonos para los empleados que quisieran presenciar los diez encuentros que se disputarían en el estadio Azteca durante el certamen, cuyo precio, ya de por sí bajo, sería descontado mensualmente por nómina. Se necesitaba verdaderamente odiar el soccer o haber pasado a mejor vida para dejar escapar tal oportunidad. Aunque sólo fuera como negocio.

Los dos bloques en las gradas asignados en el estadio a los empleados de IBM eran inmejorables, no tan esquinados y en perfecta diagonal en las tribunas laterales opuestas del coloso.

Y se llegó el día del gran encuentro, esperado por todos: Argentina-Inglaterra en los cuartos de final, con toda la carga emocional que semejante confrontación representaba: todo mundo recordaba cómo veinte años atrás en Wembley, precisamente en otros cuartos de final entre los mismos rivales, el argentino Antonio Ubaldo Rattín, al ser expulsado del partido y tras un largo show, se agarró los genitales al pasar frente a la tribuna donde se encontraba la Reina Isabel II (¡sí, sí, la misma de ahora!). Y cómo olvidar la afrenta de las Malvinas contra los argentinos en 1982.

En fin, el escenario estaba dispuesto, y al minuto 51 un desvío desafortunado de un defensor inglés resultó en un balón elevado que disputaron el portero británico, Peter Shilton, y el Pelusa, que claramente éste impulsó a la red auxiliándose exclusivamente de la mano. La acción fue clara, pues yo estaba a no más de 30 o 40 metros de la escena del “crimen”, pero el compañero que tenía a mi lado ni aun así la vio. “¡Lo van a anular, hombre!”, le gritaba. “No, no, no, lo están dando por bueno”, me ripostaba él. Y en efecto, el árbitro auxiliar señalaba con su bandera hacia el centro del campo, confirmando lo que mi interlocutor decía. No daba yo crédito, ¡se había consumado la estafa!

Si hubiera existido el VAR, o si hubiera sido yo el abanderado, se habría anulado el gol con toda justicia, pero ¡qué bueno que no fue así! No sólo porque el VAR ha hecho del futbol un “espectáculo” insufrible y tedioso, sino, sobre todo, porque tal vez nunca hubiésemos visto el siguiente gol de Maradona contra la “pérfida” Albión cuatro minutos después. Gol que ha sido bautizado injustamente como el “Gol del Siglo”, pues yo lo calificaría del milenio o de la historia del balompié. Jamás he visto nada igual ni lo veré en lo poco o mucho que me reste de existencia, en vivo y a no más de treinta metros de mis narices: Maradona tomó el balón más allá de media cancha, burló a seis o siete rivales, se dio el lujo de esperar la salida del portero, tocar suavemente abajo a su izquierda y todavía salir indemne del guadañazo que le tiran al final. Si Diego Armando hubiera sido un artista -que lo fue-, su gol hubiera sido la obra de arte perfecta. ¡Lo es!, porque en la actualidad tenemos la opción de repetirla cuantas veces queramos a través de la red. Yo estuve ahí y en la posterior coronación de Argentina frente a Alemania (3-2). ¡Inolvidable!

Qué curioso, el corrector de mi procesador de texto (Word) ya no marca la palabra D1OS como errónea. La intenté ahorita y no me la subrayó en rojo, aunque en el diccionario de la RAE, obviamente, no aparezca.

martes, 24 de noviembre de 2020

¿Qué es real?

Hace cuatro años emprendí la lectura de una pequeña joya del Fondo de Cultura Económica, Filosofía de la física / I. El espacio y el tiempo (FCE, 2014), de Tim Maudlin, con el objeto de afianzar mis conceptos sobre la teoría de la relatividad -especial y general- de Albert Einstein (http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2016/10/teoria-de-la-relatividad-para-dummies.html). En la obra, el autor anticipaba la publicación de un segundo volumen. Philosophy of physics / Quantum Theory (Princeton University Press, 2019), que para mí resultaba mucho más atractivo, toda vez que sobre el particular no había yo leído prácticamente nada formal, excepto lo que se publicaba en textos especializados en periódicos y revistas, y en Internet. Por eso, desde entonces, 2016, estuve cazando la aparición de este volumen, al cual accedí, a través de Amazon, hace un par de meses. Leí las primeras varias páginas -de las que la plataforma autoriza su lectura gratuita-, me pareció accesible y lo compré.

Pronto me arrepentí, pues el libro se vuelve abstruso pocas decenas de páginas más adelante, además de que incluye toda la compleja matemática inherente a la mecánica cuántica. Di por perdidos los trescientos y tantos pesos que me costó el libro, pero recordé haber visto al final del primer capítulo, dentro de la sección lecturas adicionales, la recomendación que Maudlin hacía de la obra What is real? (Basic Books, 2018), de Adam Becker, como el testimonio más completo, confiable y accesible de la historia del desarrollo de la teoría cuántica. ¡Cuánta razón! Después de leer las primeras páginas a las que Amazon da acceso gratuitamente, procedí de inmediato a pagar los ciento y pico pesos que cobran por el libro y lo devoré, literalmente, como una novela. Valió la pena la inversión que hice en ambos textos por este solo hecho.

Sensacional y soberbio libro que me hizo comprender los intríngulis de la física cuántica, no al nivel del experto, claro, pero sí conceptual y desde la perspectiva histórica que bien apunta Tim Maudlin. No entraré en los detalles de la teoría que terminan por hacer estos escritos insufribles para quienes no tienen el interés y que ya en otras ocasiones me han hecho sentir con su ominoso silencio, pero sí quería compartir con ustedes la profunda alegría intelectual (¡felicidad!) que da el comprender algo, y tal vez con este bagaje pueda ya hasta entender el primer libro, ese cuya lectura abandoné, desencantado. Es enormemente gratificante conocer sobre las dos ramas de la física que estudian cuanto nos rodea: lo macro, con la física o mecánica clásica o celeste, y sus más insignes representantes, Albert Einstein, Hermann Minkowski, Hendrik Lorentz y muchísimos más; y lo subatómico o de partículas, con la física o mecánica cuántica, y sus no menos dignos representantes, Niels Bohr, Erwin Schrödinger, David Bohm, Hugh Everett, John Stewart Bell y tantos otros.

Si alguno está realmente interesado en todo esto, les recomiendo ampliamente los siguientes dos artículos de mi autoría: http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2008/01/relativa-facilidad-absoluta-belleza.html y http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2017/11/decepcion-cuantica.html.

Que se diviertan.

martes, 17 de noviembre de 2020

Soy autor de un solo libro

La pandemia me obligó a releer los primeros dos libros que leí en mi vida: La Navidad en las montañas, de Ignacio M. Altamirano, y La gaviota, de Fernán Caballero (seudónimo de Cecilia Böhl de Faber). Esto lo hice a los 14 y 15 años de edad, cuando cursaba segundo y tercero de secundaria, respectivamente, es decir, ya estaba bastante huevoncito como para apenas iniciarme en tan sacrosanto deleite. Todo esto, obligado por las circunstancias, pues nos lo asignaron como deber ineludible en la escuela confesional donde recibí mi instrucción básica y media (Colegio Cristóbal Colón) en la Ciudad de México.

Y es que de veras no entendía yo cómo alguien podía tomar un grueso libro y aventarse el tiro de leerlo todo. Se me hacía una tarea imposible y digna de la mayor admiración, y eso que la obrita de Altamirano es una pequeña novela de poco más de una treintena de páginas, no así la de Caballero, una novela ya mucho más en forma. Como quiera que sea, disfruté de ambas enormemente, casi tanto como ahora, aunque ya con la amplia visión que da el haber leído durante tanto tiempo. No en balde ha pasado más de medio siglo.

La obra del insigne mexicano es un auténtico cuento navideño, y la de la española, una novela moralista en la que juega un papel importante el adulterio. Difícil imaginar en una escuela “mocha” de aquellos lejanos años una lectura tal y entre puros varones adolescentes, a una edad en que las “más bajas pasiones” comienzan a desbordarse. Afortunadamente, nuestro maestro de literatura española era una eminencia con el más amplio criterio. Sin duda, el mentor que, junto con otros dos en el ámbito de las ciencias, recuerdo con más cariño en toda mi vida.

En realidad, La Gaviota hubiéramos tenido que leerla en equipo ¡durante las vacaciones! (tareas –contra los derechos humanos, dirían ahora- muy comunes entonces) y acreditar dicha lectura con un trabajo conjunto, pero yo que, contraviniendo todas las falacias al respecto, jamás he creído en tales baladronadas, reuní al mío -conformado por Llorens, Martínez, Saavedra y un servidor- y los instruí: yo compro el libro, lo leo, hago el trabajo, lo paso a máquina y lo encuaderno; tú, Martínez, que le haces al dibujo, conforme vaya avanzando en la lectura, te paso los rasgos de los personajes y los dibujas, junto con algunos otros elementos de la novela que vayan surgiendo, y ustedes, Llorens y Saavedra, corren con los gastos en que incurramos. Por supuesto, todos aceptaron de mil amores.

Y ahí me tienen, describiéndole los personajes centrales a Martínez: Marisalada, la Gaviota, hija del pescador Pedro Santaló, y sobrenombrada así por su propensión al canto en sus correrías por la playa; la tía María, su protectora; Momo, bajo la férula de la tía, mozalbete de la picaresca y némesis de Marisalada; el doctor Stein, alemán, caído al pueblo por casualidad, se enamora y casa con la Gaviota, y, en fin, Pepe Vera, el torero, y con quien aquella termina poniéndole el cuerno a Stein (el colmo: poner el cuerno al marido con un torero).

Una vez terminado el trabajo, lo llevé a encuadernar en pasta dura y, nada humilde, hice que grabaran en grandes letras doradas sobre la cubierta: Estudio crítico de Fernán Caballero, y los nombres de nosotros cuatro en caracteres más pequeños: Gutiérrez, Llorens, Martínez y Saavedra, en riguroso orden alfabético (justicia divina). Al regresar de “vacaciones” entregamos el trabajo y la siguiente clase fuimos convocados a comparecer enfrente del salón para que nuestro querido profesor vertiera los más sentidos elogios por nuestro loable empeño. Algo ha de haber imaginado el canijo, pues al final, dirigiéndose a mí, concluyó con voz emocionada que provocó en mi interior una euforia descomunal: “Compañero, usted ya cumplió escribiendo un libro, únicamente le falta sembrar un árbol y tener un hijo, que ya a su debido tiempo sabrá usted cómo llevar a cabo”.

Y heme aquí, cincuentaicinco años después, esperando la aparición del segundo libro… y como don Teofilito. Ya ven, prefiero divagar con pendejaditas como ésta. Eso sí, he sembrado varios árboles y tenido dos hijos extraordinarios, para los que sí necesité de trabajar en equipo denodadamente con mi querida Elena, team leader indiscutible.

viernes, 6 de noviembre de 2020

Malditas redes sociales

A raíz del madrazo que me di el día de mi cumpleaños corriendo en el Parque Metropolitano y que puso en serio peligro la vida de dos de mis piezas dentales, empezaron a aparecer una serie de anuncios en las páginas a las que suelo acceder en Internet ofreciendo todo tipo de protectores bucales. Vamos, ¡hasta correos me enviaron! A nadie le extraña, por otro lado, que si uno emprende la búsqueda de un producto o servicio vía la misma herramienta, de inmediato empiece a recibir publicidad atosigante del bien requerido proveniente de los más disímbolos proveedores, pero de aquí a que se viole la intimidad de mis correos electrónicos enviados a unas cuantas decenas de personas conteniendo artículos donde describo los avatares de mi existencia o, peor aún, se tenga acceso a los archivos personales de mi computadora para averiguar las miserias de mi vida, suena ya más cabrón.

Digo, también podrían haber accedido a mi blog (blograulgutierrezym.blogspot.com), donde también incluyo los artículos enviados al privilegiado grupo de personas arriba mencionado, aunque sinceramente lo veo más difícil, ya que mi sitio es el lugar ideal para cometer el crimen perfecto, pues al no ser consultado por nadie en el mundo, resulta óptimo para esconder el cuerpo del delito. Así que es posible, pero poco probable, que los hostigadores hayan dado conmigo por este medio. Sin embargo, quién quita.

Sea como fuere, lo que resulta de verdad aterrorizante es que se tenga ya forma de saber acerca de lo más íntimo de nuestras personas sin que nadie haya dado permiso para ello, y si no, pregúntenle a GAFA (Google, Amazon, Facebook y Apple). Increíble, el acrónimo ya ni siquiera incluye a Microsoft, compañía a la que seguramente han de considerar obsoleta y fuera de moda, como ocurrió con el Gigante Azul, IBM, en remotos tiempos.

Nunca resultó más actual que hoy el segundo postulado de George Orwell en su profética y sublime novela 1984 (1949): la libertad es la esclavitud. Y no sólo en el caso de GAFA, pues qué me dicen de la tristemente famosa Cambridge Analytica (CA), que hace pocos años protagonizó el gran escándalo por el descubrimiento del manejo poco ético que hacía de la información personal recolectada a lo largo del tiempo de usuarios de Facebook, precisamente, y que CA alegaba que era sólo con propósitos académicos. Pero eso sí, los esclavos de esa red “social” sintiéndose más libres que nunca para decir cuanta pendejada se les ocurra sin saber que están siendo mercadeados en un moderno tianguis de esclavos.

For the sake of completeness, como dicen los gringos, enunciemos los otros dos postulados de Orwell en su portentosa novela. El primero reza: la guerra es la paz, que ni mandado a hacer para el insufrible Felipe Calderón, ¿no es cierto? Y el último, el tercero: la ignorancia es la fuerza, ¿cómo lo ven aplicado al miserable que, todavía, gobierna en Estados Unidos y que ha hecho de otra red, Twitter, algo deleznable y vomitivo? Increíble el poder premonitorio de nuestro verdadero héroe, Orwell, que escribió su novela hace 71 años, cuando yo nacía.

En fin, nada más quería llamar su atención sobre cómo un inocente y confidencial correo electrónico y la posterior publicación del artículo correspondiente en un blog personal desató una oleada comercial ofreciendo productos para el alivio de mi sufrida dentadura, en Internet y en mi correo electrónico.

Puritita nostalgia de tiempos idos.