En 1959, hace 60 años exactamente, era
yo un chiquillo de nueve de edad que cursaba el tercer grado de primaria en el
Colegio Cristóbal Colón de la hoy Ciudad de México. El transporte escolar me
recogía a las puertas de la casa poco antes de las siete de la madrugada y me
devolvía al mismo lugar después del mediodía. Comía rápidamente y quedaba listo
para que me recogiera de nuevo alrededor de las tres para las clases de la
tarde. Me regresaba “definitivamente” a casa cerca de las siete… y a darle a la
tarea. En la actualidad, un ritmo de vida tan frenético sería imposible.
Como quiera que sea, por las tardes
esperaba el camión de la escuela junto conmigo un compañero grandullón ¡de
sexto!, Eugenio Noriega, que para mayores señas era el campanero del colegio,
ese que marcaba el inicio y final de actividades en la escuela haciendo sonar,
precisamente, la campana. Era grande, fuerte y de mucho carácter. Parecía mucho
mayor de lo que en realidad era. Un día, mientras esperábamos, pasó frente a
nosotros un taxi amarillo enorme, que semejaba más bien un acorazado de guerra.
“Ahí va el papá de la Tota”, dijo mi amigo. “Mentiroso, le repliqué, ese taxi
iba vacío”. “¿Nadie lo conducía?, contraatacó aquel, ¿no sabías que el papá de
Carbajal conduce su propio taxi?”. “Ni siquiera sabía que frecuentara estos
rumbos", acoté yo. “Increíble, dijo Eugenio, no sólo los frecuenta, sino que
vive en Maravatío, la calle justo atrás de tu casa. Otro día que pase, te lo
presento, ha de ir a comer a su casa”. “¡Sale!”, concluí yo emocionado ante la sola
posibilidad de conocer al papá de un ídolo.
No pasaron muchos días cuando mi acompañante
dijo: “Ahí viene el señor Carbajal. Vente, vamos a hacerle la parada”. Cuando
el descomunal taxi, número económico 221, que para nada hacía honor al
apelativo de “canario” con el que se conocía al transporte público de ese mismo
color, se detuvo, Eugenio se aproximó a la ventanilla del copiloto y respetuosamente
saludó e inquirió al conductor: “Qué tal, señor Carbajal, cómo está usted, ¿qué
dice la Tota?”. “Muy bien, muchas gracias, respondió el interpelado. Toño, en
lo suyo, ya sabes, es su pasión”. “Le quiero presentar a un amiguito que admira
muchísimo a su hijo”, prosiguió Eugenio. “¡¿De veras es usted el papá de la
Tota?!”, intervine yo con incredulidad y admiración. Ambos rieron de buena
gana, para enseguida el señor responder bromeando: “No sólo soy yo el padre de
la Tota Carbajal, sino que además él es mi hijo”. Ahora fui yo el que rió
estentóreamente y repuso: “¡Pues claro, si no, cómo!”. Después de intercambiar
otras trivialidades por el estilo, nos despedimos y yo quedé súper impresionado
de haber conocido al mismísimo progenitor de la Tota Carbajal.
Tiempo después, mi madre me dijo que mi
amigo tenía razón, pues había visto a la Tota acompañando a quien seguramente
era la suya, una señora que ella conocía desde hacía mucho y a la que siempre saludaba en el mercado.
Incluso yo mismo ya la conocía, una dama muy pulcra, de pelo entrecano y
perfectamente recogido hacia atrás, nada pretenciosa.
En el Mundial del 94, Elena, Caro (chiquilla
de apenas tres años de edad) y yo nos fuimos a Nueva Jersey a presenciar el
encuentro México-Bulgaria, y de una vez compramos los boletos para el que
seguramente sería el siguiente cotejo del cuadro mexicano. Pero no, los
búlgaros nos eliminaron y nos tuvimos que soplar el Alemania-Bulgaria, que
nunca entró en nuestros planes. Al regreso a México, durante nuestra escala en
Dallas, 35 años después de los incidentes que narro líneas arriba, nos topamos
en la misma sala de espera con la Tota Carbajal, que viajaba solo después de
haberla hecho de comentarista en la televisión para los mismos partidos que
nosotros presenciamos. Aproveché para sentarme a su lado y platicar largo y
tendido mientras llegaba el tiempo de abordar. Conversamos de todo lo que
relato en los párrafos anteriores, que noté que a la Tota le conmovió mucho, y
hablamos de futbol: de los ocho goles que Inglaterra le encajó a México durante
una gira europea en 1961, previo al Mundial del 62, en un partido en el que
Carbajal estuvo ausente, habiendo sido el Piolín Mota, su suplente, el que
cargó con la goleada. Lo inquirí sobre su real indisposición para aquel
encuentro o si fue simplemente que ya preveía la debacle, a lo que sólo
respondió con una maliciosa sonrisa. Y platicamos y platicamos. Al final, le
dedicó un encantador autógrafo a Elena, y dijo que era lamentable que una
afición tan entusiasta como la nuestra, viajando hasta con una nena, no fuera
recompensada como se debía por nuestro futbol: directivos, entrenadores y
jugadores. Nos despedimos muy efusivamente.
Mucho más tarde, a mediados de la
primera década de este siglo, publiqué un cuento en El Financiero que le rinde
tributo a la Tota (http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2007/11/la-tota-campen-sub-17.html),
mismo que republiqué en estas páginas en junio de 2018 con motivo del Mundial
en Rusia.
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