domingo, 28 de agosto de 2022

Bien sé que no me lees, Paloma...

… la Muy Noble, Leal y Muy Cabrona Ciudad de México.

México, Pedro Ángel Palou

… y quizá nadie lo haga. ¿Que por qué entonces pergeño estas idioteces? Humildemente, tal vez porque me fascine leerme a mí mismo. Aun así, te cuento que acabo de devorar el reciente libro de Pedro Ángel Palou México (Planeta, 2022), así simplemente, como la ciudad toda, donde se dedica a reseñar más de cuatro siglos y medio (1526-1985) de la gran metrópoli, no desde el punto de vista estricto del historiador, sino desde el ameno del novelista, sin que por ello desmerezca lo primero, a juzgar por la rigurosa documentación a que se atuvo el autor y que consta en los agradecimientos al final del volumen. Así pues, pasa a contar la historia de cuatro familias ficticias, los Cuautle, los Landero, los Santoveña y los Sefamí (nombre, este sí, tomado de una familia conocida del autor, pero que nada tiene que ver con la novela) y nos describe magistralmente sus vidas y la forma en que llegan a interrelacionarse los miembros de todas ellas entre sí desde aquellos pretéritos tiempos. Baste decir que los Sefamí eran judíos emigrados de Siria a la magna ciudad, y que no por ello dejan de ser objeto de las consabidas discriminaciones.

Llega a tanto la imaginación de Palou que en 1847 convierte a uno de los Cuautle en el séptimo Niño Héroe en la defensa del Castillo de Chapultepec contra la invasión gringa, y el lector se la cree sin mayor problema. Más tarde pasa a describir la época, 1942, en que el asesino serial Goyo Cárdenas cometió sus crímenes y sepultó a sus víctimas, todas mujeres, en el patio de su casa en Tacuba cuando yo todavía no nacía, y de los que, sin embargo, siendo aún un niño de siete años, quince después, mi madre y mis tías, vecinas de la demarcación, seguían hablando con pasión delante de mí, pues aún estaban frescos en la memoria. Todavía recuerdo que, cuando mi progenitora me enviaba a algún encargo al mercado de Tacuba, cruzaba yo las vías del tren en Mar del Norte y contemplaba justo a un lado la para mí tétrica Escuela Nacional de Ciencias Químicas, donde Goyo Cárdenas estudió.

Y qué decir del sismo del 57 que derribó al Ángel de la Independencia y que el novelista revive soberbiamente relatando las vicisitudes de varios miembros de las familias antedichas, y que para mí, muchachillo de apenas siete años de edad, pasó totalmente desapercibido muy a pesar de vivir en el vórtice mismo del cataclismo, como dejé dicho en algún escrito anterior (http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2017/10/deprimente-vivencia-democratica.html).

Por no mencionar el fatídico 68, que el escritor refiere con prolijidad, y que a mí me hizo recordar el 2 de octubre que llevé a mi hermanita de seis años a ver Fantasía, de Walt Disney, al Real Cinema, en pleno centro de la ciudad (Balderas y Colón), y cómo, cuando esperábamos el camión para regresar a casa en Juárez y Balderas, un auto se detuvo en el semáforo frente a nosotros con una mujer gritando histérica y desaforadamente por la ventanilla: “¡Váyanse inmediatamente a sus casas, están matando a la gente!”. Igual a como algún personaje de la novela lo hace, conminando a otros a que huyan.

La obra termina en 1985, que todos recordamos primordialmente por los terribles acontecimientos de aquel año en los ámbitos económico y político, pero, sobre todo, social, por los infaustos sismos de aquel fatídico año, y para los cuales los vuelvo a referir a mi escrito arriba apuntado. Como verán, yo solo relato aconteceres muy próximos a mis 73 años de existencia, pero el volumen completo es un dechado de erudición y arte describiendo varios siglos.

En fin, el libro completo me hizo añorar a mi querido México, pues a lo largo de todo él se describen sus calles, plazas, paseos, parques, edificios, monumentos, castillos y, por sobre todas las cosas, acontecimientos a lo largo de su entrañable historia.

¡Me cae, yo sí extraño a mi querida Ciudad… y mucho!

miércoles, 10 de agosto de 2022

Las trampas de la fe

Para el ingeniero Eduardo Osuna Osuna

Suelo ver con cierta frecuencia el programa del polémico John M. Ackerman, Diálogos por la democracia, en TV UNAM. Un domingo tuve la suerte de toparme ahí con la sabrosa charla que sostuvo con Sandra Lorenzano, directora de cultura y comunicación de la Comisión de Igualdad de Género de la UNAM. Qué maravillosa interlocutora, sobre todo cuando le tocó hablar con pasión de Sor Juana Inés de la Cruz y recomendar ampliamente el libro de Octavio Paz sobre ella, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, que, dijo, “se lee como una novela”, y verdaderamente así es, pues de inmediato emprendí su lectura al recordarme que tenía esa asignatura pendiente.

El libro se merece realmente todos los elogios que Lorenzano vierte sobre él y su autor, pero no deja de ser chocante que Paz parezca más interesado en apabullarnos con su “infinita” erudición a lo largo de las casi ochocientas páginas de que consta el volumen que en hacer el tema un poco más accesible para el vulgo, dentro del que me incluyo. Lo hace, además, en un tono doctoral y dogmático, propio del que se cree poseedor de la verdad absoluta. El libro se “deja” leer placenteramente, pero en ocasiones uno se siente abrumado por tanta sabiduría. Si lo tuviera que calificar, sin embargo, yo lo haría con los máximos honores, como lo hace Sandra, pues.

La defensa que hace Paz de Sor Juana a lo largo de todo el libro emociona y conmueve de veras, sobre todo cuando denuesta en contra de sus tres verdugos: Francisco Aguiar y Seijas, arzobispo de la Ciudad de México; Manuel Fernández de Santa Cruz (Sor Filotea), obispo de Puebla, y Antonio Núñez de Miranda, su confesor, todos monigotes impresentables del clero católico que hicieron lo inhumanamente posible por obligarla a renunciar a las letras para dedicarse por entero a Dios, cosa que lograron hacia el final de la vida de la monja con aquella carta que le exigieron redactara y que Juana Inés firmó con el memorable: “Yo, la peor de todas”, con su propia sangre. En un inevitable exabrupto, don Octavio llega a referirse al primero como el sietemesino misógino, pues en efecto era lo uno y lo otro: tras su nacimiento prematuro quedó huérfano de padre, y se preciaba de ser corto de vista, pues así no tenía que ver de cerca a las mujeres. El último, su confesor, era miembro activo del temido Tribunal del Santo Oficio, así que ya imaginarán los temores de Sor Juana al dedicar buena parte de su tiempo a actividades profanas. En cuanto a Sor Filotea, primero la incitó a que rebatiera al prestigiado padre portugués Antonio Vieyra en su Carta atenagórica, a propósito de “los favores negativos de Nuestro Señor”, de la que escribió hasta la advertencia (prólogo), y luego reculó, lo que provocó la célebre Respuesta a sor Filotea de la Cruz, que Paz equipara con el poema cumbre de Juana Inés, Primero sueño (Primer sueño, en lenguaje moderno), y del que el Nobel hace una magistral disección en capítulo por separado. En él, dice el poeta, Sor Juana va ascendiendo de lo básico de la existencia a lo sublime de lo desconocido y el más allá para, al final, volver a caer en lo prosaico de la vida, y establece un sublime parangón con la clásica pintura del alemán Alberto Durero Melancolía I, que realmente impresiona si ustedes la miran en Internet.

Esta denodada y cariñosa defensa que Paz hace de Sor Juana me recuerda lo que ya dije en http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2022/05/sharon-stone-amaba-octavio-paz.html a propósito de lo que José Marie Tramini, esposa del autor, afirmó cuando le preguntaron acerca de la “relación” de Sharon Stone con Octavio Paz: que tras haber competido con Sor Juana ya nada la arredraba.

Resulta asombroso cómo un libro con un tema tan poco “comercial”, por más que lo haya  escrito un portento de la literatura universal, pueda capturar el interés de un lego como yo al grado de no querer abandonar su lectura y de llevarlo conmigo a mis vacaciones recientes para culminar ahí su “estudio”. Una emoción semejante se experimenta sólo con vivencias más personales. Quizá sea por lo que Lorenzano dijo sobre Sor Juana al final de su deliciosa charla: “La paladina de la defensa de la libertad, el emblema de la libertad”.

Además de sus innumerables tareas conventuales, Sor Juana dedicó su tiempo, para fortuna nuestra, a legarnos centenas de poemas, sonetos, endechas, villancicos, autos sacramentales y demás obras artísticas, algunas incluso ajenas a la literatura.

Por lo que se refiere a la Sor Juana cotidiana, para alguien que, vergonzosamente, no había tenido acceso a su obra, como yo (salvo los sobados “Hombres necios que acusáis…” y “Yo no leo para saber más sino para ignorar menos”), no deja de sorprender la personalidad que nos desvela Paz en su libro. Lo que menos honraba la monja en el convento eran sus votos de obediencia, humildad, pobreza y, vamos, hasta de castidad, a juzgar por sus apasionadas composiciones a María Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes, esposa del virrey, aproximadamente un año menor que Juana, que rondaría los treintaiuno.

Pero, además, no era pobre, pues precisamente por sus relaciones, la corte la llenaba de obsequios, mismos que ella correspondía de su propio peculio o patrocinada por el convento, al que le convenía estar en los mejores términos con dicha corte. Por ello, en ocasiones llegaba a la abyección de componer lisonjas rastreras para sus miembros y de escribir por encargo. Llegaba incluso al tráfico de influencias, ya fuera mediante su arte encomiando a un tercero o su intervención directa, y en el que ella fungía como intermediaria a cambio de un beneficio.

Por lo que toca a la humildad, nada más lejos de ella, pues Juana Inés, dice Paz, ansiaba ser famosa, y en ello le ayudaron axialmente sus valedores, el virrey y su esposa, la adorada María Luisa de la monja, al ser los primeros en llevar su obra a España para su publicación. De aquí que la mentada frase de “No leo para saber más…” probablemente sea apócrifa o hipócrita falsa modestia. En fin, por lo que se refiere a la obediencia, Juana Inés solía ignorar con frecuencia los mandatos de sus superiores, además de que era la contadora (administradora) del convento.

Con lo anterior no pretendo sobajar los innegables méritos literarios de la monja, tan férrea y denodadamente defendidos por don Octavio en su ladrillo, sino más bien destacar la parte humana -muuuy humana- de Sor Juana Inés de la Cruz, a quien orgullosamente llamamos la Décima Musa de México. 

domingo, 7 de agosto de 2022

Valle de "Guadachupe"

Después de más de cuatro años de reclusión absoluta en mi mazmorra, me fui con Elena a recorrer mundo: tomamos un pesero aéreo y nos trasladamos ¡a Tijuana!, con la idea, claro, de recorrer el Valle de Guadalupe y, en una de esas, hasta visitar San Diego. Por lo mismo, reservamos hotel en aquella ciudad de pecado por sólo dos noches, de las siete que pensábamos pasar por el noroeste de la república. Al día siguiente de la medianoche en que arribamos, nos desplazamos en taxi a Puerto Nuevo a deglutir una rica langosta, aprovechando para visitar también Popotla, lugar donde se les cultiva, y Rosarito, mientras averiguábamos la mejor forma de recorrer La ruta del vino, ya que un conocido me ignoró cuando ex profeso se lo solicité. Mientras tanto, fuimos a pie del hotel a “la línea” para sondear qué tan fácil sería cruzarla y, ya en territorio yanqui, abordar un autobús que nos llevara a San Diego, donde pensábamos pasar otro par de noches: ¡no hombre, qué locura! Centenares de peticionarios en una enorme fila, y la de autos no se quedaba atrás, por lo que decidimos regresar a reservar otra noche en nuestro hotel, lo que nos permitiría desplazarnos al día siguiente al tan deseado tour al Valle, que ahí mismo nos ayudaron a conseguir: una amplia van para nosotros dos solitos tooodo el día, de las 9 a las 21 horas.

¡Qué maravilla! Visitamos primero la Casa de Doña Lupe, después de una parada obligada en un mirador desde el que se contempla el inmenso mar. En dicha Casa, y prácticamente sin nada en el estómago, nos sometieron a la primera cata: cuatro pequeños vasos, uno con vino blanco y tres con tinto, que libamos con fruición, devorando con avidez el pan, los quesos y las uvas con que los acompañaron, y con la esmerada explicación de nuestro guía. Sale uno de ahí ya con media estocada y la querencia de tablas. Y de aquí, a L.A. Cetto.

Qué magnificencia de instalaciones de ésta, una de las más grandes plantas vinícolas del país, si no es que la más grande, y con la escrupulosa y entusiasta enseñanza de un miembro del grupo, muy avezado en este tipo de menesteres. Recorrimos toda la planta. Y una cata más, esta vez sin alimentos. Vinos: L.A. Cetto blanco, rosado y tinto, menos mal que únicamente fueron tres. Nos obsequiaron las delicadas copas donde catamos, y a otra cosa.

Parada en un pequeño negocio en medio de la nada ¡para una cata adicional! Me cae que yo ya sólo quería aspirar el bouquet. Vuelta a la camioneta para la visita de la tercera y última vitivinícola: Barón Balch’é, no tan grande como L.A., pero igual de impresionante. Y última cata: blanco, rosado y tinto, otra vez. Les entramos a todos, pero cuando paramos en la Finca Altozano para comer, ya sólo pedimos cerveza para aliviar la cruda adelantada que nos cargábamos.

De regreso, Carlos, nuestro guía, nos dio una rápida vuelta por la zona roja de Tijuana que, como Nueva York, nunca duerme.

Después de Valle de “Guadachupe”, nos aventuramos, a la mañana siguiente, en la zona de playas de Tijuana, a un lado de la monumental plaza de toros, y al otro día regresamos, una vez más, a Puerto Nuevo a comer langosta en el mejor lugar que para ello existe: El Güero. Todos estos traslados los hacíamos no ya en transportes caros, sino en los colectivos -calafias, les dicen por allá- que aprendimos a usar.

Total que estuvimos extendiendo una y otra vez nuestra estancia en Tijuana, donde pasamos las siete noches, y tomándola como base para nuestras expediciones, y como Elena se emperrara en ir a Ensenada, el día anterior a nuestro regreso a León alquilamos un taxi que nos llevó, nos esperó y nos regresó al “terruño” (Tijuana). En el hermoso puerto disfrutamos de las deliciosas tostadas de La Guerrerense, y Elena todavía se refinó un par de tacos de pescado en el Mercado Negro, donde se exhibe sin recato toda la pescadería fina extraída de sus aguas. Delicioso espectáculo. Ah, también dimos un paseo en una barcaza turística por el mar hasta donde descansaban dos perezosos leones marinos sobre una boya.

La tarifa del Hotel Caesar’s donde nos hospedamos es bastante razonable y el servicio impecable. A pesar de estar en el centro de la ciudad y en medio de su arteria principal, por las noches es tan silencioso como un monasterio, además de tener, yo creo, el mejor restaurante de Tijuana, del mismo nombre que el hotel y donde ¡se creó la ensalada Caesar’s en 1928!, que no tiene igual en todo México, y lo digo con conocimiento de causa por haberla probado en innumerables lugares a lo largo de la república. La preparación in situ es espectacular.

¡Lástima que no pueda regresar ahí cada tercer día!