martes, 27 de septiembre de 2016

¡Mueran los ricos!

Sí, ya leí El capital en el siglo XXI (FCE, 2014) de Thomas Piketty. Si bien no resultó una odisea comparable al Ulises de Joyce, deja la satisfacción del “deber” cumplido. Y es que se ha escrito tanto sobre esta obra que se siente uno orillado a leerla por fuerza. Su dificultad radica más en la extensión del libro (664 páginas) que en su contenido, cautivadoramente aleccionador y provocativo, a pesar de lo árido que pudiera pensarse resultan los temas económicos. Se lee como un libro de texto, con la delectación que yo leía, por ejemplo, un tratado de análisis matemático en la universidad.

Resulta de risa que neoliberales como Sergio Sarmiento, que se sienten ofendidos y se rasgan las vestiduras cuando dicho calificativo se aplica a ellos, lleguen al extremo de calificar de neomarxista a Monsieur Piketty. Y todo porque se “atreve” a proponer un impuesto internacional a la riqueza “con tasas limitadas a 0.1 o 0.5% anual sobre los patrimonios de menos de un millón de euros, de 1% para fortunas entre uno y cinco millones de euros, de 2 a 5% para aquellas de entre cinco y diez millones de euros, o 10% anual para las fortunas de varios cientos o miles de millones de euros.” Lo cual apenas parece justo para mínimamente paliar las tremendas desigualdades entre los desheredados y aquellos que sin haber hecho el más pequeño esfuerzo en sus vidas heredan fastuosas fortunas. El francés Piketty pone el ejemplo de su compatriota Liliane Bettencourt, heredera de L’Oréal, líder mundial en cosméticos, empresa fundada por su padre Eugène Schueller, y cuya fortuna pasó de 2,000 a 25,000 millones de dólares, según la revista Forbes, lo que representa un crecimiento “promedio de más del 13% anual entre 1990 y 2010, es decir, un rendimiento real del orden de 10-11% anual, si se sustrae la inflación.”

Pero que no se espanten Sarmiento y sus cófrades, las tasas impositivas que propone Piketty son consideradas por él mismo como una “utopía útil”, pues “es difícil imaginar que a corto plazo todas las naciones del mundo se pusieran de acuerdo para instituirlo, que establecieran una tasa impositiva aplicable a todas las fortunas del planeta y, por último, que repartieran armoniosamente los ingresos entre los países.”

Desde luego que Piketty establece una diferencia entre las fortunas de los grandes magnates, pues en algunas reconoce el mérito, al estilo Gates, y en otros sólo el oportunismo de haber comprado barato y consolidado después obscenos monopolios, al estilo de nuestro Slim (único caso en que lo mexicano aparece en todo el libro) o de los oligarcas rusos. Ésta es quizás una de las deficiencias que yo le noto al libro de Piketty: se preocupa única y mayoritariamente de los países ricos, básicamente Francia (por supuesto), Reino Unido, Alemania, Suecia, los Estados Unidos y Japón. Cuando yo creí entender al principio de la obra que el conjunto del mundo iba a ser considerado, no pude dejar de decepcionarme al final cuando noté que no nos habían incluido para nada. ¿Serán válidas sus conclusiones bajo esta óptica? Únicamente Chipre y Grecia son mencionados de refilón por los problemas que todos sabemos sufrieron (sufren). No obstante, el libro es un genial tratado en toda forma del tópico que anuncia, con series de datos que abarcan desde la mismísima Revolución Francesa (1789) y, en dos o tres ocasiones, remontados incluso hasta el inicio de la era cristiana. Tal vez en ello radique la dificultad de incluir a países que difícilmente pudieran proporcionar tal nivel de información.

Y no sólo se incluyen empresas con niveles “ofensivos” de ingresos. Un caso que llamó poderosamente mi atención fue el de la universidad norteamericana de Harvard, con un fondo patrimonial de 30,000 millones de dólares a principios de la década de 2010 y con una tasa de rendimiento real promedio anual (después de deducir los gastos de administración y la inflación) de 10.2%. Y, como dice Piketty, se trata efectivamente de un rendimiento puro de capital, es decir, lo que produce éste “por el simple hecho de su posesión, excluido todo trabajo”, pues además los impuestos son casi inexistentes al tratarse de fundaciones de utilidad pública. No obstante, los aproximadamente 400,000 millones de dólares en posesión de las alrededor de 800 universidades estadunidenses  a principios de esta década representan ¡menos del 1%! de las fortunas privadas, que, sin embargo, brindan cuantiosos recursos a por lo menos algunas de ellas.

Pero además, estas universidades invierten en instrumentos sofisticadísimos, algunos de ellos no disponibles incluso en el mercado, y asesoradas por especialistas igualmente sofisticados, por lo que Harvard, por ejemplo, se puede dar el lujo de invertir el 0.3% de su patrimonio de 30,000 millones de dólares, esto es, aproximadamente 100 millones, para pagar a estos administradores, si con ello va a obtener un rendimiento anual de 10% en vez de 5%.  Este lujo no se lo podría dar una universidad con 1,000 millones de dólares de patrimonio y con una inversión de 0.5% de éste (porcentaje incluso mayor que el de Harvard) para pagar a sus asesores, pues estaría dedicando a ello “sólo” cinco millones de dólares. Ni qué decir del North Iowa Community College, con un patrimonio de sólo 11.5 millones de dólares y un 1% para pagar a sus administradores (apenas 115,000 dólares), lo cual “es mejor que para el estadunidense medio, quien con una fortuna de apenas 100,000 dólares será su propio administrador y sin duda tendrá que conformarse con los consejos de su cuñado.”

A lo que voy es a que si esto hacen las universidades, poseedoras, insisto, de menos del 1% de la riqueza nacional, qué no harán los particulares que detentan patrimonios todavía mayores y el 99% restante de dicha riqueza.

Una desigualdad en la que insiste Piketty a lo largo del libro es r > g, es decir, la tasa de rendimiento del capital contra la del crecimiento del ingreso y la producción, y la llama la principal fuerza desestabilizadora, pues “implica que la recapitalización de los patrimonios procedentes del pasado será más rápida que el ritmo de crecimiento de la producción y los salarios… (y)… expresa una contradicción lógica fundamental. El empresario tiende inevitablemente a transformarse en rentista y a dominar cada vez más a quienes sólo tienen su trabajo. Una vez constituido, el capital se reproduce solo, más rápido de lo que crece la producción. El pasado devora al porvenir.

Las consecuencias pueden ser temibles para la dinámica de la distribución de la riqueza a largo plazo, sobre todo si a esto se agrega la desigualdad del rendimiento, en función del tamaño del capital inicial, y si ese proceso de divergencia de las desigualdades patrimoniales tiene lugar a escala mundial.”

Piketty pronostica que r > g se mantendrá a lo largo del siglo XXI, con un crecimiento de la economía no mayor a 1-1.5% y una tasa promedio de rendimiento del capital de 4 a 5%, como lo fue antes de la primera Guerra Mundial, que puso fin a esta “contradicción central del capitalismo” al reducir fuertemente el rendimiento del capital. Compárese todo lo anterior con el ejemplo citado de la universidad de Harvard para dramatizar aún más la situación.

El autor concluye que si se impusieran fuertes gravámenes al rendimiento del capital para llevarlo por debajo de g, se correría “el riesgo de apagar el motor del crecimiento y reducir un poco más la tasa de crecimiento. Los empresarios ni siquiera tendrían tiempo de convertirse en rentistas: ya no habría con qué.” Por ello agrega que la solución correcta son los impuestos progresivos mencionados en el segundo párrafo de este artículo.

Para finalizar, me pregunto cuál será la situación personal de Thomas Piketty después de la súbita fama internacional que adquirió con su polémico libro. No dudo que ya cargara con una buena parte de ella a juzgar por su impresionante currículo incluido en su sitio de Internet, pero tampoco dudo que la soberbia y la arrogancia lo hayan llevado a rechazar públicamente la Legión de Honor que el gobierno francés quiso otorgarle, pretextando que dicho gobierno no tenía autoridad para determinar quién es honorable y quién no en el país galo,  a sabiendas, quizás, de que tales poses incrementan aún más su pública fama y los consecuentes ingresos. Y todo está muy bien, a condición de que las suculentas regalías que ha recibido, recibe y recibirá por el multicitado texto y los demás ingresos que devengue atribuibles a su fama sean sometidos a las mismas tasas impositivas que él tan ardorosamente defiende, después de haber cubierto sus impuestos normales, claro. Tal vez quisiera hasta ceder esas regalías, pero francamente lo dudo.

Tuve la oportunidad de contactarlo personalmente por medio de un correo electrónico para señalarle una anomalía en el funcionamiento de su sitio en Internet y tuvo la delicadeza de contestarme, lo cual viene a ser el equivalente de un autógrafo cibernético. Por lo demás, recomiendo ampliamente su obra.

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